José Antonio Domínguez Parra - Corazones nobles

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La vida es una sucesión de acontecimientos que te pueden llevar desde lo más bajo hasta lo más alto y viceversa. En este caso, la pobreza marcará el inicio de la vida de los personajes en el primer tercio del siglo XX.Pero el futuro deparará esperanzas para ese pequeño inteligente y audaz en otro país. Los pobres pueden dejar de serlo si saben tocar las puertas adecuadas y en este novela se demuestra que los caminos de la vida pueden hacer a las gentes avanzar hacia un estatus mayor.José Antonio Domínguez Parra proyecta en esta novela una historia que no deja indiferente. El lector se sentirá identificado con los personajes que sufrirán la desventura, pero también la satisfacción dentro de un libro que nos hace viajar a una sociedad no tan lejana de la que todos portamos algo.

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Por su mente pasaba la vez que el cabo de la Guardia Civil, se presentó en su casa acusándola de hacer prácticas de brujería, empujado por las continuas mentiras de muchos vecinos que luego se servían de su tarea a través de Jacinta. Ese día, coincidió que les visitaba D. Juan Molina quien se comportó como un alto militar en defensa de la joven. El cabo, salió escaldado de aquella visita que, con tan malas intenciones, acudió a realizar.

Entre otras cosas, le recordó D. Juan que su esposa acudía a ella para aliviarse de los dolores en los días que sufría la menstruación y él mismo, en una ocasión, solicitó su ayuda cuando tuvo un fuerte dolor de riñón y Jacinta, le sirvió de enlace para obtener las hierbas necesarias que aliviaron sus dolores y posterior curación.

Rogelio Durán, cabo de la Guardia Civil de Igualeja, salió avergonzado de aquella casa tocándose el bigote y dispuesto a dejar bien calladas a todas esas personas que acudían al cuartel con calumnias y mentiras sobre aquellas personas por el simple hecho de sentir un profundo desprecio hacia ellas.

Pocos días después de aquella frustrada visita del cabo de la Guardia Civil, a Catalina le fue ofrecido el trabajo de limpiar las dependencias del cuartel tres días a la semana. Ella aceptó de buen grado pues necesitaban ese dinero para seguir mejorando sus vidas.

A partir de aquel momento, la gente empezó a respetar a las tres muchachas y aplacaron sus malvados comentarios hacia una chiquilla que solo quería trabajar.

Una tarde, en la que Catalina y Paca se encontraban sentadas en el corral cosiendo unos rasgones en los vestidos que usaban para el trabajo y el niño jugueteaba con la perrita, Paca, se acordó de Jacinta y preguntó a su prima si ella la había visto.

Catalina no respondió, enseguida soltó la aguja y el hilo y salió corriendo hacia la calle. Llegó a casa de Jacinta y sin llamar, abrió la puerta y llegó hasta el dormitorio donde encontró a la anciana en la cama en un estado lamentable.

—¡Por Dios Jacinta! ¿Qué te pasa?

—Me encuentro muy mal Catalina. Hace dos días que no puedo levantarme. Al momento, llegó Paca alertada por el repentino comportamiento de su prima cuando le preguntó por Jacinta.

Catalina se apresuró a destapar a la enferma que, en esos días, se había hecho sus necesidades en la cama.

—¡Prepara una palangana con agua y trae unas toallas que Jacinta guarda en aquel arcón. Saca también uno de los vestidos y luego me ayudas.

Las dos primas levantaron con mucho cuidado a Jacinta y, ya desnuda, la sentaron en una vieja hamaca junto a la cama.

Mientras Catalina se dedicaba al aseo de la anciana, Paca desmanteló la cama, enrolló las sabanas y las depositó en el corral, donde unas gallinas y tres gallos reclamaban algo de comida.

Enseguida las puertas del corral se encontraban abiertas y las dos ventanas de la calle puestas de par en par. Había que ventilar la habitación que olía a perros muertos.

Una vez todo en orden, Jacinta fue acostada en la cama ya limpia, donde le dieron un poco de café. Mientras se tomaba unos sorbos del calentito café, Jacinta señaló a Catalina un bote de barro de los muchos que se apilaban en una repisa y le dijo que hirviera un puñado de las hierbas y del contenido y le diera una buena taza. «Eso hará que mejore mi dolorosa barriga».

Paca salió con las sábanas, unas enaguas de Jacinta y un buen trozo de jabón. Lavó las prendas en los cercanos pilares y luego las tendió sobre unas cuerdas en un rincón del corral.

Una semana estuvo Jacinta en la cama. Paca, había matado uno de los gallos con el que prepararon un buen caldo, que Jacinta tomaba con un trozo de carne.

