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Hal Clement: Cerca del punto critico

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Hal Clement Cerca del punto critico

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Oculto por las eternas tinieblas de su espesa atmósfera. Tenebra era un planeta hostil, un lugar con una gravedad aplastante, con 370 grados de temperatura, con una corteza en perpetuo cambio sobre la que flotaban gigantes gotas de lluvia. A pesar de ello… allí había vida, vida inteligente. Durante más de veinte años, científicos terrestres estudiaron a sus habitantes desde un laboratorio en órbita... y habían encontrado un medio de entrenar y educar a un grupo de ellos. ¡Luego ocurrió lo inesperado! Una joven terrestre y el hijo de un poderoso e iracundo diplomático extraterrestre quedaron encerrados en un batiscafo que flotaba hacia la mortal superficie del planeta. ¡Solo los primitivos tenebritas podían rescatarlos!

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Durante ese tiempo, y a intervalos irregulares, la superficie de la tierra se movió violentamente. A veces la sacudida estaba acompañada por los crujidos que habían llegado en los primeros momentos a los «oídos» del robot; otras veces se producían en un relativo silencio. Los operadores debieron inquietarse por ello en un principio; luego comprendieron que todas las colinas de los alrededores estaban bien redondeadas, carecían de riscos abruptos y que la tierra estaba libre de grietas o piedras desprendidas, por lo que no había motivo para preocuparse por los efectos de los estremecimientos en tan caro mecanismo.

La aparición de la vida animal constituyó un acontecimiento mucho más interesante. Muchas de las criaturas eran pequeñas, pero no menos fascinantes por ello si medimos el interés por las acciones que cada una provocaba en el robot. Examinaba todo lo que aparecía tan detenidamente como le era posible. La mayor parte de las criaturas tenían una armazón de escamas y estaban dotadas de ocho miembros; algunas parecían vivir en la vegetación local, mientras que otras debían corresponder a otro tipo de vida vegetal.

Cuando los aparejos metálicos desaparecieron totalmente, la atención de los operadores del robot se centró exclusivamente, y durante un largo tiempo, en los animales. La investigación se interrumpió varias veces debido a la pérdida de control. La falta de rasgos visibles en la superficie de Tenebra no les había permitido a los hombres realizar una medición precisa de su periodo de rotación, y en varias ocasiones la distante nave se «situó» más lejos de lo que interesaba para una importante parte del planeta. Mediante tanteos, redujeron gradualmente la falta de certeza en lo que respecta a la duración del día en Tenebra y las interrupciones en el control acabaron por desaparecer.

El proyecto de estudiar un planeta cuyo diámetro era tres veces superior al de la Tierra parecía tanto más ridículo en cuanto se había intentado con una única máquina exploradora. Si ése hubiera sido en realidad el plan, había sido ciertamente ridículo; pero los hombres tenían algo más en la mente. Una máquina es muy poca cosa, pero una máquina dirigida por un grupo de ayudantes, sobre todo si éstos pertenecen a un mundo de una cultura más amplia, es algo muy diferente. Los operadores tenían la esperanza de encontrar ayuda local… a pesar del entorno de condiciones extremadas en el que su máquina había caído. Eran hombres experimentados y sabían algo de la forma que la vida adopta en el universo.

Sin embargo, pasaron semanas y meses sin signos de alguna criatura que poseyera algo más que unos simples rudimentos de un sistema nervioso. Los hombres se habrían sentido más esperanzados si hubieran comprendido la forma en que funcionaban los ojos carentes de lentes y con diversas posibilidades de rotación de los animales; pero la mayoría de ellos ya se había resignado a enfrentarse a un trabajo cuya duración equivalía a la de varias generaciones. Fue una casualidad que cuando, finalmente, surgió un ser pensante, éste fuera descubierto por el robot. Si hubiese ocurrido de otra manera —si el nativo hubiera descubierto la máquina— la historia podría haber sido muy diferente en varios planetas.

La criatura era muy grande. Tenía nueve pies de alto, y en ese planeta podía pesar muy bien una tonelada. Se conformaba a la costumbre local en cuanto a las escamas y al número de miembros, pero caminaba erguido sobre los dos extremos, parecía no usar otros dos y se servía de los cuatro superiores como prensiles. Un hecho reveló su inteligencia: llevaba dos lanzas cortas y dos largas, todas ellas con una punta de piedra cuidadosamente cincelada, obviamente preparadas para usarlas en cualquier instante.

