—Puede que sea eso lo que busco…
—¿Eso buscabas?...
—Páter, ¿tú recuerdas que te he hablado a veces de ciertos peligros que podrían acechar a tus muchachos o, incluso, a ti mismo y a tus vecinos? ¿Lo recuerdas?
—Nunca olvidaría eso Daniel, y lo sabes porque me conoces.
—Pues bien, es posible que estemos ante uno de esos casos desafortunados.
—¿Y la persona en peligro es Juanito? ¡Pero si fue un accidente fortuito! No lo entiendo.
—El accidente creó las circunstancias en las que este chico, Juanito, sería más susceptible de estar en peligro, ¿me entiendes? Por desgracia, es posible que, ahora, la situación sea un poco delicada…
—Comprendo… bueno, la verdad es que no comprendo… pero, vale, dime: ¿qué puedo hacer yo ahora? Sabes que lo que esté en mi mano sólo tienes que pedirlo.
—Eso lo sé de sobra Páter… Mira, puesto que es un alumno tuyo, se me ocurre que lo más práctico es que alguien pudiera observarlo todo desde un estatus nada sospechoso: digamos… un profesor; un joven que yo te mandaría…
—Sí que es verdad que eres un hombre de ideas y de recursos. ¡Jolín!
—¿Qué murmuras?
—Perdona, es que estaba pensando en voz alta y supongo que, ahora, no es momento de bromear…
—¿Crees que tienes forma de organizarlo?
—Todavía no sé cómo lo haré, pero la persona que tú envíes tendrá un sitio en la escuela para que pueda vigilar a los muchachos: ¿te sirve eso? Mándalo cuando quieras, que yo me ocuparé de todo. Él, simplemente, que se presente y diga que es el nuevo profesor del curso 83/84, de esta forma yo no me descubriré como enlace tuyo. Te aseguro que haremos lo que sea para cuidar de los chicos
—Te enviaré a un buen hombre, y será a través de “Sanidad Médica” para quitarme yo también de en medio, como tú dices; se llama Jorge.
—Bien, tú dile que venga…
—Páter… con personas como tú se puede ir al fin del mundo.
—Me conformo con que nos quedemos donde estamos, Daniel.
—Eso no es posible; quedarse como estamos es ir de cabeza al abismo, pero entiendo lo que quieres decir. Te mando un beso.
—Adiós Daniel, adiós…
3. JUANITO, I “Hace unos días se presentó en mi casa”
Hace unos días se presentó en mi casa un empleado de la aKqüa-T con una carta que tenía que entregarme en persona. Lo hizo delante de mi madre, nos explicó lo que contenía y preguntó varias veces si entendíamos lo que estaba diciendo. Al principio no me tomaba aquello muy en serio pero, como él insistía, me atreví a insinuarle que yo no iba a ningún sitio sin mis amigos: se trataba de una invitación para ir a la fábrica que tienen cerca de aquí. No se lo pensó ni un segundo y contestó que sí, que sí… que no había ningún problema, que el desplazamiento y el protocolo estaban pensados para varias personas con el fin de hacer la visita más rentable. Ahí ya me pilló un poco y, exactamente, no sabía muy bien a qué se refería. Me hizo abrir el sobre —que intenté romper lo menos posible porque mi padre seguro que le encuentra varias utilidades al papel acartonado— y leí, despacito, lo mismo que ya me había contado aquel señor pero con palabras más difíciles y viendo que en el papel me trataban de usted, cosa que él no había hecho ni una sola vez, pero eso, a mí, me daba igual. Mi madre miraba la carta y miraba al hombre y ponía cara de no comprender muy bien aquel asunto. Le tuve que preguntar si le parecía bien lo de la excursión y si creía que mi padre pondría algún problema. Se puso a hablar con el empleado mientras yo remiraba el escrito y trataba de adivinar la cara que pondrían los de la cuadrilla en el momento que se lo contara. Cuando me quise dar cuenta ya habían decidido la fecha y acordado todo lo necesario.
