Bruno Nero - Espejo para ciegos

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Buenos Aires. El último capricho de una anciana es volver a su ciudad natal para visitar la librería más bella del mundo, otrora un espléndido teatro para medio millar de personas. Su inesperada decisión la sumerge en vívidos recuerdos. ¿Qué fue lo que realmente sucedió en una obra teatral que presenció ahí mismo hace tantísimos años? ¿Qué ocurre si la decisión más importante de su vida estuvo basada en un engaño?
Inmersa en un mundo de máscaras, disfraces y amoríos, con la ayuda de su lazarillo logrará conocer la verdad antes de que sea demasiado tarde.

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La mujer, quien hasta entonces estuvo maquillándose frente al espejo del medio, dejó inesperadamente su labor para buscar en el reflejo el aguileño perfil del hombre-pavo.

—¡Silencio, cariño, o te oirán del otro lado! Calla y presta oídos que la escena ya ha comenzado. —Sonidos ahogados provenían de alguna parte difícil de precisar. Podía suponerse que eran sonidos distantes embadurnados con un roce artificial muy particular que recordaba el gramófono de la abuela Pinélides, siempre presto a cantar óperas—. Me gustaría saber de qué va la obertura. Debemos cuidar lo que digamos, magnífico Pantaleón, para que no nos oigan del otro lado.

—¿Insistirás con eso de mofarte de mi personaje?

—La oportunidad es verdaderamente magnífica. ¿Para quién no sería un honor interpretar a Pantaleón, sacado de su tumba con la increíble promesa de renovar la gloria de antaño? ¿Cuándo volveré a verte convertido en un viejo avaro, cascarrabias, libidinoso y rico? Son cosas que escapan a la realidad e incluso a las fantasías que mejor pudiera haber elaborado.

Pantaleón apuntó al reflejo mediante el cual le hablaba la mujer.

—Pues si te quedas conmigo por otros veinte años, entonces quizás ya no necesite máscara alguna.

—¡Es un bello juego! —Por fin, la mujer dignó darse la vuelta y enfrentarse al público. Dos flecos castaños caían de sus sienes, provenientes de un peinado enrevesado tocado de rosas rojas y un lazo indescriptible. El maquillaje en el que se había ocupado era causante de un intenso rubor en sus mejillas y una extremada blancura del cutis. Tomó un antifaz que tenía sobre el regazo para apoyarlo sobre su diminuta nariz—. Podríamos usar las máscaras también aquí, tras bambalinas, como si el público pudiese filtrarse por los recovecos traseros del escenario y pudiese espiar todo cuanto hacemos. ¡Soy Colombina también aquí, viejo Pantaleón, hermosa y virginal y el deseo de Arlequín y tuyo también y por qué no de otras máscaras! Estrujaremos esta ridiculez, amor mío, y disfrutaremos con ello.

—Exageras, Mona…

—¡Colombina! ¡Soy Colombina! ¿Tendré apellido? Eso es algo que no estaba en el libreto y que no pregunté. ¿Qué me gustaría? ¿Qué me gustaría? ¿Algo italiano, francés o danés? Déjame pensar. A veces caminar me hace pensar con mayor facilidad. —Se incorporó de un ágil salto y se adelantó con la liviandad de una chiquilla—. Debe ser algo ampuloso, mas no rebuscado. Colombina me gusta porque es sutil y entraña ternura. ¿Y el resto? Tres nombres, porque quiero ser noble, claro está. Me pregunto si tendré ocasión de proclamar mis nombres en escena. Algo se me ocurre; sí, sí, me gusta. ¡Ay, es magnífico! ¡Ya sé! ¡Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania! Así me llamaré.

—Si insistes, pero no pretendas que recuerde más allá de Colombina. ¿Acaso te agrada a tal punto el papel? —Se oye un champañazo. Voces como de fiesta se elevan por sobre los sonidos de fondo—. Por mientras, la escena avanza. Se lleva a cabo el Carnaval de la Serenísima República. Anno domini desconocido, pero he leído que hay más sablazos que pólvora y eso es ineludible pasado, acaso Casanova. Por eso tanto disfraz y caretas. ¡Como si fuese necesario! Da igual que hablemos fuerte; en escena es todo jolgorio y griterío. ¡Las luces brillan en los canales que parecerán estrellas infladas y a punto de reventar! Uno de los nuestros debería estar cantando, mas no se oye canto. Otros deberían emprender jugarretas y salir indemnes. ¿Sabías que estaba permitido hacer prácticamente cualquier cosa siempre y cuando la correría fuese provocada por un enmascarado?

—Pues no lo sabía.

