1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 —A ver. ¡Siguiente! ¿Nombre?—decía la anodina y cruel voz del funcionario, quien se debía disponer a partir de ese momento a oír cualquier sonido en la más extraña de las lenguas, sin levantar siquiera su mirada del papel:
— Abdul, Abdalá.
—¿Apellidos?
— Abdul, Abdalá—insistía en colocar su apellido primero y luego el nombre aquel desorientado joven sirio-libanés, a quien de poco valían su inglés o francés correctos. Y desde entonces, aquel joven que se había llamado Abdalá durante los veintidós años de su vida, pasaba a llamarse Abdul o Asís, en lugar de Haziz. Asís como Francisco, o Pedro, según la voluntad y cultura del funcionario encargado del bautizo oficial, en su nueva identidad argentina a punto de estrenar. Y de allí, si había tenido la inmensa fortuna de llegar hasta este punto, al Hotel de Inmigrantes. Con habitación y alimentos para, al menos, cinco días reglamentarios. Un baño, o varios, charlas sobre geografía argentina, o salud en el hogar, como requisitos imprescindibles para recibir la cédula de entrada, es decir, la puerta que se abría a un país de dos millones y medio de kilómetros cuadradros.
Gorgonio Colinas y Rubio vio de inmediato, desde lejos, al funcionario de la embajada española, que le hacía señales de dirigirse al despacho del interventor de la Autoridad Portuaria.
—¡Abran paso, por favor! —dijo el navarro Ochandiano.
—Por aquí, Señor Colinas, por favor.
—Me alegra verle, Ochandiano—añadió Gorgonio cuando consiguió llegar hasta él después de un suplicio de empujones y calor exasperante.
En la mente de Gorgonio se instaló para siempre el cuadro completo de aquella noche con sus olores y sonidos, nítidos y claros, tras los cuales siempre aparecía un nudo en la garganta: quizás era la persistente idea de sus compatriotas abandonando España para dirigirse a un futuro que la cansada y convulsa Europa ya no podía deparar. Tal vez fuera aquel torrente humano del que había oído desangraba España lentamente, y que palpaba ahora de cerca, con sus miserias y dolores envueltos en ropas grises y negras o descoloridas simplemente. Tal vez era el magín infantil de Gorgonio, todavía impregnado con las únicas imágenes que conservaba de su tío, el capitán Colinas y Gaboto, héroe de las guerras de Cuba y Filipinas. Quizá era la sangre montuna que corría por sus venas, que todavía le cantaba aires de La Habana española al oído y le impedía darse cuenta de que Buenos Aires acababa de celebrar hacía poco los primeros cien años de independencia de la Madre Patria. O quizás, los ojos de aquella madre con un niño de pecho, separada ahora de su hombre y su otro hijo en las filas de los sanos y los no aptos…
—¡Vámonos, señor Colinas! Los papeles están en regla. Desde ayer.
—¡Ochandiano! Siempre es un placer verle les dijo el funcionario que les atendió, guardándose el sobre con rapidez…
—A usted y a cualquier enviado de la embajada de España.
Ochandiano se secaba agitadamente el sudor de su reluciente calva, haciéndose aire con el sombrero. Parecía impaciente por entrar en materia, habida cuenta de la fama de eficacia que precedía a Colinas. El capitán de navío Colinas, sin embargo, parecía más dispuesto a curiosear y a disfrutar. A seguir tanteando las perspectivas de salir del puerto maloliente y hacer justicia con la bien ganada fama de Buenos Aires, como ciudad de luces y sombras. Muchas sombras... Salieron del edificio cuadrado, todo un emblema del país nuevo al que servía de umbral. Casi había anochecido y las primeras farolas se reflejaban vivamente en el empedrado de la explanada principal. Bajo sus paraguas, se abrieron camino entre la multitud de viajeros, familiares, cocheros y mozos que parecían ir y venir sin entorpecerse unos a otros. Pero, ya en el exterior del puerto y antes de subirse al coche de la embajada española, seguro de que nadie les oía, Ochandiano abrió fuego.
—Bueno, Capitán Colinas. Vaya nochecita le ha tocado para llegar. ¿Cómo se encuentra después del viaje?
