—Me contó que tu padre no había estado jamás tan impetuoso y animado. No era un hombre al borde de la desesperación. Era un muchacho con toda una vida por delante.
—Mi padre era un hombre cansado de luchar por lo mismo siempre, Fulgencio—y aumentaba el tono de su voz a medida que pronunciaba el nombre de su amigo.
—Lo dejó escrito y firmado, Fulgencio.
—Él no pudo escribir esa nota. Le había escrito una carta a la Trini en la que le prometía ayudarla a empezar otra vida después de la guerra, cuando todo esto estuviera canalizado y funcionando. Un hombre derrotado no hace esas promesas, Pedro. Esa clase de promesa sólo la hace alguien que ve el futuro con ganas. La carta que ha escrito aparentemente tu padre dice que ... “aquí no hay futuro.” Que...
—¡Mi padre se ha suicidado, Fulgencio! Ya está—cortó secamente Montederramo—. No quiso seguir luchando... y añadió que el tiempo lo cura todo. Que no sufriéramos por él.
Sin haber terminado de decirlo, Montederramo sintió las manos de Fulgencio Colinas sujetándole los brazos y sacudiéndole para obligarle a escuchar.
—Tu padre no abandonó. A tu padre lo mataron. Y tú y yo lo sabemos —gritó casi al borde de desgañitarse. Y continuó, ya sin necesidad de comedirse ni mostrarse más tranquilo.
—Dos criados de tu finca ya me han dicho que vieron a un hombre alto y delgado salir de la casa con tu padre hacia el secadero. Un cuarto de hora después vieron a ese hombre cabalgar como el demonio, Pedro... Y tú y yo sabemos que ese es LeBarón.
—¿Tú también con la fabulación del asesino?—cortó Montederramo, con un gesto de cansancio.
Montederramo se sacudió los brazos con toda la fuerza que pudo, como si en realidad estuviese peleando por soltarse de la sujeción poderosa y fantasmagórica de su padre siendo víctima de un asesino, y se apartó de Colinas. Unos minutos más tarde, cuando pareció calmarse, quiso explicar sus sentimientos a su amigo con paciencia. Una paciencia de la que parecía incapaz tan sólo unos segundos antes. Necesitaba convencer a Colinas de que su situación era absolutamente ridícula. La guerra estaba acabando a trompicones, con el ejército español en derrota virtual, no sólo por las campañas y las balas, sino también por la humedad de la manigua, el hambre y las enfermedades.
—¿Qué quieres que haga, Fulgencio? Ya he mandado a mi madre y a mis hermanas a Méjico. Estoy sólo en la casa... Y estoy empezando a hartarme. Voy a seguir su camino.
Pasaron el resto de la mañana hablando de los nuevos secaderos que pretendía instalar Colinas. Madera nueva para humos nuevos, decía Fulgencio. Almorzaron a pie de obra, con los trabajadores y en camisa, levantando las pesadas cerchas con las poleas, o tirando de las yuntas de percherones. Cuando dieron por terminada la jornada y se sentaron a la sombra del primer secadero finalizado, se dieron a la broma tirándose en la alberca de agua, mojando a los remolones.
En ese instante la voz del capataz interrumpió la conversación de los dos jóvenes. Al galope todavía, gritó desaforado:
—¡Patrón! ¡Patrón! ¡Fuego! El secadero del río está ardiendo, capitán!
Los hombres se apresuraron hacia los caballos. Aquella cabalgada les llevó en un santiamén a las acequias tres y cuatro. Sobre la marcha decidieron que si llegaban antes que el fuego, había esperanza para los secaderos grandes: si las anegaban lo suficientemente rápido servirían de cortafuegos. Y los obreros podrían tener agua muy a mano para apagar el incendio. Pero al llegar descubrieron que estaban secas. ¡No era posible! Las acequias uno y dos, siempre llenas, puesto que servían de conducción para toda la finca, sólo llevaban ahora sendos hilillos de agua. Alguien ya había cortado el agua desde el canal principal, más de una legua cañada arriba, lo cual indicaba que ni a todo galope llegarían con tiempo de hacer nada por los tabacales. Pero sí tuvieron tiempo de ver la silueta espigada del jinete que se encaramaba a lo alto del Cerro del Pobre. Allí, en el cielo del crepúsculo, cortábase su perfil perfecto. Descabalgó y tras levantar los brazos, les dirigió una muy gesticulada reverencia de sombrero.
