José María Bosch - Cala Ombriu, 2085

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Cala Ombriu, 2085: краткое содержание, описание и аннотация

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Finales del siglo XXI. Bajo las cadenas de una sociedad terriblemente desigual, Daniel Trujillo, persona involucrada en quehaceres públicos, mantiene abierta, en el verano de 2.085, una investigación sobre las extrañas consecuencias del accidente de un niño ocurrido dos años antes. Aquel percance provocó su desgracia al quedar situado en el punto de mira de un Sistema perverso; sistema que, al mismo tiempo, atrapa a otro niño, al unir ambos destinos en una espiral de dolor y de muerte. Ahora, en la Cala de Ombriu, el azar reúne, este mes de Junio, a la mayoría de personajes de nuestra historia. Daniel Trujillo se pregunta hasta donde puede llegar la ambición del Poder… Teme que quizás sea capaz de inventar algo todavía más aberrante que el incalificable mercadeo de órganos humanos… ¿A qué niveles de deshumanización puede arrastrar la desigualdad social? La trama de la novela se combina con escenas entrañables del día a día, que proponen entrever un resquicio de esperanza. El autor nos traslada a 2.085, sin pretensiones de adivinar, ni establecer, estridencias futuristas ni suposiciones aventuradas; no es el propósito que se persigue.

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Después nos han metido en un pequeño cine, nos han atiborrado de chucherías y ha comenzado la proyección de “pelis” que no eran otra cosa que publicidad de la casa, con chicos, chicas, playas y barcos. Cuando estábamos viendo algo más serio —unas plantaciones en África que suministraban los néctares de la fórmula de la bebida—, se ha abierto la luz y, de repente, han parado la sesión. Por la puerta pegada a la pantalla había entrado otro señor que debía de ser mucho más importante que los que nos han acompañado todo el rato. He comprendido que el cine sólo ha servido para hacer tiempo mientras esperaban su llegada. “Entonces… se supone que viene a vernos a nosotros” —he pensado en ese momento—. Detrás iba una chica joven, que llevaba una cartera y unos papeles y no nos perdía de vista, como si buscara algo. Con mucha educación se han presentado, han dicho que eran ejecutivos de la firma y nos han pedido perdón por el retraso y por haber cortado la proyección que, nos han prometido, podríamos ver después. Solo querían saludarnos y conocernos. Venían de la capital y pensaban que era bueno ver a una representación de la juventud de la comarca. La chica ha comenzado a leer nuestros nombres en un papel y, entonces, nos daban la mano. Casualmente, a mí me han llamado el último y cuando me he adelantado, y me han visto, os juro que les ha cambiado la cara a los dos —a él y a ella—, aunque han intentado disimularlo lo mejor que han podido. Yo he aguantado y he mantenido extendida mi mano para ver como acababan de reaccionar aquellos personajes. El ejecutivo me la ha cogido con la suya y me ha sonreído un poquito: “no nos lo tengas en cuenta; eres muy joven”, me ha dicho. Nos ha invitado a sentarnos otra vez en las butacas y él se ha quedado plantado, allí delante. Ha hecho preguntas sobre el colegio y sobre mi cuadrilla y también por las travesuras que se supone que hacemos en las correrías. Estábamos distraídos en ello cuando ha vuelto a entrar su ayudante, que había desaparecido, y me ha pedido, directamente, que la acompañara un momento afuera. Al atravesar la puerta he visto que estaba esperando, de pié, otro mandamás que, por su aspecto, seguro que era el jefe supremo de la fábrica. Me ha dirigido su mano y, cuando la he chocado, he notado la presión pero, esta vez, ajustada al tamaño de un niño de catorce años. Efectivamente, se ha presentado como el director de la factoría y quería conocerme porque la invitación iba dirigida, expresamente, a mí. Me ha explicado que para hacer la elección habían escogido una escuela al azar, al igual que el curso, la clase y el número de alumno. Esto forma parte de una estrategia publicitaria por la que quieren enseñar sus naves de fabricación y envasado a los escolares de la comarca; a cuantos más mejor. Nos hemos sentado en unas butacas que había allí mismo y la chica se ha quedado, de pié, delante de nosotros. Hemos hablado un buen rato y me ha preguntado, con mucha educación y mucho tacto, por mi accidente, por cómo me lo había hecho y a qué despacho de cura me llevaron. Al final ha querido saber si yo conocía Galicia y si había estado en un sitio que se llama Fisterra, pero yo nunca he viajado tan lejos. He querido saber el motivo de la pregunta y me ha contestado que eran cosas suyas, que no me preocupara. La verdad es que me he preocupado un poco, hasta que lo he olvidado. También me ha preguntado si sabía lo de la avería de hace unos días, cuando de sus máquinas no salían los botes de aKqüa-T y duró todo el día aquel desastre. Le he contestado, sin ninguna vergüenza, que sí, y que yo me quedé esperando frente a la máquina de la estación de mi pueblo porque, cuando ya había sacado dos botes, no salió el tercero que había pedido. Después de todo esto ha hecho una señal a la chica, que se ha dado la vuelta y ha entrado al cine, saliendo, enseguida, con su compañero y con los chicos que parecían amodorrados. El jefe se ha despedido de todos nosotros, sin mostrar prisa y de una forma muy cordial que será como lo hacen los altos cargos como él. La pareja también nos ha dicho adiós y nos ha dejado con los dos empleados que han estado siempre con nosotros. Hemos salido afuera donde nos esperaba el autobús con el mismo conductor. Nos han despedido, uno a uno, mientras íbamos subiendo, y, todavía, nos han dado más regalos que no sabíamos dónde guardar. No hemos vuelto al colegio porque ya era tarde y tenían orden de acercarnos a nuestras casas, así que ha tenido que parar dos veces en los sitios que le hemos dicho. Habríamos ido cargados, muy incómodos, con todos los regalos, si no fuera porque son muy previsores y en el autobús había suficientes bolsas para guardar toda la cantidad de cosas que nos han dado. No se me va de la cabeza la cara que han puesto los dos ejecutivos cuando me han nombrado y me han visto el brazo. Además, estoy seguro de que el mandamás ha venido, adrede, a saludarme, por algún motivo. No entiendo nada. ¿Qué les puede importar mi accidente? ¿No se estarían riendo de mí? No lo creo, no puede ser. Es absurdo.