No hubo una contestación en palabras, pero torció el gesto lo suficiente como para dar a entender que no mal del todo, pero con muchas ganas de llegar.
—Por lo que me han dicho —comentó discretamente— las órdenes que ha recibido de la Casa Real son precisas y claras.
—Sigo sin ver algunas cosas claras, Ochandiano. Pero, sobre todo, lo que no tengo tan claro es el cómo hacerlo. Le agradeceré cualquier ayuda.
No, no era tarea fácil. Colinas pensaba, muy a su pesar, que encontrar a alguien que ha huído del país, se avenga a una charla amigable, se deje convencer y llevar a España de vuelta, para dejarse juzgar una vez allí, con la seria prevención de acabar en el paredón de un cuartel...No. No suele ser fácil.
—Vea, Ochandiano. Esto es lo que me entregó el propio rey al salir del palacio. Textualmente dice “Organizar la vuelta a España de los huidos, con el fin de canalizar de forma civilizada las acciones de las Juntas Militares de Defensa.”
—Sé que no es fácil, Colinas. Pero, si no estoy mal informado, creo que no le faltan apoyos. Si el mismísimo Rey Alfonso le ha llamado para depositar en usted la confianza de un trabajo delicado. Y eso es una garantía. La carta que yo recibí seguía.... “Merece la pena iniciar un esfuerzo de modernización del país. Hay que empezar por ser civilizados y dialogar...” En fin, Colinas, que hay que empezar con…el encargo, y quiero que sepa que puede contar con todo mi apoyo.
—Ochandiano, me parece mentira que le tengan a usted por un funcionario modélico y que, a su edad, no sepa de la distancia que hay entre la retórica de los documentos y la realidad que nos toca patear a otros…
Tras un incómodo minuto de silencio, en el que el vehículo ya había salido del puerto, Ochandiano carraspeó y preguntó:
—¿Ha leído todas las cartas, Colinas?
Colinas miró lleno de sorna a su acompañante, añadiendo todo el escepticismo que pudo ante la aparente inocencia del que se iba a convertir a partir de ese momento en su sombra, su ayudante, confidente y hasta cicerone en la ciudad de Buenos Aires. Y por fin le dijo:
—¿Todas las cartas? Si se refiere a las que me han hecho llegar desde la Oficina de Información, sí. Pero eran dos. Y muy escuetas.
—Me refiero al paquete que le envié no hace mucho...
—¡Ah, sí! Gracias, Ochandiano... Pero debo confesarle que no he tenido mucho tiempo para esas. Supongo que sabe que hemos andado un poco ocupados últimamente…Si no se lo han contado los desinformadores de su ministerio, debo decirle que incluso me enfrasqué en asuntos más políticos que militares, Ochandiano. Para cuando yo recibí su paquete acababa de volver a mi casa. Comprenderá que apenas he tenido tiempo siquiera de hacer una maleta para este viaje. Además —añadió Gorgonio volviendo al tema principal— usted y yo sabemos que hay encargos con veneno dentro. ¿Usted cree que lo que me piden que haga es posible? ¿Que yo convenza a personas duras y combatientes de que se dejen juzgar, con el único propósito de que contribuyan a construir un futuro mejor?
Gorgonio acababa de soltarle a Ochandiano un discurso que tenía ganas de soltar a alguien, y ya lo había hecho.
—Le pido que me perdone, no he querido culparle a usted, Ochandiano. Pero no me diga que no es como para tomárselo bastante mal.
Colinas sabía que tal vez no le debía ninguna explicación aquel hombre bonachón y achaparrado, con su vientre redondo elegantemente cubierto por su enorme panatalón gris. Quizá no se merecía la bronca que le estaba cayendo, pero, al verle allí en el puerto, tan seguro ante las autoridades portuarias, con su sobre conteniendo el soborno raudo y competente, se convirtió a ojos de Gorgonio en la imagen viva de ese Ministerio que acababa de enviarle a Sudamérica, a cumplir una misión imposible y ante el cual se consideraba indefenso. Para él representaba un castigo. Y que le fuera hecho por el mismísimo rey de España, lo hacía aún más ofensivamente doloroso.
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