—Tengo entendido que la compañía Lesseps quiere construir definitivamente el canal del istmo en Panamá. Y usted conoce bien al vizconde y a sus socios.
—Caballeros, perdón, por favor. Antes de que prosigan, quisiera advertirles que no subestimen a la Compagnie Lesseps, es decir, al vizconde.
—No. No, monsieur LeBarón. Nada más lejos de nuestro ánimo. Antes al contrario, creemos que la empresa llegará a término, por mucho que puedan oponerse algunos.
—En fin. Ustedes piensan que la Sociedad de Producción que quiere hacer el señor Colinas utilizará el canal para comerciar con Oriente, ¿verdad?
—Podría ser. Pero deberían resistir hasta la terminación de la obra. Nosotros estamos interesados en el canal para un futuro próximo. Queremos que los productores no resistan hasta ese momento. Debemos evitar que el proyecto de Colinas llegue a buen puerto. Cuba es casi nuestra, pero necesitamos deshacer la unión de los españoles de Santiago. Lo que ignoramos es cómo hacerlo.
En ese momento, Kensington cortó a su socio con la mirada. No quería precipitar la decisión del francés, ni estaba seguro de poder convencerle rápidamente. Sabía que un parpadeo de más en los ojos de LeBarón podía acarrearles un disgusto y era la hora de la prudencia. Pero McFinney no poseía el mismo temple que su socio, y creía que su vehemencia les ayudaría. Y continuaba su discurso.
—No sé. Parece que los españoles están llevados por motivaciones ajenas a lo puramente comercial, y eso nos tiene desconcertados. Están perdiendo dinero a raudales, y no comprendemos cómo empresarios que saben el valor del dinero se muestran tan decididos a perderlo. Hemos intentado incluso pagar las tierras por encima del valor de mercado, y hasta... en fin, ahogar a algún productor con deudas. Es obvio que algunos de ellos se han rendido. Pero nos interesa —sobre todo— Colinas, además de algunos de sus amigos que le apoyan: Joaquín Montederramo, Juan Perelada.
—Supongo que ya han advertido ustedes que algunos medios están agotados. ¿Y que no me dejan mucha opción en cuanto a los recursos a utilizar?
—Jamás hemos dudado de su capacidad para descubrir nuevos métodos y de su creatividad, monsieur LeBarón. Considérese desde ya, si lo desea, colaborador asociado de Kensington- McFinney. Cuente con nuestra más incondicional aprobación de cuanto haga.
El intercambio de cortesías de despedida contrastó con la frialdad del recibimiento. Media hora fue más que suficiente para trazar un acuerdo inviolable y rotundamente cerrado.
— Au revoir !—saludó el marsellés al joven bostoniano, a quien despidió además con una suave caricia y un pellizco en la mejilla, tras acomodarle el nudo de la corbata. El olor del dinero y la incipiente entrada en acción excitaba los instintos del alma de LeBarón. Dulce. Como la caña.
28 de Abril de 1898
Fulgencio Colinas se había levantado muy temprano esa mañana. En el gran escritorio de su despacho, junto al ventanal que ya volcaba luz del este, miraba los planos de sus fincas y los secaderos de tabaco, para buscar la mejor ubicación de otros nuevos, más modernos. Sus comentarios de futuro sonaban como fantasías infantiles a oídos de Pedro Montederramo. Éste soltó ruidosamente la taza de café sobre la bandeja, y manchó los planos. Quería despertar de sus ensoñaciones a su amigo, con la guerra en marcha y la situación de la mayoría de ellos. Colinas se negaba.
—La Danila es una de las fincas más extensas de Santiago y también la envidia de mis compañeros. Tengo el río Cauto. Esta finca va a ser productiva y rentable ahora y después—repuso Fulgencio Colinas como si estuviera convenciéndose de ello a sí mismo.
—Y además, es mía. Mi familia lleva aquí más de cien años, Pedro.
