La cala de Ombriu se moldeó en un corto espacio de tiempo de cuarenta millones de años. Antes era una playa de arena que, poco a poco, se transformó en lo que hoy conocemos: un abrigo a resguardo del Mediterráneo y de los vientos de poniente, arropada tras una montaña que surgió de la nada y fue empujada hacia arriba, vete a saber por qué clase de ímpetu volcánico.
La vida resulta fácil, acurrucada en unos límites acogedores y confiada a la serena vigilancia de las peñas que, desde lo alto, dominan el horizonte y perfilan el contorno de la cima…
—¿Papá, qué haces?
—¿Te he despertado Miguel?
—No sé… Estaría soñando, ¿pero qué pasa?
—He abierto un cajón. Buscaba unas fotos.
—¿Ahora?...
—Sí, ahora... ¿Has descansado?
—Creo que sí… Me parece que ya estoy bien.
—Si te quieres levantar bajaremos a tierra, a ver cómo está la cala.
—Sí, bien… pero ya iremos después… ¿Vale?
—Como quieras; yo te espero.
—…
Las empinadas sendas que bajan del monte constituyen la única forma de llegar desde tierra. Fueron talladas en la roca caliza por los pobladores iberos de hace 2.500 años y ahí permanecen, indiferentes e inmutables, en eterna alianza con el mar y el tiempo, bajo la densa sombra de los pinos piñoneros.
Dicen que en esos caminos se pueden leer trazas, propias de herramientas primitivas, que se podrían datar en no menos de 14.000 años.
La escala humana de este paisaje es capaz de convertir al que llega por primera vez en algo parecido a un inquilino estable, en alguien que intenta recordar cual fue el día en que ya estuvo aquí, porque todo le parece familiar y cercano, impregnado de una serenidad que apacigua, que libera el carácter y que vacía el ánimo de resentimientos y del lastre sobrante que solemos cargar las personas. Pero, en cambio, se siente el tirón de la naturaleza que reclama el recuerdo ancestral de cuando, ella y nosotros, éramos uña y carne —la madre hermana Tierra— y nos sumergimos en una atmósfera transgresora de lugares y de tiempos, acomodados en un espacio sin dimensiones, sin tiempo, sin horas, donde podemos dominar el curso de nuestra verdadera existencia.
¿Ves? Esto es lo que decía la publicidad sobre esta cala “maravillosa”…
Ahora, echo de menos no haber subido alguna vez por estas sendas, y quemarme las manos, bajo el sol, en los asideros de piedra que tallaron aquellos hombres antiguos. Lo echo de menos, pero ya no tiene remedio. Y, también, todas las ocasiones en que podía haber llegado hasta la cumbre y respirar el aire tranquilo de los pinos.
—Miguel…
Todavía duerme; esperaré un poco más para que coma algo…
Cuando veníamos lo hacíamos por mar, igual que ahora, con esta embarcación de baterías contaminantes, y fondeábamos tan cerca de la costa que las idas y las venidas las hacíamos a nado. En las ocasiones en que sabíamos que el bar disponía de rancho para todos, y también de fruta fresca, nos mirábamos, alucinados y agradecidos, preguntándonos si podíamos pedirle algo más a nuestra suerte. Solíamos traer suficientes provisiones pero, si yo tuviera que decidir la que fuera mi última comida, me quedaría, sin duda, con el plato de ensalada que nos ofrecían estos amigos de la cala de Ombriu: lechuga, tomate, cebolla, aceite de oliva… sin pepino, si la compartiera con mi hijo… sí, perdona… nuestro hijo.
2. DANIEL TRUJILLO, I Dos años antes, Junio de 2.083
—Salvador, esperaba tu llamada.
—Sí Daniel, soy yo… te avisé.
—Sí, de acuerdo; puedes hablar, es seguro… Me alegra oírte… ¿estás bien?
—Sí, estoy bien, pero me parece que no te gustará lo que voy a decirte… Es grave.
— No descansan… ¿verdad?
—Sabes que no.
—Dime lo que sea; creo que ya no me sorprenderá nada…
—Mira, posiblemente van detrás de otra víctima… ya sabes. Están intercambiando correos como si se hubieran vuelto locos; en unos deciden cómo van a repartir los beneficios y en otros cierran acuerdos con posibles compradores… Mi empresa, como siempre, es la más ambiciosa y se quiere llevar un buen trozo del pastel.