Hoy, según lo previsto, nos han esperado a la puerta de la escuela con un pequeño autobús y nos han llevado al sitio. Es una factoría inmensa, a una hora de camino de Beniample, y ya antes de llegar se veía un gran edificio, en forma de caja de zapatos, sin ventanas ni nada en sus paredes pero que sí tenía como unas pirámides de cristal en el tejado, que era una terraza, como la de mi casa que podemos andar por ella. Deben de servir —esas pirámides— para que entre la luz y seguro que, en algún sitio, también se abren para el aire. La valla de los terrenos está junto a la carretera, pero el edificio que digo se encuentra algo lejos y para llegar todo son jardines con hierba verde y algo de bosque. Hemos atravesado la puerta de los guardias y, después, hemos llegado a la entrada de cristal por donde deben de pasar las visitas y los jefes porque, no sé si ya lo he dicho, hasta ese momento todavía no habíamos visto ningún bicho viviente a excepción de los dos policías de la caseta. Tampoco había aparcado ningún coche ni hay una zona grande para ello, sólo un trocito de espacio que parece reservado para los que se presentan invitados, como nosotros, y tienen que bajar del autobús. Luego nos han dicho que los que van cada día a trabajar entran por la parte de atrás, atraviesan la valla por el sitio que les toca y no se cruzan con nadie. Son poca gente, esos que entran, porque, allí mismo, viven la mayoría de los operarios, ya que provienen de otras provincias donde —también nos hemos enterado— tuvieron que dejar casas y familias en el momento en que fueron elegidos para ocupar su puesto. Una vez, cada varios meses, tienen suficientes días libres como para que les valga la pena hacer el viaje y visitar a los suyos.
Nada más entrar, el chófer del autobús ha ido a un mostrador y ha hablado con el que estaba allí. Se ha despedido de nosotros, como quien tiene mucha prisa, y, enseguida, han aparecido otros dos empleados que nos han hecho la pelota un montón. Desde allí nos han llevado a una especie de comedor donde hemos vuelto a desayunar. Había preparada una mesa grande donde cabíamos los seis, y cada uno tenía su plato, su cubierto, vaso y servilleta, dispuestos en su sitio, junto a bandejas con bollos y tostadas, mantequilla, mermelada y un gran termo con leche junto a otro más pequeño de café. En otra mesita, que había al lado, se mantenían frescas las bebidas de la casa para el momento que nos entrara la sed. Nunca había visto juntas, en el mismo sitio, tantas latas y botellas diferentes y de la misma marca: con azúcar, sin azúcar, burbuja fina, gruesa, zarzaparrilla salvaje, semisalvaje o domesticada, colores fríos o cálidos modo tropical de zona Caribe u otra, compatibles con el sueño o excitantes, mayoría de edad o infantil, y creo que más. Pero lo curioso es que en las tiendas solo hay un tipo de lata, aunque, en las máquinas, a veces, sí que puedes elegir entre dos o tres clases. Cuando hemos terminado de comer nos han llevado a ver, lo que han dicho que eran, las instalaciones, cosa que yo no me creo del todo porque no nos hemos cruzado con ningún trabajador. La verdad es que solo hemos estado en una sala donde lo único que ocurría era que se rellenaban las botellas con el refresco. Iban todas en fila, sobre una cinta que las iba acercando hacia el chorro —bueno, había muchos chorros— y a cada una le caía la cantidad justa, sin derramar nada. Enseguida, otra máquina ponía los tapones y ya se perdían de vista porque pasaban a otro sitio.
Era gracioso ver la transformación de las botellas que, cuando estaban vacías, se deslizaban claritas y transparentes y que, en un momentito, se pasaban al tono oscuro de la aKqüa-T. Parecían soldaditos de cristal que cambiaban, de un soplo, al color de la cereza. Todo muy organizado. Yo he preguntado qué ocurría cuando se iba la luz y las botellas se quedaban a medio llenar o si podía suceder que se parasen las botellas y fueran los chorros los que continuaran tirando líquido. Me ha costado mucho que me entendieran; no sabían qué era aquello de que se fuera la luz —en nuestras casas y en el colegio pasa continuamente; debe de ser que ellos son especiales—. Al final me han dicho que lo tienen todo previsto pero que la fuerza motriz es algo que no puede fallar, de ninguna de las maneras, porque es suya. Es posible que ellos me hayan entendido pero la verdad es que yo a ellos no.
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