Asimismo debe repararse en una burguesía adinerada y pudiente, imitadora de la nobleza en sistema de vida, que configura otro escalafón importante de la sociedad local como si fuese una especie de hidalguía de segunda clase, avalada por la solvencia económica. Entre las figuras más representativas de la burguesía del momento se incluyen las familias Montalvo, Delgado, Aranda, Acedo, Vílchez, Aguirre, etc.
En un estrato inferior del orden social antequerano se encuadran los medianos propietarios, arrendatarios agrícolas y comerciantes que sostienen ciertos niveles económicos derivados de actividades esenciales para el desarrollo de la vida local.
Por último, la gran masa de menestrales –mayoritariamente jornaleros y artesanos– configura la base sedimentaria de la estructura vecinal de Antequera, base conformada por un tejido poblacional ligado a la pobreza porque sus bajos niveles de renta y su inestabilidad económica lo mantienen siempre al borde de la miseria y del hambre.
La sociedad antequerana de 1808 es una realidad viva, en palpitante efervescencia, y mientras los estratos inferiores persiguen la subsistencia cada día, las clases superiores andan tras otros intereses muy distintos. Los sectores preeminentes –familias con ansias de grandeza y gremios de interesado corporativismo– mantienen un pulso para aumentar las cotas de poder, lo que colma de tensiones la vida política, social y económica de Antequera durante aquellos años.
*****
Solamente una minoría de los catorce mil quinientos habitantes de Antequera anda implicada en la competencia por el poder local, ya que el resto de la población –bases de la pirámide social– corresponde a las capas desposeídas de toda capacidad que no sea el trabajo para la mera subsistencia. Aparte de la élite aristocrática y de la hidalguía aburguesada, la gran masa vecinal atañe a gente sin margen de acción política y bajo la supremacía de las clases dominantes.
Siendo la economía local de base agraria, los estratos inferiores de la sociedad viven directa o indirectamente del campo, ya como asalariados en trabajos de jornaleros o ya como menestrales de una industria artesanal paralela. Los miles de hombres insertados en las profundidades de la escala social pueden aspirar a poco, puesto que tienen cortado el paso a la más mínima representatividad en las esferas de poder. Semejante circunstancia forma parte del guion discriminatorio del Antiguo Régimen.
El poder en el contexto de la sociedad antequerana de principios del siglo XIX es cosa de la clase dominante, constituida en oligarquía por privilegios de sangre y preeminencia económica, y diversas familias compiten por acaparar las mayores cuotas de dominio local. Ninguna está dispuesta a ceder un ápice de sus prerrogativas y las disputas suscitan fricciones que rematan, a veces, en sonadas querellas judiciales.
A modo de ejemplo vale señalar el caso planteado por José de Aguilar y Narváez, marqués de la Vega de Armijo y conde de Bobadilla, que en defensa de sus derechos históricos como alférez mayor y alcaide perpetuo del castillo de Antequera se niega a que la campana de la «Torre del Reloj» de dicha fortaleza –popularmente conocida con el nombre de Papabellotas– doble durante los funerales de los capitulares del ayuntamiento, aunque sean nobles e hidalgos. Se niega a compartir ese privilegio, que le corresponde por distinción, y lleva el asunto hasta el extremo de entablar causa en la Chancillería de Granada:
«... no poderse dudar haber sido la costumbre antigua en la mencionada ciudad de que la campana del Reloj de su fortaleza haga señal de clamores y doble únicamente en las exequias de los señores reyes, de los corregidores y de los alcaides que han sido de ella»[26] .
Aunque la nobleza pugna entre sí por el poder oligárquico, no duda en aunar fuerzas cuando se trata de repeler agresiones externas y frecuentemente hacen causa común contra el poder municipal. Así había ocurrido, por ejemplo, en mayo de 1805 cuando Vicente Pareja Obregón y Gálvez, conde de la Camorra, fue destituido fulminantemente de su oficio de procurador general en el ayuntamiento antequerano por el corregidor Diego Sanz y Melgarejo bajo graves acusaciones:
«Con motivo de ser deudor a este pósito de doscientas veinte y tres fanegas de trigo el conde de la Camorra, procedí con acuerdo de asesor a suspenderle de su oficio [...]. Posteriormente le fue formada causa al citado conde por haber extraído de los mismos fondos públicos del pósito tres mil reales»[27] .
