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Hal Clement: Cerca del punto critico

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Hal Clement Cerca del punto critico

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Oculto por las eternas tinieblas de su espesa atmósfera. Tenebra era un planeta hostil, un lugar con una gravedad aplastante, con 370 grados de temperatura, con una corteza en perpetuo cambio sobre la que flotaban gigantes gotas de lluvia. A pesar de ello… allí había vida, vida inteligente. Durante más de veinte años, científicos terrestres estudiaron a sus habitantes desde un laboratorio en órbita... y habían encontrado un medio de entrenar y educar a un grupo de ellos. ¡Luego ocurrió lo inesperado! Una joven terrestre y el hijo de un poderoso e iracundo diplomático extraterrestre quedaron encerrados en un batiscafo que flotaba hacia la mortal superficie del planeta. ¡Solo los primitivos tenebritas podían rescatarlos!

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Hal Clement

Cerca del punto critico

PROLOGO: Investigación; anexión.

El sol, a una distancia de dieciséis años luz, es un poco más débil que la estrella que se encuentra en el extremo de la espada de Orión y por tanto no podía haber contribuido mucho al centelleo que se produjo en las lentes de diamante de la extraña máquina. Más de uno de los observadores tuvieron claramente la impresión de que aquello estaba echando una última mirada al sistema planetario en el que había sido construido. Ello hubiera sido algo lógico en un ser sensible y sentimental, pues estaba cayendo en el gran objeto oscuro, que no distaba ya más que unas pocas millas.

Cualquier planeta ordinario habría brillado extraordinariamente a tal altura, y Altair es una excelente iluminadora y se encontraba en las mejores condiciones de posición en aquel momento.

Altair no es una estrella variable, pero gira con la suficiente rapidez como para extenderse considerablemente, y el planeta se encontraba en la parte de su órbita en la que recibe el máximo beneficio de las regiones polares más calientes y brillantes. A pesar de ello, la gran masa de ese mundo se veía como una mancha borrosa que apenas brillaba algo más que la Vía Láctea, que le servía de fondo. Daba la impresión de que el blanco brillo de Altair, en lugar de servir para iluminar algo, estuviera siendo succionado y se disipase.

Los ojos de la máquina, sin embargo, habían sido diseñados con relación a la atmósfera de Tenebra. De forma casi visible, la atención del robot cambió y la masa blanquecina del material sintético giró lentamente. El armazón metálico que la encerraba se movió en el mismo sentido y un juego de pequeños cilindros se situó en la dirección del descenso. Nada visible surgía de ellos, pues todavía había poca atmósfera para que brillara con el impacto de los iones, pero las toneladas de plástico y metal alteraron su aceleración. Los cohetes ya estaban luchando contra la intensa atracción de un mundo cuyo diámetro casi triplicaba al de la distante Tierra y lo hicieron perfectamente, para que el complicado aparato que los sostenía no sufriera daño cuando se alcanzara la atmósfera.

El resplandor desapareció de los ojos de diamante cuando la capa de gas de ese gran mundo cubrió gradualmente la máquina. Caía ahora de forma lenta y continuada; también se podría haber usado la palabra precavidamente. Altair todavía era percibida, pero las estrellas ya no eran captadas ni siquiera por los sensitivos receptores que se encontraban tras aquellos lentes.

En ese momento se produjo un cambio. Hasta entonces aquello podía haber sido un cohete de diseño inusualmente fantástico frenando su caída por medio de los propulsores exteriores para poder aterrizar. El hecho de que los chorros de la propulsión se hicieran cada vez más brillantes nada significaba; era obvio que el aire se estaba haciendo más denso, pero los propios cohetes no debían producir ese resplandor.

Los gases de escape centelleaban todavía más, como si estuvieran haciendo un esfuerzo desesperado por detener una caída que se aceleraba a pesar de ellos, y los armazones que los cubrían comenzaron a brillar con una luz rojiza. Aquella señal fue suficiente para los controladores; un grupo de fogonazos resplandeció unos instantes, pero no en los mismos cohetes, sino en diversos puntos entre las vigas que los sostenían. Sus extremos se liberaron al instante y la máquina cayó sin apoyo.

