—¡Taíta no!, Blanquita —le repetía Paca.
—¡Taíta! —insistía Juanito.
Entonces, así le llamaremos, Taíta como tú quieres cariño.
Paca acarició nuevamente al niño y también a la preciosa bolita blanca.
En adelante, Juan y Taíta crecerían corriendo juntos por el corral, con las consiguientes molestias para las gallinas que se refugiaban continuamente en las grandes raíces de la higuera.
Catalina, el día que le correspondía quedarse en casa para cuidar del niño, se sentaba en el corral mientras contemplaba al pequeño jugando con la perrita blanca. Durante esos momentos, Catalina no se cansaba de soñar despierta acordándose de tiempos pasados
Recordaba a su bellísima hermana María recolectando sus plantas y flores, como las iba guardando con sumo cuidado, ya seleccionadas para conservarlas en los tarros numerados y con sus correspondientes nombres y propiedades.
Cuando alguien las necesitaba, María se las proporcionaba con inmensa alegría sin esperar nada a cambio; aun así, ni las gracias le daban y rara vez le ofrecían alguna moneda que por supuesto no rechazaba.
Con sus quince años recién cumplidos, era la envidia del resto de jóvenes. María, hablaba con todas y también sonreía a los muchachos que la miraban ansiosos por estar junto a ella pero sin atreverse a dar ese paso. Nunca llegó a mantener una buena amistad con alguna de sus compañeras, no estaba bien visto que la joven y atractiva paseara con ellas y menos aún de visita a sus casas. Sin embargo, junto a su hermana Catalina y su prima Paca, se sentía inmensamente feliz.
En algunas ocasiones, se sentaba en el umbral de su puerta rodeada de niños escuchando los cuentos que ella les contaba, sacados de un libro que le había regalado D. Juan Molina. Cuando parecía anochecer, llegaban las madres regañando a sus hijos por estar junto a esa casa, pero al día siguiente, lo enviaban de nuevo para que oyeran las bonitas historias que María narraba con gracia y sabiduría.
Catalina seguía recordando con alguna lágrima recorriendo sus mejillas y sonriendo a la vez.
Una primavera y con un mes de mayo luminoso y algo de calor, llegó a Igualeja un grupo de músicos compuesto por dos hombres y una mujer. Decían llamarse “Los juglares del corazón”. Uno de los hombres se desplazaba con unas rústicas muletas, al faltarle la pierna derecha, que según él perdió en una guerra que no mencionó.
Cantaban de maravilla, acompañados por un viejo laúd y un violín mientras que la mujer, manejaba una pandereta que luego pasaba para recoger la voluntad de los muchos oyentes. Una vez interpretadas varias de aquellas bonitas y tristes canciones, repartían copias muy bien escritas con la letra de las distintas canciones interpretadas.
María no se perdía una actuación de aquellos simpáticos músicos. Cuando le ofrecieron una copia ella la rechazó, al no tener dinero para su compra. Entonces, Ramón que así dijo llamarse el juglar más joven, dedicándole una sonrisa le dijo:
—A ti preciosa, no te cobraré nada, ¡con haber disfrutado de tu presencia me basta! Hace mucho que no veo una joven tan hermosa como tú. —María se puso roja con aquel piropo pero aceptó la hojilla con varias letras de las canciones cuyo tono, ya mantenía vivo en su privilegiada mente.
Durante tres días los juglares actuaron mañana y tarde en la plaza del pueblo rodeados de vecinos. De allí, dijeron marcharse a Parauta, pueblo que quedaba a unos seis kilómetros y luego a Cartajima.
Una de esas mañanas en las que Catalina casi dormida y con sus sueños y recuerdos diarios, recibió la visita de Jacinta la Coja. Enseguida, la invitó a pasar y le mostró un grueso troco de madera que servía de asiento ofreciéndole la mejor de sus sonrisas.
—¡Otra vez envuelta en los recuerdos, verdad!
Catalina le respondió de forma afirmativa con un gesto de la cabeza.
Jacinta, la mujer más vieja y sabia del pueblo, era una de las pocas personas que mantenía una buena relación con las dos muchachas. Conocía muy bien la historia de aquella familia que había escuchado y muchas veces desde niña a una tía lejana de su madre.