Bueno, prefiero no volver, ahora, a mi casa con estos pensamientos tan raros. Jorge debe de estar a punto de cenar. Voy a hablar con él, a ver si me animo un poco y, de paso, que me informe sobre la excursión a Capfoguer… ¡Ah!... y también dijo algo de un eclipse que tendremos pronto.

4. LUÍS IGLESIAS, I “He recorrido 300 kilómetros”

He recorrido 300 kilómetros por una autovía que no ha visto un bote de asfalto en 25 años; he tenido que ir sorteando agujeros y esquivando a pobres animales que, después de atravesar la valla obsoleta, podían acabar estrellándose contra mi coche.

Ocurren muchos accidentes que ocasionan muertes y destrozos, por eso los conductores hacemos bien en pensarlo dos veces antes de salir de viaje. Hablo con conocimiento de causa porque mi trabajo tiene que ver con los seguros. La gente suele utilizar las vías ordinarias que son las que atravesaban los pueblos, pero, ahora, se han convertido en calles y bulevares que obligan a una marcha lenta porque siempre existen imprevistos que te entretienen. Tampoco hay forma de establecer un horario porque, en una aldea remota, a mitad de camino, puede ocurrir, casualmente, un acontecimiento que corte la carretera durante unas horas o un día entero. Pero, en cualquier caso, no se producen las graves colisiones que vemos en las vías rápidas. Bueno… eran rápidas hace muchos años, quiero decir.

Hoy, al acceder por un desvío obligado, ha pasado lo que me temía: he tenido que ir muy despacio detrás de un grupo de gente. Se trataba de la comitiva de un entierro. Llevaban al difunto desde la iglesia al cementerio y caminaban en procesión por la calle principal para acompañarlo, en su último paseo, por los sitios que lo vieron vivo. Era un espectáculo que no presenciaba desde mi niñez cuando se convirtió en costumbre incinerar a los muertos y, como consecuencia, fue desapareciendo, poco a poco, este tipo de pasacalles. Al tiempo que iba viendo cómo las últimas personas de la hilera hablaban y gesticulaban de forma teatral y exagerada, yo razonaba, para mí mismo, cómo, hace diez o quince años, se finiquitó la práctica de quemar a los muertos. Eso ocurrió en el momento en que los curas achacaron el motivo de la disminución del “temor de Dios” a la falta de visitas a los cementerios: a fuerza de distanciarse de la morada física de los que ya no están, la gente también se distanció de los horrores del infierno y perdió el miedo que es necesario tener para someterse a la confesión y aspirar a las vocaciones. Un obispo avispado hizo —avispado, je, je—…hizo una regla de tres y dio con las causas y los remedios: hay que enterrar a los muertos como se hacía antes. Se movieron unos cuantos hilos, se puso a la gente en su sitio y les convencieron de lo correcto de la costumbre antigua. ¡No son ellos nada, puestos a convencer!

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