1 ...6 7 8 10 11 12 ...23 Maravillada, Julia advierte que Miguel es el indicado para servirle de guía. Como se halla en una librería —volcán de cultura, epicentro de ociosos, mercado de bohemios, meca de lectores, sobre todo El Ateneo Grand Splendid— no es capaz de preguntar qué es la República Cisalpina y por qué diablos alguien querría prohibir el inocente teatro de las máscaras.
—Por más que lo pienso no recuerdo haber leído algo semejante —continúa Miguel—. ¿ Sabés quién escribió la historia?
Niega, ruborizándose. Sabe de antemano que parecería un bicho raro consultando por una trama vaga sin mayores detalles.
Con el mayor de los decoros, Miguel la invita a «darse una vuelta por los estantes y a coger todos los libros que quiera» mientras él consulta con sus colegas o recurre a alguna enciclopedia.
—Muchas gracias.
Julia adivina que la tarea no será fácil. Lo positivo del capricho de su señora es, afortunadamente, que en El Ateneo Grand Splendid se estaba de maravillas. Eso sí, si pudieran tomar un cafecillo o zamparse algún bocado, mejor aún.
—…abajo han construido una sala para la venta de discos y, al fondo, un espacio para que los niños jueguen —le explicaba el hombre canoso y barrigudo a su señora. Con toda seguridad ella le había preguntado al respecto. Tiene un aspecto deprimido que la avejenta aún más.
—Para alguien que conoció cómo era antes todo esto, le aseguro que es una pena —atina a comentar antes de levantar la cabeza, como un perro que ha oído un ruido desacostumbrado—. Le aprovecho de presentar a mi asistente. Julia Rodríguez.
Julia no tiene idea cómo hace su señora para saber cuándo se halla cerca. Ha intentado creer que se debe a su perfume Chanel, pero ha habido ocasiones en que solo se podía recurrir a un sexto sentido… O quinto, a fuer de respetar la exactitud.
—Encantado. Mi nombre es Adolfo Maretto.
—Un placer —corresponde Julia, tendiendo la mano.
Adolfo aprovecha la ocasión para ofuscarse nuevamente en su lectura, visiblemente relajado, mientras Julia le expone a su señora su mala fortuna.
—No es mala fortuna, niña. Es difícil darse un chapuzón en el pasado creyendo que uno saldrá fresco y revitalizado. Te pido que me ayudes con paciencia, por favor.
Sin razón para oponerse, Julia le toma una frágil mano llena de venitas azules y pronunciadas, amén de los capilares rotos y las manchas. El apergaminado rostro salpicado de puntos negros le queda a un palmo del rostro. Es su trabajo estar junto a ella.
—Con una condición —dice con la risa a flor de piel.
A la señora le divierte aquello con repentina franqueza.
—¿Cuál sería?
—¡Que antes nos tomemos un bendito café!
La faz de su señora se ensombrece durante un momento.
—De acuerdo, niña, pero no aquí.
Por el rabillo del ojo ve cómo Adolfo suspira, sabiendo que podría continuar tranquilo acurrucado en su sillón sin ser importunado otra vez. Toma las manillas de la silla de ruedas y tira de ellas sirviéndose más del cuerpo que de los brazos.
—¿A dónde me llevas?
—Afuera, claro.
—¡Alto, alto! ¿Qué haces, niña? No podemos irnos.
Julia suelta la silla de ruedas y pone los brazos en jarras. Rodea la silla móvil y se acuclilla frente al regazo de la anciana.
—Entonces no comprendo nada de nada.
—Ve tú por el café. No he dicho que yo quiera uno. Vete y déjame aquí un instante, pensando, que es lo que tanto necesito ahora.
Julia quiere zarandear a la señora por los hombros hasta que logre serle sincera, pero se contiene mordiéndose el labio.
—Está bien, la dejo aquí. Voy y vuelvo, ¿eh? —Cambia de parecer en último instante—. Antes de todo, quiero que me diga por qué repele el escenario.
