Juanjo Álvarez Carro - Cruz del Eje

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El capitán español Fulgencio Colinas, tabaquero en la Cuba de 1898, muere a manos de un mercenario francés, en plena guerra con los americanos.Años después, en el verano de 1917, España está sumida en los disturbios que enfrentaban al pueblo y a la monarquía. Curiosamente, las Juntas Militares de Defensa apoyaban ahora reformas que coincidían con las que la sociedad deseaba. Algunos de esos militares rebeldes huyeron del país en busca de otra vida. Pero Alfonso XIII decide mandar a Gorgonio Colinas, del servicio secreto, a Argentina a buscarles.Se habían vuelto necesarios en la conciliación que el rey pretendía. Dos meses después, el capitán Gorgonio Colinas acaba encontrando en la ciudad de Cruz del Eje al militar que buscaba, pero tambíén a una verdad reveladora e inesperada.

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—Me he defendido como he podido, Ochandiano. He luchado y me he quemado las pestañas con mis propios compañeros de armas, amigos míos, Ochandiano. He conseguido atajar revueltas ya inminentes, asonadas cuarteleras en el último minuto… ¿Y me lo pagan de esta forma? Dígame, Ochandiano. ¿Usted de qué lado está?

El capitán de navío Gorgonio Colinas traía por esas fechas una pesada losa de descreimiento en su mente. A nadie había contado lo del paquete de cartas que días atrás había hallado en la vieja casa de Valladolid. Unas cartas con contenidos nuevos y reveladores de un pasado que no había siquiera imaginado. Pero a decir verdad, lo más sorprendente había sido la forma en que habían llegado a su poder aquellas cartas. Le esperaban en un paquete que había sido facturado con urgencia a su nombre desde Madrid. Pero llevaban el sello de salida de la Oficina Diplomática. El segundo envoltorio interior, es decir, el original provenía, sin embargo, de Buenos Aires. Dado que él se hallaba fuera de Valladolid, cuando llegó a su casa, tan sólo dos días después de llegado el paquete, había recibido la llamada urgente del Rey Alfonso. Lamentó profundamente no haberse dedicado de lleno a la lectura de esas cartas, con paciencia, para descubrir lo que venían a revelarle. Se había limitado a abrir alguna de ellas, elegida al azar de uno de aquellos atados. Algo que sirvió para tan sólo despertar en él la curiosidad sedienta de quien sabe de recuerdos ocultos en la familia, enterrados por el tiempo como sus antecesores.

No había leído las cartas. Ochandiano ya empezaba a mascullar la idea de tener que convertirse en narrador. Y transmitir oralmente al capitán Gorgonio Colinas algo que debía haber sabido de antemano, antes de su llegada a Buenos Aires. Algo que iba escrito en aquellas cartas que no había tenido tiempo de leer.

Lo que Ochandiano tenía claro —y el rey también— era que Colinas había sido siempre un soldado de talento. Y pensaba que tal vez, a sabiendas de la clase de persona con la que trataba, fuera mejor dejar las cosas discurrir a su ritmo. Ya también su tío había servido bien al país, pero ambos —tío y sobrino— mostraban un parecido no sólo físico, sino también de carácter. Eran hombres de talentos y fidelidades ignotas. Posiblemente eso era lo que les hacía buenos. Gorgonio lo había sido incluso desde antes de irse a la academia naval. Sus superiores lo sabían, lo habían sabido sus padres y, aún peor, él mismo lo sabía. Y ahora, que aquel encargo tan precipitado, difícil, le fuera hecho a él, no le pillaba de sorpresa ni con el pie cambiado. Pero aquellas cartas con contenidos sobre su tío Fulgencio y su mujer Esmeralda habían creado un pasmo inaudito en Colinas. Sólo había tenido tiempo de mirar el contenido de aquellas misteriosas cajas por encima, cuando llegó el mensajero del Ministerio de la Marina con el telegrama.

—Conducto oficial y confidencial, señor. Me han ordenado que le espere y le acompañe hasta la estación de ferrocarril inmediatamente.

Dejó los paquetes de correspondencia amontonados en la misma caja en la que los había recibido y se dispuso para la marcha. Para Colinas fue una gran noticia el que no tuviese que ir a San Sebastián, ya que el rey había regresado a Madrid precipitadamente. Tendría que ir a verle a su despacho personal en palacio.

