1 ...6 7 8 10 11 12 ...17 —Es curioso, pero éste de aquí se parece mucho a alguien que conozco.
—No creo que eso sea posible—se puso en pie Langston y se acercó a la fotografía.
—¿A quién se le puede parecer, Brassa? Esos son unos oficiales españoles.
En ese momento, Brassa se dió cuenta de que alguien más había entrado al despacho. Debía de ser alguien importante, ante quien el propio Langston se había apartado con respeto. Aquel hombre observaba detrás de ellos también al militar que el italiano estaba señalando. El recién llegado afirmó con su acento francés:
—Esa foto fue tomada en Cuba, hace muchos años.
—Sí, ya sé que será casualidad. Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a... Se parece muchísimo a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.
—Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.
Quitándole importancia, y volviendo a su asunto, Langston añadió:
—Si consigue que terminemos con la huelga cuanto antes, le prometo dos veces más lo que acaba de contar en ese sobre...
Después de escuchar unas instrucciones de Langston, Achille Brassa sostuvo la mirada de Langston durante un largo momento que se había otorgado para pensar y decidir. Cogió el sobre y lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Y después se volvió hacia el otro hombre, que salía y entraba nerviosamente en el despacho. El hombre, casi un anciano, alto y espigado, permaneció inmóvil y en silencio, con un gesto impasible en su rostro. Cuando Brassa se aprestaba a despedirse, el hombre se volvió sobre sus talones para mirar por la ventana, dándole la espalda definitivamente.
Langston acompañó a Brassa hasta la puerta. Allí le despidió, entregándole una bolsa. Cuando pudo ver que en el interior había un revólver y tres cajas de munición, se fue. Contando las hileras de viñas hasta la salida de la propiedad.
En el despacho, observando a aquel italiano bien pagado marcharse a pie por el camino, permanecieron Sir Thomas Langston y el hombre espigado con acento galo.
—Continuemos, por favor—dijo el anciano, dejando caer pesadamente su cuerpo en el sillón del escritorio.
—Recuerde, Monsieur Loutón, que no tiene usted descendencia. La venta es su mejor opción. Y no debe usted olvidar que la West Indies, hoy por hoy, considera casi un deber patrio hacer negocios con alguien como yo.
—Y usted no olvide que debo contar con el beneplácito de mi mujer para vender la propiedad, Langston…La mitad le pertenece a ella
—Oh, por Dios, monsieur Loutón. Un hombre de sus recursos no tiene problemas para salvar ese obstáculo.
Langston deslizó la pluma —una vez más— hacia la mano de Loutón. El francés sintió cómo el destino se burlaba de él, al permitir que —vaya ironía— los ingleses cayeran ahora como buitres, a poner sus garras encima de sus propiedades. Al tacto de la pluma en su mano, se levantó de la silla más bruscamente de lo que su edad le permitía y lanzó la pluma contra la pared del despacho, dejando una mancha estrellada de tinta. Dio un traspiés al girarse, pues su cojera le privaba de esos accesos de ira y casi se cae, si no fuera por el apoyo del bastón. Se asomó a la ventana para mirar los viñedos que rodeaban la que era su casa —temía él— por poco tiempo ya.
—Por favor, Monsieur Loutón. Ahórreme la escena. No va con su elegancia. Está usted muy mayor para continuar este proyecto y lo que yo le ofrezco es mejor que nada.
—Mi mujer tiene otros proyectos para las tierras. Ella no puede ni quiere desdecirse de sus ideas ahora, con la población chola —contestó Loutón casi sin aliento.
—Y yo le digo que, además, estoy seguro de que su mujer podría sufrir mucho si alguien la pusiera al corriente… —se tuvo que callar y retirar Langston, puesto que el anciano Loutón había desenvainado el sable del bastón con una destreza y velocidad electrizantes. Lo apuntaba hacia la garganta de Langston, que no pudo evitar un segundo de pasmo con los ojos abiertos de par en par. Pero se repuso de inmediato. Y continuó hablando con naturalidad.
—Amelia tiene los días contados, monsieur Loutón…
Loutón debió contener su ira al contemplar la poca firmeza de su pulso. La sola mención a la enfermedad de su mujer por parte del inglés derribó su orgullo y su fiereza como un castillo de naipes.
—Usted sabe que mi deseo es conseguir que la propiedad prospere. Tal como están las cosas hoy en la ciudad, con la huelga, los desórdenes, yo soy su mejor oferta. Firme, y haga que su mujer estampe su firma junto a la suya, monsieur Loutón—ordenó Langston.
Buenos Aires
(República Argentina)
27 de Octubre de 1917
El CAP Vilano, de las Compañías Hamburguesas, echó el ancla en el Río de la Plata, a dos millas del puerto de Buenos Aires bajo una torrencial lluvia de primavera. Desde las barcazas que transportaban a los pasajeros hasta tierra, aquellos impresionantes edificios de la capital mostraban una sombría indiferencia ante los recién llegados. No era sino otro más de los miles de viajes que las líneas germanas harían esos terribles años. Terribles para quienes abandonaban sus países, por toda la vera del mediterráneo, y cruzaban el Atlántico hacia Argentina, México o Estados Unidos, para devenir en una entrada más a puerto. Un insignificante bocado más en el festín de aquel gigante latinoamericano, en este caso, que se peinaba con gomina mientras apretaban la cintura al tango de arrabal.
Al descender por las pasarelas, pegadas al costado del barco, los casi mil pasajeros del CAP Vilano —en su mayoría inmigrantes— iban tocando las cuadernas negras de acero remachado, agradeciendo a aquel animal metálico la travesía. Bajaban contentos porque habían oído decir que llegar a puerto aligeraba la tristeza que les atenazaba el corazón. Al amontonarse en la barcaza que les iba a transportar hasta tierra, no tardaban en descubrir que era una alegría pasajera, que se tornaba en miseria nuevamente al contemplar el horizonte titánico de Buenos Aires.
El mismo puerto era una pequeña ciudad, en la que sabían que podrían incluso perderse. Los funcionarios que les inspeccionaban antes de desembarcar, advertían sobre la inconveniencia de no seguir sus normas. También a los oficiales de los barcos les podía salir cara cualquier inobservancia de las leyes. Sobre todo las que atañían a la salubridad del viaje, en general. Había que prevenir la seguridad de los pueblos a los que irían a parar los recién llegados. Dentadura, coloración de piel, ojos, pelo sano y abundante y control de plagas.
Una vez con los pies sobre suelo firme, escalinata abajo, al levantar la vista, la potencia de Argentina aparecía ante ellos en todos los rincones de las explanadas, interminables y repletas de inmensos montones de trigo o maíz, esperando para ser embarcados hacia destinos trasatlánticos. Era una opulencia grosera —y casi sin dueño— que llenaba de promesas los ojos de todos los que descendían de los barcos europeos.
En el interior del edificio principal del puerto, donde hacía un calor húmedo y pesado, la muchedumbre babélica se iba separando en filas guiadas por rejas metálicas que serpenteaban para admitir más personas mientras sus equipajes permanecían apilados en el edificio contiguo. La misma escena se repetía con despiadada monotonía, día tras día, barco tras barco, año tras año en el puerto de la ciudad que algunos llamaban ya “la cesta de pan del mundo.”
Un funcionario escribiente y dos de seguridad por mesa. Hileras de mesas como aquella desde un extremo a otro del edificio del puerto mostraban la primera cara —dura cara— del país a los recién llegados:
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