Pantaleón se giró raudamente en su eterno ir y venir, como si de verdad hubiese visto el paso de un conejo y quisiese apresarlo. Por lo demás, no parecía estar atento a lo que dijese Colombina, quien intentaba interponerse en su andar.

—Muchos creen que es por belleza o por algún tipo de alegoría.

—¿Qué cosa, querido?

—Las máscaras. Te digo que las creen mero arte, pero fueron necesarias para los pillos y los cortejos más inverosímiles.

—¡A mí me parecen bellísimas! Yo saldría al Carnaval solo para contemplar las invenciones en los demás. Me cuesta imaginar lo que están haciendo al otro lado. ¿Qué ocurre en la primera escena? He leído únicamente mis líneas.

Aquello había logrado detener las idas y venidas de Pantaleón, paralizándolo por completo.

—¡Cuánto profesionalismo! —vociferó con sorna girándose sobre sus talones, prácticamente pegados el uno al otro—. Seguro que el dire estará feliz con una novata como tú. Llegar y leer solo tus líneas… Ni siquiera en mis inicios hubiera corrido tal riesgo. ¡Es impensable!

—No te enfades, Pantaleón. Aquí estoy y seguiré aquí hasta el final, por lo que puedes ahorrarte tu rabieta. ¿Y bien?

—¿La primera escena? Ah, la primera escena, que debería ser la embriagadora pomada que adormezca a la audiencia y la eleve a la ensoñación a la que han acudido y por la que han pagado una butaca. ¡Pensar que hay quienes han pagado por esto ! Pero la primera escena es un cliché, en mi opinión. Lo típico, a decir verdad. No va más allá de un misterioso intercambio de miradas entre una Julieta y un Romeo venidos a menos. Ella es visiblemente mayor que él, por más empolvado que lleve el rostro. Les da en pleno corazón el flechazo de Cupido. Sin riesgos. Luego, porque no hay otra opción, un acercamiento frustrado, porque él va con sus amigos y ella se instala tras dos primas hermanas que cuchichean incesantemente y así la protegen. ¿De qué la protegen si él es noble y ella también? Del candor, de la excitación o de algún hechizo, porque no se sabe si hay algo concreto que prohíba un enamoramiento así. Tal como te digo, nada que escape a un buen cliché teatral. ¡Ninguna novedad!

—Me huele a una obra romántica.

—¡Eso es, Mona! —alabó el hombre-pavo a la mujer alzando los antebrazos y volviendo prestamente a su búsqueda de conejos u otras alimañas—. Colombina, quiero decir. Una obra romántica más, sin brillo alguno, limitada a repetir odas amorosas, a burlar malentendidos, a asestar tajos a los enemigos y otras cosas por el estilo. ¡Es la muerte de nuestro arte, querida! Es el fin de nuestros días, por suerte yo ya he alcanzado la cúspide. Para ti no sé si habrá esperanzas. Después no habrá más trabajo para quien quiera innovar y alcanzar nuevos límites.

—Ya, ya, déjate de cháchara —cortó Colombina poniendo los brazos en jarras—. ¿Y el final?

—¿Quieres que te suelte el final, así sin más? ¿Tampoco te has dignado leer el final? Egoísmo expositivo es de lo que sufres, o así debería llamarse. ¡Y tener que trabajar contigo!

—Dime, al menos, si alguien muere.

—¡Está claro que tú no! Si hay alguien que merece morir es ese engreído que nos ha puesto aquí, haciéndonos quedar ridiculizados. ¡Somos el hazmerreír de un teatro repleto! ¡Quinientas butacas, ni más ni menos! —Los brazos se habían alzado exasperados para caer con brusquedad con el repiqueteo de metales distantes—. Oye, son sablazos. Significa que nuestra escena ya está pronta.

Llegaba amortiguado el metálico entrechocar de filos. Colombina asintió enterada del ruido. De improviso salió corriendo un nuevo personaje, el cual se asemejaba a un payaso. Aparecía del extremo en donde se arrumbaban los objetos desordenados, saltando sobre un baúl con gran destreza.

—¡Estáis aquí! Qué bien. Aprontaos, pues os toca.

—A tus órdenes, Arlequín —bromeó Colombina.

—¿Me tomas el pelo? —preguntó el recién llegado, plantándose entre Colombina y Pantaleón. Ahora se podía apreciar su atuendo, que no eran más que rombos y triángulos y rectángulos remendados. Llevaba una daga al cinto. Su máscara cubría una porción más que la del viejo Pantaleón. La frente estaba marcada por protuberancias que acababan justo encima de los agujeros para los ojos.

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