Aún habiendo nacido en Valladolid, Colinas había querido siempre ingresar en la Escuela Naval de San Fernando, a pesar de que en su familia militar siempre habían sido de Caballería o Infantería. Además, desde pequeño había podido oir cómo circulaba entre ellos la inclinación a pensar que los que vestían de blanco eran unos maricones o, cuando menos, pisaverdes. Así que, haciendo honor a su prematura rebeldía, Gorgonio pensaba que, ya fuera por delante o por detrás, todos acabaríamos con la parca pisándonos los talones, así que decidió que no le pillara sin haber visto mundo. Había, pues, cosas que hacer. Por ejemplo, había un gajo cubano de la familia que, aunque desaparecido, él debía intentar conocer. Al menos en lo referente a su tío Fulgencio. Y se lo había propuesto como medida de urgencia antes de caer definitivamente en manos de la primera desaprensiva que lo llevara al huerto o al altar. Lo cual era lo mismo. Aunque lo cierto es que aquel gajo cubano de la familia Colinas no había dejado descendencia. Con lo cual lo tenía difícil. Y—de paso— Gorgonio también se lo ponía difícil a la desaprensiva.

San Fernando con 17 años

Gorgonio pronto había demostrado ser un joven a quien le gustaba jugársela. Y muchos se preguntaban las razones que habían empujado a Colinas a bregar siempre con el filo de aquella manera y, sobre todo, cuando apenas habían pasado cuatro meses desde que iniciaran la instrucción como aspirantes a caballeros marinos.

Tenían 17 años, y cada aspirante traía a la academia su sino ya pintado en el rostro. Los apellidos solían asegurar un paso cómodo, fructífero y de cierta garantía. Algo que se negaba a los que no traían su abolengo colgado del nombre. Esos tenían que sudar lo propio —y hasta lo ajeno— para conseguir llegar al final. La Casa quería asegurarse de la fidelidad de los aspirantes por el método de la endogamia y Pedro Calonge, de Soria, que era uno de esos candidatos a no entrar en matrimonio con la Armada, compartía la camareta con Colinas. Venía, en lo tocante a su posible conyugalidad con la Marina, más errado y sin remisión que un Papa, por no hablar de lo plebeyo de su sangre. Y ese hecho no había pasado desapercibido al sargento Vázquez, a quien había tocado en mala suerte encargarse de la instrucción de los caballeros—aspirantes.

—¡Calonge, cagón!—solía gritarle.

—¡Tercera imaginaria toda la semana! ¡Apúrese y deje el fusil en el cuarto de armamento! ¡Va a hacer más cocinas que ese pelapapas cabrón de Ñañez!

Pero el acoso al aspirante Calonge, blandiendo lindezas como ésta, sólo servía para fortalecer al soriano, quien se afanaba en no contestar ni alterar al suboficial. Lo cual, claro está, sacaba de quicio al sargento Vázquez. Pero una noche de sábado, a Vázquez le había parecido bien venir bañado en coñac a ejercer el cumplimiento de un servicio de suboficial de cuartel, y muchos aspirantes se hallaban ausentes por el fin de semana. La retreta de aquel sábado se convirtió en la representación teatral rediviva de lo que venía ocurriendo en las últimas semanas. Los reclutas llevaban en formación varios minutos, a la espera de que Vázquez hiciera acto de presencia para comenzar la retreta. Por fin, abrió la puerta con violencia y salió. Con la garganta roja por las voces de mando y el alcohol, las palabras siseaban como lija gastada:

—¡Calonge, lea la Orden de mañana! ¡Salga de la fila!

Calonge sobrellevaba muy bien una leve tartamudez que atendía a la mala costumbre de acentuarse en momentos de nervios. Mientras intentaba recapacitar sobre la orden del sargento, éste le espetó:

—¿Es usted lerdo de nacimiento o es que va sujetando algo con el culo?

Después de leer la orden, Pedro esperó a que se le diera permiso para regresar a la formación. Pero la orden no llegaba y cometió el error de mirar al colérico Vázquez. Éste le sacudió con fuerza y lanzó al aspirante contra la fila. Vázquez sacó su arma reglamentaria esperando la reacción de Pedro Calonge y le apuntó a la cabeza. Los tres que se encontraban más cerca se apartaron.

—¡Sí! ¡Apártense!—gritó el suboficial.

—No se merecen tener a su lado a este maricón! ¿Qué pasa? ¿No se va a levantar el señor?

Al final, el suboficial canturreó con una vocecita que quiso ser aflautada, pero que en su infierno aguardentoso, sólo sirvió para hundir al sargento en un pozo ridículo— ¡Pero si va a ser que a esta rosita de Soria le gusta que le peguen!

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