—Esto no va a terminar nunca; pensaba que habían aflojado un poco pero lo que ocurre es que no nos enteramos de sus movimientos.
—Ese me temo…
—¿Sabes qué es lo que traman?
—Bueno, las precauciones que toman son muy grandes pero he podido averiguar que se trata de un chico joven que se hirió en una mano hace poco más de una semana. Lo que sí es seguro es que fue en la cala de Ombriu.
—¿Ombriu, en Capfoguer?
—¿Conoces el sitio?
—Un poco…
—Bueno, te concreto: fue cuando tomaba el baño, a unos metros de la orilla; por eso no se ahogó.
—¿Sabes su nombre?
—No, no lo sé; y puedes creer que lo he intentado todo, sin resultado. Tal vez, solo podamos averiguar algo si partimos del lugar del accidente: alguien tiene que saber algo.
—Si fue en Ombriu, como dices, es posible que tengamos una posibilidad…
—Explícate…
—Tú no conoces al Páter. Es un cura, gran amigo mío y, prácticamente, el dueño del colegio de Beniample, pueblo que no está lejos. Su hermandad posee una casa en la playa, en Capfoguer, y sé que la utilizan para organizar excursiones con sus alumnos; puedo hablar con él.
—Bien Daniel, yo continuaré indagando, pero este caso lo tienen muy bien encauzado y ya no pasarán mucha información entre ellos; no quedan demasiadas posibilidades de conseguir algo.
—Pero, de momento, no sabes lo que buscan ni lo que pretenden, ¿no es así?
—Ya te he dicho que no sé nada más, pero se han dado el plazo de unos días para resolver el tema. Tenemos la suerte de que a mi jefe le gusta ser el último en dar el puñetazo en la mesa: le pierde el orgullo. Si hace esa llamada yo estaré esperando y lo puedo pillar.
—Bien… pero recuerda Salvador: nada de papeles en el sitio de trabajo; guárdalo todo en tu cabeza. Si consigues algo, me avisas y nos veremos cara a cara.
—Cuenta con ello y no te preocupes.
—Sé prudente, no debes confiar.
—De acuerdo. Quédate tranquilo… de verdad… y habla con tu cura, que yo me cuidaré solo. Te mando un abrazo.
Necesito que me contestes… Páter, por favor… tienes que ayudarme…
—Daniel, ¿eres tú?
—Páter, no sabes cómo me alegro de localizarte.
—Y yo de hablar contigo, Daniel.
—Sí, lo sé…
—Pero, qué largo que lo haces, ¿no?… Me parece que te importamos poco, ¿verdad?
—No digas eso, porque sabes que no es cierto, ¿estás bien?
—Yo sí, pero vosotros habéis tenido un temporal de miedo…
—Sí, sí, es verdad, pero ya ha pasado.
—¿Víctimas? ¿Ha habido víctimas?
—¿Pero, no ves las noticias? Te habrías enterado.
—¡Por supuesto que las veo!, ¡claro que las veo!, pero da la sensación de que no se enteran o que no quieren que lo hagamos nosotros…
—Tranquilo, no las hubo; el “meteo” avisó a tiempo.
—Menos mal; no las tenía todas conmigo… Dime qué puedo hacer por ti. ¿O sólo querías saludarme?
—Bueno, un poco las dos cosas…
—Anda, no mientas y dime qué quieres.
—Pues…
—¿No ocurrirá nada grave?
—No, por supuesto que no, pero necesito que me contestes a una pregunta.
—Ya me tienes intrigado, ¿qué pasa?
—Estate tranquilo, no tiene por qué ocurrir nada, pero te cuento: hace una semana hubo un accidente en la playa de Capfoguer y se lastimó un muchacho, ¿sabes algo?
—¡Ah! ¿Era eso? Pues sí, por desgracia sí. Uno de mis alumnos tuvo la mala suerte de aprisionarse el brazo en el escombro escondido bajo el agua: se lo rompió por el codo cuando una ola lo arrastró. Ahora está convaleciente y parece que la herida no cierra bien, pero está al cuidado de sus padres y del despacho sanitario.
Читать дальше