Durante estos días su estado de salud no ha empeorado, pero en el caso de que lo haga —aunque solo sea un poco— no creo que pueda hacer mucho más por él. Iniciamos este viaje con la conciencia de que habíamos agotado todos los recursos y de que, posiblemente, solo nos quedaba confiarnos a la buena suerte de algún milagro inesperado.
En los momentos en que se encuentra bien recordamos a su madre. Él tenía diez años cuando murió. No son muchas las ocasiones en que podemos hacerlo porque, generalmente, está adormilado y porque, las más de las veces, nuestro principal cometido es buscar una postura o un remedio a su malestar. Estas crisis se repiten a lo largo del día y de la noche. Es algo muy duro. Cambiaría mi vida porque tuviera un instante de paz, pero me temo que, ahora, ya no es posible.
Cuando observé que la casa del bar tenía la puerta abierta decidí esconder, en un sitio apropiado, una carta que explicase a sus dueños las circunstancias de nuestro paso por aquí. No sabía si era una buena idea. Tal vez, lo único que iba a conseguir sería causarles una preocupación sin mucho sentido; al fin y al cabo, solo somos unos visitantes más de la cala.
Pero, ha ocurrido algo que no me esperaba: cuando he comenzado a escribir sobre el papel me he dado cuenta de que un ejercicio tan primario despertaba en mí unos sentimientos y unos deseos en los que yo no había reparado. Ahora, no quiero que mi hijo y yo terminemos enterrados en un anonimato vacío. Creo que debo evitarlo. Estoy en mi derecho. Y por ello dejaré constancia en esta memoria de todos los hechos terribles que nos ha tocado vivir en nuestra propia piel. Daré a conocer tanta canallada como hemos sufrido. Y no solo nosotros: facilitaré detalles de la muerte de un hombre que, tal vez, fue asesinado por cruzarse en nuestras vidas. Merecemos que se sepa. Lo merecemos nosotros, y el recuerdo de mi pobre mujer, y toda la gente a la que podamos ayudar con estas declaraciones.
Queridos amigos del bar, espero que pronto tengáis esta carta en vuestro poder y que, si es posible, la trasladéis a personas de confianza que la hagan llegar al sitio apropiado; a un lugar donde sean capaces de atender nuestra denuncia.
Yo solo deseo tener tiempo y acierto para transmitir fielmente las calamidades que quiero evitar a otros, parte de las cuales ya nos han condenado a nosotros…
Miguel se mueve… creo que puedo continuar; no se ha despertado...
Daré a conocer nuestras vidas, y la tortura que ha sufrido Miguel, para que su desgracia avergüence a muchos y se erradiquen las conductas a las que hemos llegado.
La mala suerte nos alcanzó aquí mismo, en Ombriu, donde tanto hemos disfrutado y donde es posible que terminen nuestros días.
Me he de remontar a más de dos años atrás, al mes de Junio de 2.083, cuando sufrió el accidente. Estábamos fondeados en la bahía y él nadaba a pocos metros del barco. Quiso evitar que un trozo de alambre, perdido en el mar, causara algún percance. Había que atraparlo por el final —como hizo— e ir arrastrando toda la madeja hasta la arena, lejos de las quillas y las anclas. Lo que no podía saber era que el hilo oxidado ya se había ensortijado, por el extremo contrario, a una de las hélices. Tampoco podía esperar que un golpe de mar fuera el desencadenante de una maniobra que me obligó a arrancar los motores. Yo ignoraba lo que Miguel trataba de hacer. El fuerte tirón actuó como una guillotina, tan afilada como si de ello dependieran las leyes del universo. A punto de gritar, intentaba saber qué era aquello que le pasaba y que le obligaba a desvanecerse y a ahogarse. Antes de hacerlo, chapoteando en su propia sangre, tuvo tiempo de comprender que, si despertaba, tendría que afrontar algo horrible.
No se desangró, ni el mar se lo llevó al fondo, porque pude parar el motor y rescatarlo a tiempo de cortar la hemorragia. Ya no le quedaban muchos recursos, pero lo evacuamos inmediatamente al Hospital Comarcal, en Ciutat, y salvó su vida.
