Juanjo Álvarez Carro - Cruz del Eje

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El capitán español Fulgencio Colinas, tabaquero en la Cuba de 1898, muere a manos de un mercenario francés, en plena guerra con los americanos.Años después, en el verano de 1917, España está sumida en los disturbios que enfrentaban al pueblo y a la monarquía. Curiosamente, las Juntas Militares de Defensa apoyaban ahora reformas que coincidían con las que la sociedad deseaba. Algunos de esos militares rebeldes huyeron del país en busca de otra vida. Pero Alfonso XIII decide mandar a Gorgonio Colinas, del servicio secreto, a Argentina a buscarles.Se habían vuelto necesarios en la conciliación que el rey pretendía. Dos meses después, el capitán Gorgonio Colinas acaba encontrando en la ciudad de Cruz del Eje al militar que buscaba, pero tambíén a una verdad reveladora e inesperada.

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Langston, Thomas: Heredero de la familia Langston, afincada en Balcarce, Buenos Aires.

Laudin, Aurelio: Gobernador de la provincia de Córdoba, en República Argentina.

Lebarón, Jacques: Aventurero y mercenario marsellés.

Lezama do Val, Plácido: Coronel del Ejército de Tierra de España. Ingeniero de Caminos.

Ochandiano Bermejillo, Fernando: Secretario de la Embajada de España en Buenos Aires desde 1913 hasta 1926.

Queiruga, Felisindo: Empleado fiel y amigo de José Ramos.

Ramos Ribadulla, José: Próspero empresario gallego. Influyente en la ciudad.

Ulovich: Uno de los líderes de las movilizaciones ferroviarias.

Verdaguer, Jacinto: Director de Largos Recorridos de los Ferrocarriles.

Verdes, Macarena: Propietaria de un lupanar en Cruz del Eje, hacia San Marcos.

Yasante: Uno de los líderes de las movilizaciones ferroviarias.

Proemio

Virreinato del Perú

Còrdoba de la Nueva Andalucía, 1572

(30 leguas al noroeste de la ciudad argentina)

Cuando volvió en sí, el sol le hincó alfileres en los ojos, espantando el recuerdo de Lucía. La imagen de su cara, real y cercana, se desvaneció al instante. Así, tumbado sobre la carreta, no le dolían tanto los ganchos del coleto ya clavados en la carne como ga­rrapatas.

—¡Voto a Dios! ¡Que hace calor en el infierno!—balbució con un quejido mortecino de su boca.

—¡Vive Dios, que el salvaje golpeaba con fuerza!—recordaba con dolorosa crudeza—. ¡Seré yo quien no vivirá si no dejáis de mover tanto la maldita carreta, hideputas!

El golpe que llevaba el capitán en el costado había abierto una brecha de una cuarta cumplida y mostraba algunas costillas con fracturas que se clavaban como dientes. Eran las huellas de la macana del cacique Olayón.

—¡Vuestras heridas no son para menos, Capitán! —quiso animar el sargento— Pero el salvaje también tuvo lo suyo y ya os precede en el camino al campo de Josafat, señor.

Al instante, el sargento arreó en voz baja hacia el soldado:

—¡Pardiez, que avives el paso, Aguirre. Aún nos quedan dos leguas hasta la Encomienda!

Y blasfemó el cabo Lucena.

Y así, cada piedra, cada vuelta de la rueda mortificaba al capitán herido, que profería alaridos como si el mismísimo Satanás le retorciera el coleto con cada tropiezo. Pero a pesar de los dolores, sus alucinaciones le hacían dedicarse a espantar el envite de la guadaña con recuerdos.

—¿Sabéis, cabo Lucena, lo que solía decir mi padre? Mi padre me decía que la vida de este lado de la mar océana nos iba a cambiar a todos. Que en estas tierras nada bueno hay para nosotros ¡Por los clavos de Cristo! ¡Demudado él! Por ver el rostro de ese cacique salvaje ante nuestros caballos españoles mereciera ésta y otras gestas la pena de padecerlas… ¡el hideputa infiel!

Y lanzó un grito aterrador de dolor con la última piedra del camino.

—¡Madre! ¡Madre! ¡Quitadme esta espina, madre! ¡Que duele! ¡Lucía!¡No me dejéis, Lucía! ¿Has visto la mirada del salvaje, madre? ¿Has visto con qué decisión y tierna apostura besó a su hembra y a sus hijos antes de combatir conmigo?

—¡Sosegaos, capitán! ¡Perdéis mucha sangre!— intentaba aquietarle el cabo Lucena, acomodando los empapados paños a la herida.