Pero sólo fue así por un momento. En la superficie quedaba todavía más equipo, y cuando apenas había pasado medio segundo del desprendimiento de los cohetes, un gigantesco paracaídas emergió de la masa de plástico. Cabía esperar que con tal gravedad se hubiera desgarrado inmediatamente, pero los constructores conocían su oficio. Aguantó. La increíblemente espesa atmósfera —incluso a esa altura varias veces más densa que la de la Tierra— resistió frente a la amplia envergadura del paracaídas y se llevó la parte del león de cada ergio de potencia suministrado por la masa descendente. En consecuencia, una gravedad que era tres veces la de la superficie terrestre no produjo la ruptura del aparato cuando éste golpeó la tierra sólida.

Nada pareció ocurrir en los momentos inmediatamente posteriores al aterrizaje. Luego se movió el ovoide de fondo ancho, separándose de las ligeras vigas que habían sostenido el paracaídas, alejándose a rastras con pesos casi invisibles de aquel laberinto de cintas metálicas y deteniéndose de nuevo como si estuviera observando los alrededores.

No estaba mirando, sin embargo, pues por el momento no podía ver. Se precisaban varios ajustes. Ni siquiera un bloque sólido de polímero, carente de partes móviles excepto por lo que se refiere al equipo externo de manejo y transporte, podía quedar inalterado bajo una presión externa de unas ochocientas atmósferas. Las dimensiones del bloque y las de los circuitos insertados en él habían variado ligeramente. La pausa inicial tras el aterrizaje había sido necesaria para que los distantes controladores encontraran y armonizaran las algo diferentes frecuencias con las que ahora necesitaban operar. Los ojos, que con tanta claridad habían visto en el espacio vacío, debían ser ajustados para que el diferente índice de refracción entre el diamante y el nuevo medio externo no desdibujara las imágenes. Esto no tomó mucho tiempo, pues era automático y lo efectuaba la atmósfera misma al filtrarse a través de los diminutos poros que se encontraban entre los elementos de las lentes.

Una vez ajustado ópticamente, la casi completa oscuridad ya no significaba nada para sus ojos, pues los multiplicadores que se encontraban tras aquellos utilizaban cada quantum de radiación que el diamante pudiera refractar. Lejos de allí, ojos humanos estaban literalmente pegados a las pantallas de visión en las que se reflejaban las imágenes retransmitidas de lo que veía la máquina.

Era un paisaje ondulado. No demasiado extraterrestre a primera vista. En la distancia se encontraban grandes colinas con los perfiles suavizados por lo que podían ser bosques. La tierra estaba completamente cubierta de una vegetación que tenía el aspecto de hierba, aunque el camino visible que había dejado el robot sugería un material mucho más quebradizo. A intervalos irregulares, generalmente sobre lugares en donde la tierra era más elevada, surgían matorrales más altos. Nada parecía moverse, ni siquiera las frondas más delgadas de las plantas, pero en los receptores de sonido incrustados en el bloque de plástico se registraba un estruendo irregular casi constante. Excepto por el sonido, era un paisaje de vida inerte, sin viento ni actividad animal.

La máquina observó cuidadosamente durante varios minutos. Probablemente los distantes operadores tenían la esperanza de que alguna forma de vida, que se hubiera ocultado por miedo ante la caída del cohete, reapareciera; pero si era así quedaron decepcionados. Al cabo de cierto tiempo se arrastró hasta los restos de los aparejos del paracaídas y lanzó cuidadosamente un juego de luces sobre las cintas, cables y vigas metálicas, examinándolos con gran detalle. Luego, con aire resuelto, volvió a ponerse en movimiento.

Durante las diez horas siguientes investigó cuidadosamente el área general de aterrizaje, deteniéndose a veces para lanzar un rayo de luz sobre algún objeto o planta, observando a veces los alrededores durante varios minutos sin propósito obvio, o emitiendo en otras ocasiones unos sonidos de diferente tono y volumen. Esto último siempre lo hacía cuando estaba en el valle o por lo menos no se encontraba en lo alto de una colina, por lo que parecía estar estudiando los ecos.

Periódicamente, regresaba a los aparejos abandonados y repetía la cuidadosa observación, como si esperara que fuera a ocurrir algo. Naturalmente, en un entorno con una temperatura de ciento setenta grados Fahrenheit, ochocientas atmósferas de presión y un ambiente compuesto de agua fuertemente unida a oxígeno y óxido sulfúrico, los cambios comenzaban a producirse pronto. Prestaba el mayor interés al progreso de la corrosión al devorar el metal. Algunas piezas duraban más que otras; era indudable que los constructores habían incluido diferentes aleaciones con la finalidad, posiblemente, de investigar este extremo. El robot permaneció en el área general hasta que el último trozo de metal desapareció en el barro.

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