—¿Sigues pensando que tu padre se ha suicidado? ¿O te hace falta alguna prueba más?— declaró Fulgencio al tiempo que clavaba las espuelas al caballo para salir tras él.
Pero la persecución fue infructuosa. Cuando Colinas llegó de vuelta a la casona de La Danila eran más de las dos de la mañana. Montederramo y el capataz se despidieron con pocas palabras, no sin antes trazar las líneas de lo que harían al día siguiente. Desensilló al fatigado caballo. Mientras lo acariciaba para calmarlo, pasaban por su mente las miles de ocasiones en que se había encontrado con el francés, y se arrepintió de las mil veces que pudo haberle matado en el acto. Y no haberlo hecho. Con sus propias manos.
En sus antiguas andanzas, el francés y Colinas se habían encontrado en algunas ocasiones. Como aquella en la que Fulgencio Colinas le había humillado delante de muchos en el lupanar de la Trini, una noche que LeBarón se estaba excediendo con una de las pupilas. A punta de sable, Colinas y otro joven alférez que le acompañaba habían obligado al francés a pedir excusas a la chica y a pagarle un extra para resarcirla del disgusto. Otros terratenientes presentes rieron la gracia del joven capitán y del alférez. Aunque muy pronto tuvieron que arrepentirse puesto que la venganza del marsellés no se hizo esperar y llegó en forma de campos quemados, casas destrozadas y criadas violadas sin la menor de las contemplaciones. LeBarón jamás se permitía dudar de que había que salvaguardar una fama arduamente ganada en Cuba.
Fulgencio subió las escaleras de la casona pesadamente, acusando un cansancio menos físico que de ánimo. Entró en el vestíbulo. La cabalgada detrás de la sombra de LeBarón había sido inútil. Tan inútil o más que la lucha que mantenía consigo mismo: dos mitades irreconciliables que estaban llegando al final de su relación. El cosechero cubano hasta el tuétano, contra el capitán del ejército gachupín. Y ya comenzaba a hacer mella en su ánimo, dinamitando las que ya empezaban a ser escasas fuerzas. Resonaban los ecos de la sentencia de Montederramo: “...esa España te ha abandonado...” No. Eso era imposible. Hay desconcierto, eso sí. Pero no nos han abandonado a nuestra suerte, pensaba. Había restos de ceniza por todo el salón y Colinas tuvo que sentarse unos segundos al pie de las escaleras para recuperar el resuello, en medio de un ataque de ira. Sentado sobre los peldaños de mármol, se sujetaba las sienes porque pensaba que estaban a apunto de estallar. Un minuto después, se levantó y observó de cerca un retrato de sus padres, sentados en dos grandes butacas de mimbre trenzado, en la era de la finca, con los secaderos al fondo. A la izquierda, aparecía Fulgencio con apenas dos años, en brazos de Ramona, el aya negra que le había cuidado hasta que marchó a España para asistir a la academia militar de Toledo. Y en el centro, entre sus dos padres, las dos hermanas mayores, Luisa y Caridad. Justo a la derecha del cuadro familiar, había otro en el que aparecía Fulgencio, con su traje de alférez, y el Alcázar de Toledo de fondo. Tenía Fulgencio varias fotos de su vida de alférez en la academia y algunas de guerra en África. Notó que faltaba una foto. No era de las más antiguas, sino de las que se había sacado recientemente con algunos oficiales amigos. Todos de uniforme y algunos de ellos recién llegados a Cuba. La escena mostraba precisamente a los recién llegados en el puerto de la Habana, con la fragata al fondo.
Cuando creyó que había conseguido ahuyentar el deseo de arrancar aquellos retratos de la pared y quemarlos con los rescoldos vivos de los secaderos, se levantó y empezó a subir las escaleras, en busca de lo único seguro que le quedaba en la vida.
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