Quizá la piedra decepcionó a los observadores humanos, o quizá recordaron lo que les ocurría a los metales en ese planeta, y no se lanzaron a conclusiones precipitadas de su nivel cultural tomando como base tal material. En cualquier caso, observaron cuidadosamente al nativo.

Resultó más fácil de lo que podría haber sido; aquel entorno, situado a varias millas del punto de aterrizaje, era bastante más desigual. La vegetación era más alta y menos frágil, aunque seguía siendo virtualmente imposible evitar que el robot no dejara rastro. En un primer momento, los hombres sospecharon que las altas plantas impidieran al nativo darse cuenta de la presencia de la relativamente pequeña máquina; luego se dieron cuenta de que la atención de aquél estaba totalmente centrada en algo más.

Se trasladaba lentamente y parecía querer dejar el menor rastro posible. Hay que tener en cuenta el hecho de que no dejar rastro resultaba prácticamente imposible, lo que explicaría que periódicamente se detuviera y construyera un peculiar artilugio con las ramas de una de las plantas más raras y elásticas y con afiladas hojas de piedra que extraía de un gran saco de cuero, en el que llevaba un suministro aparentemente interminable, que colgaba de su cuerpo escamoso.

La naturaleza de estos artilugios resultó evidente una vez que el nativo se alejó lo suficiente para permitir una investigación más cercana. Eran trampas para incrustar una punta de piedra en el cuerpo del que intentara seguir sus pasos. Debían estar puestas para animales en lugar de para otros nativos, pues podían ser fácilmente evitadas simplemente con seguir un camino paralelo.

Fuera de otras consideraciones, el hecho mismo de que tomara tal precaución convertía la situación en extremadamente interesante, y el robot recibió la orden de seguirlo con todas las precauciones posibles. El nativo caminó de tal forma unas cinco o seis millas, y durante el trayecto colocó unas cuarenta trampas. El robot las evitó sin problemas, aunque varias veces tropezó con otras que habían sido colocadas anteriormente. Los proyectiles no dañaron a la máquina y alguno de ellos se deshizo contra el plástico. Sin embargo, comenzó a observar los alrededores como si todo él contorno estuviera «minado».

Finalmente, el rastro le condujo a una colina redondeada. El nativo la subió con rapidez y se detuvo en un estrecho barranco que se abría cerca de la cima. Parecía buscar a algún posible perseguidor, aunque los observadores humanos todavía no habían identificado ningún órgano de visión. Aparentemente satisfecho, extrajo un objeto helicoidal del saco, lo examinó cuidadosamente con dedos delicados y desapareció por el barranco.

Regresó a los dos o tres minutos desprovisto de la carga del tamaño de un pomelo. Descendió de la colina y, evitando con cuidado sus trampas y las otras, se alejó en una dirección diferente a aquella por la que había llegado.

Los operadores del robot tenían que pensar con rapidez. ¿Debían seguir al nativo o descubrir lo que había estado haciendo en la colina? Lo primero parecía más lógico, pues él se iba, mientras que la colina siempre estaría allí, pero eligieron la segunda alternativa. Después de todo, le resultaba prácticamente imposible trasladarse sin dejar alguna especie de rastro, y la noche se aproximaba, por lo que no podría alejarse demasiado. Parecía bastante seguro el suponer que compartía la característica de los otros animales de Tenebra de quedarse inertes durante unas horas después de la calda de la noche.

Además, el investigar en la colina no llevaría mucho tiempo. El robot esperó a que el nativo estuviera fuera del campo visual y ascendió por la colina en dirección al barranco. Descubrió que éste conducía a un cráter no muy profundo, a pesar de que la colina no guardaba ninguna semejanza con un volcán; en el suelo del cráter yacían un centenar de cuerpos elipsoidales similares a los que el nativo había dejado allí. Estaban dispuestos con gran cuidado en una sola hilera y, a excepción de ese hecho, eran lo más parecido a las piedras desprendidas que los hombres habían visto en Tenebra. Su naturaleza real parecía tan obvia que no se hizo ningún esfuerzo para abrir ninguna.

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