—Lo siento, niña. No he sido del todo transparente. —La tristeza reina en la faz de la señora. Retoma su postura decaída y cabizbaja—. Me gustaría no tener que decírtelo jamás… ¿Ves? Yo puedo usar estas palabras. Puedo decir “nunca” o “jamás”, porque ambas están a la vuelta de la esquina y puedo cumplirlas, mientras que tú distas de ellas… Preferiría no tener que decírtelo. Es más, ¡no tengo por qué hacerlo! Créeme que lo hago por tu propio bien, niña.
—Nadie podría comprenderla.
La anciana suspira, abatida. Confía en que es más seguro refugiarse en la resignación y aplacar la ira del recuerdo con la negligencia del olvido.
Cuando Julia se gira en dirección a la cafetería instalada sobre el escenario, oye una quejumbrosa frase pronunciada con timidez a sus espaldas, como si la ciega se arrepintiese en último momento de ocultarle sus motivos.
—Sobre aquel escenario ocurrió algo… horrible.
Sabe que la frase es un pensamiento en voz alta, por lo que evita detenerse aun cuando desee insistir con su averiguación.
—¡Insufrible! —gimió apesadumbrado un hombre desenmascarado que había aparecido en escena nada más salir Colombina a la zaga de Pantaleón.
—¡Chitón! Te pueden oír tras bambalinas —reclamó Arlequín.
—Eh, da igual. Tras la primera escena se supone que he contraído el mal de amor y que en estos mismos instantes estoy siendo atendido por el doctor Matasanos. Cualquier gemido mío habría de ser bienvenido por el público. Que piensen lo que quieran, eh: que me están sacando una muela o que me están haciendo una sangría. Sangría, qué curioso término. Y pensar que los españoles se la beben, eh.
—¿De veras?
—Te falta mundo, caro . ¡Claro que se la beben! Si al final nadie sabe cómo se cura el mal de amor y cada uno de los quinientos que están sentados en las butacas de allá —indicó el costado del escenario por donde había aparecido— deben adivinar cuál es el procedimiento de sanación. Si creen que el cuerpo ha de sangrarse, allá ellos. Yo les doy la pauta, les doy algo concreto con qué poder fantasear. Algo para rellenar el vacío, eh.
Arlequín batió los hombros y dio una larga zancada hacia el hombre sin máscara, quien, en compensación por no llevar una, mostraba un maquillaje bastante afeminado. Henchía el pecho y caminaba de puntas, pretendiendo flotar. Llevaba en una mano un pañuelo y al cinto una espada. Alzó el pañuelo.
—Se supone que este pañuelo es la muestra del amor a primera vista, eh. Se supone que es un infantil intento de romper la cubierta y dejar salir el pudor de Flaminia. Se supone que debo llevarme este pañuelo innumerables veces a los labios y a las narices para impregnarme del perfume de mi amada, pero es también lo que me envenena. ¡Se puede creer que la gente se creyese esto, Dios mío! Pero allá, adelante, ha partido bien, eh. Parece difícil de creer, pero ha partido bien.
—Ha estado fenomenal. ¡Sobre todo el robo! Luego el festejo, los fuegos artificiales, los trajes, los guardias.
Flavio alzó una mano para detener la excitación de Arlequín, quien hablaba muy rápido. Hasta entonces había estado apreciando su aspecto en los espejos de atrás.
—¿Me estás diciendo que disfrutas? Dudo mucho que de aquí en adelante se hable bien de la otrora imbatible compañía teatral Tantaluz , pero nadie podrá decir que no nos hemos arriesgado.
Arlequín apreció su atuendo y cambió de pierna, como si repentinamente le incomodase y quisiese asentar mejor los rombos y triángulos y hexágonos y cuadrados y heptágonos que lograban una caleidoscópica tesela.
—Sí, me agrada, pero creo que lo hubiera disfrutado más hace trescientos años, si hubiera nacido en Italia, en donde podríamos haber recorrido toda la bota italiana y nos habríamos denominado I Argenti y hubiésemos competido con las otras compañías itinerantes.
Читать дальше