El brazo derecho del capitán hacía un movimiento fijo, como un acto reflejo, al ir a buscar su espada al costado, que siempre encontraba vacío. Segundos más tarde, volvía a buscar la empuñadura y sollozaba de impotencia al comprobar lo vano de su empeño. Tras escupir sangre, se agarraba al brazo del cabo para reclamar su atención y también su comprensión.

—Se enfrentó a mí con una macana. Mi toledana y mi coleto para una ma­cana infiel. ¡Malhaya!

—Amén —sentenciaba siempre el cabo Lucena.

Desde lo alto de la loma que acababan de coronar, a media milla, vieron un soto que decidieron sería el mejor lugar para descansar unos minutos a la sombra de los árboles y, después, atravesar el río. Para cuando lo alcanzaron, los delirios del Capitán Valente de Medina y Antequera le llevaban ahora a su época de alférez en el ejército. Antes de disponerse a cruzar el río, se detuvieron unos instantes a enjugar con el agua fresca y limpia las heri­das sangrantes del capitán. No vendría mal tampoco sacudirse el polvo y el sudor, que resquebrajaban la piel, ya bastante roja por el sol. En esos momentos, de pronto, se hizo el silencio. Inesperadamente, como cuando llega el soplo negro de la muerte. El sargento Galán, el cabo Lucena y los cuatro soldados de Su Majestad que les acompaña­ban, se levantaron de su reposo como intentando averiguar la causa de la quietud que acalló incluso a las chicharras. El río parecía querer emular la serenidad fría de aquel momento y la imagen de los soldados bajo los árboles se repetía sobre el manto quieto de agua, como una burla temblorosa. No se oía ni el vuelo de los in­sectos. Aquel soplo gélido recorrió la espalda de los soldados. Pero callaron. Por un momento sospecharon fuera una celada de los salvajes, quienes querrían vengar a su cacique, o tal vez podría tratarse de alguna alimaña nueva y horrorosa del nuevo mundo. Pero nada ocurrió. El sargento dio por terminada entonces la pausa, y comenzaron a andar para atravesar el río con la carreta. Al llegar a la parte más honda del vadeo, la carreta se movía con una lentitud penosa. Y, de pronto, las mulas se detuvieron.

La boca del capitán se abrió. Los músculos se tensaron expulsando las venas del cuello, que mostraba nudos fibrosos enrojecidos por el esfuerzo, como para dejar salir el más espantoso de los gritos de dolor. Pero no se oyó más que un sordo y entrecortado suspiro. En ese punto, el eje de la carreta se partió. Y Medina expiró.

Sueltas las mulas, el sargento Galán y el soldado Aguirre arrastraron el cuerpo del noble an­daluz hasta la orilla. Se vieron obligados a usar cantos rodados de la riera para darle la más digna de las sepulturas, sin palas ni picas. Con el duro y seco suelo era imposible pensar en otra opción. El cabo Lucena sintió la necesidad de cristianar el lugar de la muerte del capitán Medina y Antequera. Llevaban largos meses desde que llegaran al nuevo virreinato, aquella tierra infestada de salvajes, pero aún así el cabo mantenía redivivo el recuerdo de su madre en el lecho de muerte, pidiéndole que orara. Que nunca se olvidara de rezar.

Fiel a la memoria de su madre, con astillas rotas de la carreta, dejó hecha y clavada en la tumba de piedras una cruz hecha con el eje.

LA HABANA (Cuba)

Marzo de 1898

De todas las veces que Tincho Malán —el aguador vendedor de periódicos— había visto a Jacques LeBarón, aquella fue la primera que le vió tan apresurado. Acostumbrado como estaba a la miseria y a su olor, el zagal percibía en la nariz del francés, en las arrugas del rictus, que había hallado el rastro de un negocio.

Los que le veían frecuentemente en el Círculo Mercantil de Santiago de Cuba le conocían una propensión irresistible a hacer las cosas a la fulera. Y entre los terratenientes de Santiago que merodeaban la compañía de aquel francés vestido de negro riguroso, además, sabían que lo mejor era dejarse querer por él. No estaba la cosa para despreciar una mano amiga cuando había que hacer una visita a alguien y recordarle sus debe­res. No llevaba todavía mucho tiempo exiliado en Cuba, cuando el marsellés ya había exhibido buenas muestras de sus cualidades profesionales en la huelga de la zafra de 1886. En aquella ocasión, había conseguido romper la unidad de los trabajadores de la caña, haciendo uso de sus mejores artes. Tiempos idos.

—Buenos días.¿Un vasito de lo barato, mesié?

—Hoy tomaré vino español en el Círculo, Tincho —contestó en un alarde de magnanimidad, haciendo volar una moneda de real hasta el niño.

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