Pese a las sospechas de corrupción que pesaban sobre el conde de la Camorra, los nobles locales se movilizaron en su defensa e hicieron valer las influencias del estado aristocrático contra el corregidor –también hombre polémico y controvertido– que, a la postre, fue cesado por la Chancillería de Granada, bajo la excusa de concedérsele el «retiro o jubilación»[28] .
Cabe decir, a modo de conclusión, que la historia del poder en Antequera durante la crisis del Antiguo Régimen es una crónica oscura, casi negra, escrita con la pluma de la ambición personal y estamental. Muchos se disputan la hegemonía local y tras el empeño de esa guerra sin cuartel queda un rastro de perversión que anima a un vecino crítico para apostillar, con incontenible rebeldía, que Antequera es «un pueblo donde nada puede obrarse sin ruido, estrépito, parcialidad e intrigas»[29] .
A la vista de los numerosos establecimientos religiosos existentes en Antequera, no puede negarse su significación en el mundo de la Iglesia andaluza y aun española. La ciudad antequerana es, en el orden eclesiástico, el segundo enclave más notable de la diócesis de Málaga –tras la sede episcopal– porque en sus calles y plazas se asientan las pruebas de una nutrida representación del clero secular y regular. Jalona el casco urbano un conjunto patrimonial sacro que asciende a una iglesia colegial, cuatro iglesias parroquiales, dos ayudas de parroquias, doce conventos de frailes y ocho de monjas, además de varias ermitas y capillas.
El vértice de la Iglesia antequerana corresponde a la Real Colegiata, una institución erigida en virtud de Bula Pontificia de 8 de febrero de 1503 y Real Provisión de 17 de septiembre de 1504[30] , que fue trasladada desde las alturas de Santa María –su primitiva sede– a la parroquia de San Sebastián el 5 de junio de 1692[31] . Rige la institución colegial un cabildo, órgano pluripersonal compuesto por una dignidad con el título de prepósito, doce canónigos, ocho racioneros y siete medio racioneros[32] , todos prebendados con las rentas de la iglesia.
Los miembros del estado eclesiástico residentes en la Antequera de principios del siglo XIX se cuentan por cientos, pero las figuras más sobresalientes del clero local –así por talla intelectual como por rango– son quienes ocupan los cuatro destinos más cimeros del cabildo colegial de San Sebastián: Gaspar Carrasco y Alcoba, dignidad de prepósito y presidente del cabildo, un anciano casi octogenario y achacoso –había nacido el 21 de octubre de 1729 en Antequera–, doctor en Teología y Cánones por la Universidad de Osuna[33] , que llevaba más de veinte años en el cargo[34] y que había renunciado al obispado de Popayán[35] , diócesis de Colombia, acaso por su falta de ambición personal; Gabriel de Medina y Acedo, canónigo lectoral, un personaje natural de Jimena de la Frontera –había nacido el 1 de julio de 1759– que es doctor en Teología por la Universidad de Granada[36] y está en posesión de la canonjía antequerana desde el 11 de enero de 1793[37] ; Pedro Muñoz Arroyo, canónigo magistral, un hombre muy interesante por su pensamiento, como luego se verá, que había nacido el 7 de enero de 1775 en Benamocarra y es titular de la plaza por oposición desde el 7 de agosto de 1807[38] ; y Francisco de Paula Díaz y Rodríguez, canónigo doctoral por nombramiento del 24 de diciembre de 1805[39] , que había nacido en la localidad granadina de Gabia Grande el 18 de enero de 1769[40] y fue hasta entonces catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Granada[41] .
Читать дальше