La anciana, ya bastante repuesta de sus males, daba gracias a las dos primas, entre lágrimas de agradecimiento.

—¡Sois las únicas que me socorren en este pueblo!

—Nosotras estamos muy agradecidas de usted, siempre está dispuesta para atendernos con nuestros problemas. Mañana —le dijo Catalina—, hemos quedado con D. Juan que quiere venir a visitarla. Ningún día ha dejado de preguntarnos por su estado de salud y como ya se encuentra mejor, él nos ha pedido que le acompañemos.

Cuando a la tarde siguiente llamaron a la puerta de Jacinta, los visitantes detectaron un aroma muy especial. Aquella mañana, Jacinta marchó a la tienda de Juan Acevedo y compró una tableta de chocolate y unos roscos de vino para sorprender a sus amigos.

Juanito se puso perdido con la taza de chocolate que le dieron. Cada vez que se llevaba una cucharada a la boca, la mitad le caía encima, ante la risa de los mayores que, a petición de Jacinta, le dejaron hacer lo que quisiera.

Ya, a punto de finalizar la merienda, Jacinta le comunicó a Catalina que al día siguiente estaría muy ocupada, con unos asuntos que deseaba finalizar. Pasado mañana lo pasaré con vosotras, como bien sabéis, no me encuentro del todo sana y además, estoy muy aburrida.

Se encontraba Paca regando una macetas que repartidas por el corral lucían una preciosas flores, agradecidas del cuidadoso trato que recibían. Sonaron unos golpes en la puerta y enseguida acudió a ver de quién se trataba. Era Jacinta, acompañada del tendero Juan Acevedo, con una caja de madera repleta de artículos de su tienda.

—¡Abre bien la puerta, Paca! —le dijo Jacinta—. Esta caja que trae Juan, no cabe si no abres las dos hojas.

Paca no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. La caja repleta de chorizos, morcillas, tocino, un bacalao, además de un buen número de productos, que ellas no podían permitirse llevar a casa.

Todo fue colocado sobre la mesita baja de la cocina, y entre Paca y Jacinta, fue guardado en una alacena junto a la chimenea.

Cuando todo estaba en orden, Jacinta sorprendió a Paca con algo que ella no podía ni imaginarse, aunque el regalo no era precisamente para su persona. Desliando unos papeles, sacó una carroza de madera, con dos vacas de cartón tirando de ellas y cargada con un paquete repleto de deliciosos caramelos para Juanito.

El niño se quedó con la boca abierta cuando vio aquel inesperado obsequio. Enseguida se puso a jugar con el precioso juguete y la perrita a su lado sin dejar de oler aquel extraño artilugio. Juanito, ni siquiera reparó en los caramelos, fue Paca quien abrió el paquete y le dio uno a Juanito, que al instante lo saboreaba, mostrando una sonrisa plena de felicidad.

Jacinta quiso tener aquel bonito gesto con sus cuidadoras y amigas. A diferencia del resto de mujeres del pueblo, ella quería a las dos muchachitas y al niño, eran excelentes personas y aunque muy pobres, honestas y honradas como nadie.

Todo eso había ocurrido porque la anciana, una vez recuperada de sus males, cerró un trato que tenía pendiente con Francisco Jiménez, empeñado en la compra de una buena parcela que Jacinta poseía en el paraje de Zancón. La decisión de vender la bonita finca se debió a que no se encontraba en condiciones de cuidarla, por razones de edad, y además con el dinero obtenido de la venta, podría vivir el resto que le quedaba de vida, junto con unos ahorros que guardaba de tiempos mejores.

El niño jugaba tanto con su preciosa carroza que, a veces, no se acordaba de que tenía que comer. Juanito la cuidaba y pasaba horas entretenido en el corral, cargando la carroza de tierra y siempre acompañado por Taíta, que ni para dormir se separaba de él.

A partir de entonces, Jacinta visitaba a diario a sus dos amigas y sobre todo por ver cómo Juanito disfrutaba con su juguete.

En una de esas visitas, mientras Catalina se encontraba sentada en el corral detrás de unas grandes pescaderas, repletas de flores, y contemplando al niño que se entretenía jugando al lado de su tía Catalina, nadie se percató de la llegada silenciosa de Cristóbal Morales el Cerrojo. Catalina se sobresaltó al verlo, agarrado a unos palos que separaban el huerto del corral. El viejo, con una sonrisa que le heló la sangre a la joven, portaba un hacha en la mano y parecía tener intención de derribar la cerca. Mirando al niño y a ella, los amenazó diciendo que algún día les ajustaría las cuentas. Catalina, enseguida tomó al niño entre sus brazos para protegerlo de aquella bestia.

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