—¡Yo ya no puedo seguir perdiendo dinero, Fulgencio!—dijo Pedro Montederramo. Y continuó amargamente:
—No puedo seguir perdiendo dinero. ¿Cómo le voy a contar a mi madre que somos capaces de seguir con todo esto, sin dinero, después de llevar aquí cuarenta años trabajando? Mira, Colinas, cuando descolgaba a mi padre en el secadero de tabaco fui el primero en leer su carta —se ensombreció el rostro de Montederramo.
—¡Por Dios! La tuve que sacar yo mismo del bolsillo de la camisa. Decía que renunciaba a seguir luchando por un proyecto que le era ya más ajeno que propio.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Abandonar la cosecha y la finca?— preguntó Colinas.
—La carta iba dirigida a mí, Fulgencio. No a mi madre ni a la familia. Tenía mi nombre...
Pasaron unos minutos en los que Pedro Montederramo se liberó del nudo en la garganta.
—Sí. Me voy a ir —contestó Montederramo.
—Y tú, ¿qué vas a hacer, Fulgencio? Si ya ni debes saber qué hacer con tu propia vida... Sí, de acuerdo que eres criollo y que todo esto es tuyo, pero también eres capitán del ejército español, y ahora todo esto te tiene atenazado... Tienes que tomar parte ya de una vez, Colinas. Abandonar las fincas y las cosechas a su destino nos va a liberar de esta tortura. Mis vecinos han malvendido ya hace tiempo todo lo que tienen y han optado por la retirada. Nosotros no podremos ni tan siquiera malvender, Fulgencio. Ya no podemos creer en un final favorable de la guerra. Los yanquis pagan lo que les da la gana, cuando pagan. Esto es... América, Fulgencio. Tu país ya no es España. Esa España en la que tú tanto crees... te ha abandonado.
Fulgencio se hallaba esos días a la espera de instrucciones de sus superiores para incorporarse a su batallón en la guerra con Estados Unidos. En un arranque patrio, más dedicado a sí mismo que a su amigo, le espetó:
—¿Te atreves a pensar qué diría tu padre si te oyera hablar así?
—Mi padre ya ha mostrado con suficiente claridad su punto de vista, Fulgencio. Y todavía me cuesta creerlo. Pero voy a seguir su voluntad.
—La voluntad de tu padre era seguir adelante con la Sociedad de Cultivo y Producción.
—Esa es tu voluntad, Fulgencio, y ese empeño llevó a mi padre a la desesperación. Deja ya de jugar al héroe andante. Este es otro mundo, Colinas. No estamos hablando de estrategias de guerra que has aprendido en tu academia. Esta no es una guerra de bayonetas. Esto ya es otra cosa. El oro y el dinero: los dólares de Estados Unidos. Los campos de batalla son ahora de parqué, en Wall Street de Nueva York. Si no vendemos a los americanos nuestra caña y nuestro tabaco, ¿a quién se lo vas a vender? ¿Es que todavía crees que los japoneses o los chinos te van a solucionar tus problemas? ¿Y que los americanos se van a cruzar de brazos, mirando como vendes tus producciones a los mercados orientales?
Hubo treinta segundos de silencio junto a la mirada de Fulgencio y Montederramo. No había ruegos ni cansancio en ellas. Sólo había un deseo sordo y triste que se abría paso a duras penas como un arado roto en tierra seca. Acercándose al enorme ventanal, el capitán Fulgencio Colinas trataba de imaginar un futuro próximo y hablaba a su amigo.
—Tu padre pensaba que nuestra idea era viable, Pedro. Dos días antes de morir, yo mismo estuve hablando con él sobre el futuro del canal de Panamá. Tenía unos deseos de seguir avanzando y luchando, Pedro, que no veo en ti, siendo más joven y aventurero.
Pedro sabía lo que Colinas iba a decir a continuación. Y su ruego silencioso de discreción no tuvo respuesta. Fulgencio continuó.
—Tu padre había estado con la Trini esa noche, Pedro. He hablado con ella.
Montederramo se acercó a la ventana, hombro con hombro junto a Fulgencio, para no oír de frente el testimonio de las andanzas de su padre.
—Bastantes problemas causó ya esa Trini en mi casa, Colinas. No los agraves tú ahora —dijo en voz baja.
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