Por aquellos entonces, la familia aún poseía varias e importantes propiedades en el pueblo. Según le contaba la anciana Josefa, tía de Carmen, a Jacinta, eran dueños de la mejor viña del pueblo, las lomas de Bentomín, más los huertos que luego heredó Carmen y posteriormente arrebatados por el Cerrojo.
Un hermano de la vieja Josefa, se había convertido en un pendenciero, cargado de vicios y hecho un mujeriego entre Estepona y Ronda, acabó dilapidando la fortuna familiar en unos cuantos años, solo quedaron los huertos, que no pudo vender al ser una herencia en exclusiva para ella desde su nacimiento. Un día, le decía Jacinta, se marchó a Estepona y ya no volvió más. La vieja murió y dejó solas a tu tía Rosario y a tu madre.
—Ahora queridas niñas, solo quedáis vosotras dos y esta preciosidad de niño. Algún día —le dijo a Catalina que embobada con el relato derramó alguna que otra lagrima—, de eso estoy segura, que aparecerá un futuro lleno de posibilidades que aprovecharéis y todo cambiará en vuestras vidas.
Catalina se abrazó a la anciana Jacinta y lloró en sus hombros mientras era cariñosamente acariciada.
Cuando Jacinta se disponía a marcharse llegó Paca agotada pero contenta, le habían regalado un tarro de miel y además se ganó aquel día dos panes y unas cuantas monedas.
Al quedar solas, Catalina quiso animar a Paca con las palabras de Jacinta.
Paca sin embargo, no mostró entusiasmo con lo que le comentaba su prima pero, acarició su rostro, y le dijo que ellas serían capaces de seguir adelante con sus esfuerzos. Luego, tomando al niño entre sus brazos, le dijo a Catalina llena de orgullo.
—¡Este es nuestro tesoro!, nada nos hará más feliz que verlo crecer sano y fuerte. Él sí que triunfará algún día, tiene todos los dones de su madre.
Pronto llegaron las fiestas de Navidad y en esos días, hacía un frío que calaba los huesos. El mes de noviembre, había sido junto con algunos de diciembre, demasiado lluvioso. Debido a tan bajas temperaturas y el gélido aire, tuvieron que proteger como pudieron la puerta del corral con unas viejas tablas para evitar las temidas corrientes de aire. Mantenían el pequeño espacio de la cocina y comedor caldeado con un fuego bien surtido de leña.
El esfuerzo en esos duros meses fue muy grande, la lluvia y el frío hacían cada vez más difícil realizar el duro trabajo de cada día.
El trabajo aumentó, y a veces, se las deseaban para poder cumplir con los exigentes compromisos.
También acudían a casa de D. Juan Molina que se encontraba enfermo por aquellos días, y solo ellas cuidaban del viejo militar y maestro.
Jacinta la Coja, se presentó una mañana y les llevó un gallo bien gordo, un plato de chicharrones, manteca y una buena ristra de chorizos despidiendo un olor que alimentaba. Toda esa ración de alimentos, que llegó por sorpresa, procedía de una matanza hecha en la finca los Nogalejos, de la que ella recibió una buena parte. El gallo fue criado en el corral de Jacinta y como era su costumbre por esos días, siempre las sorprendía con algún regalo.
La noche del día veinticuatro de diciembre cuando empezó a anochecer, los chavales del pueblo recorrían las calles cantando villancicos y visitando las casas vecinas. A la de ellas, no acudió nadie.
Después de una buena cena, con el gallo que les regaló Jacinta, y una vez llevado un buen plato repleto de la exquisita carne a D. Juan Molina, se marcharon a la iglesia con el niño bien abrigado para asistir a la Misa del Gallo.
Sentadas en el último banco, estuvieron muy atentas y recogidas durante la celebración en la que D. Miguel Cansino ya muy viejo, se permitió dar una buena regañina a la feligresía en una noche tan señalada y de la que no pudieron escapar Catalina y Paca en una dura alusión a su familia. El niño permaneció dormido durante el transcurso de la eucaristía.
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