Se destrozó la mano derecha y fue atendido, inmediatamente, en la 5ª Planta, donde lo único que pudieron hacer por él fue acabar de separarla de su cuerpo.
A los pocos días nos propusieron el trasplante de un donante fallecido. La intervención se realizó según los protocolos habituales, con unos resultados satisfactorios.
8. JORGE, II “Jorge, ¿estás ahí?”
—Jorge, ¿estás ahí? Para esto no hacía falta que me hubieras acompañado.
—¿Eh?
—Tú sabrás en lo que vienes pensando…
—Perdona, es verdad; sin darme cuenta me he quedado abstraído…
—Distraído…
—Sí, como quieras; ¿qué me decías?
—¿No estarás pensando en lo de mi abuelo?
—No puedo porque no sé nada de eso…
—Pero te lo imaginas…
—Pues tampoco…
—No es verdad…
—Bueno… sí, tienes un poco de razón… pero es algo de lo que no te apetece hablar, ¿me equivoco?
—No.
—Últimamente estás pensativo; Carmen y yo sabemos que algo te preocupa desde el aniversario de su muerte…
—Sí; mis padres y yo fuimos al cementerio aquel día y después me contaron una historia que se habían guardado para ellos…
—¿Sobre tu abuelo?
—Sí.
—Ese poquito es lo que contaste a Carmen… y ella a mí… ¿No te molesta?
—No.
—¿Ni quieres hablar de ello?
—No.
—Ya no eres un niño…
—Pero un día os lo contaré.
—Sabes que solo queremos ayudarte…
—Pues cuéntame tu secreto: ¿qué te ha distraído antes?... Ya sé, te estabas inventado esa palabra…
—No la he inventado yo.
—No sé si creerte…
—Me has preguntado que por qué te acompañaba… ¿cierto?
—Entonces no estabas distraído; estabas eso otro…
—Abstraído.
—Que sepas que no me engañas…
—Ahora, en serio: sabes que vengo contigo porque mañana tienes que madrugar y quiero ver como entras en casa…
—Excusas…
—¿Me oyes? Quiero que descanses.
Le he hablado tantas veces de los eclipses que no dudo que esta noche vaya a estar pendiente... El de hoy no es nada especial —se lo he dicho— pero, ya le puedo advertir que, no me va a hacer caso y seguro que se pasará horas haciendo fotos. Esa cabezonería es uno de los rasgos de su persona. Así fue como lo sacamos de su casa después del accidente. Al sufrir la operación quedó traumatizado y se encerró en su habitación. Ni siquiera Carmen, que era su maestra, fue capaz de animarlo. Un día me pidió que la acompañara y lo conocí. Se me ocurrió lo de los eclipses porque esa noche había uno que haría desaparecer la Luna por completo. No sé cómo se dejó convencer, pero cogimos los bártulos y nos fuimos a la colina.
—¿Entonces, el de hoy es solo un eclipse pequeño?
—No Juan, no es que sea grande o pequeño, lo que pasa es que la Luna no se oscurecerá de una forma exagerada porque solo quedará cubierta con la penumbra de nuestro planeta, no por la sombra pura y dura, ¿me entiendes? Y eso comenzará a ocurrir a partir de las dos de la madrugada de mañana, 8 de Junio de 2085...
—Sí, y viernes todo el día…
—Exactamente. Y terminará a las 03:49 hora UT, a diez minutos de las seis de la mañana: la hora de levantarnos para coger el tren. Como ves, no vale la pena perder ni una hora de sueño.
—Te sabes hasta el minuto exacto… señor profesor.
—Pues mira, sí, me lo sé… ¿Pero no creerás que a estas alturas quiero impresionarte? ¿O me equivoco?
—Bueno, dejémoslo así… Y otro día ya hablaremos de lo otro.
—¿De tu abuelo?
—Pero no te preocupes porque estoy bien.
—No lo hago…
—Créeme... y más con toda la faena que tengo por delante; el eclipse, la excursión...
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