1 ...8 9 10 12 13 14 ...23 —¿ Sabés cómo llegar? ¿No te perderás? ¿ Querés que te acompañe uno de tus hermanos? —El nuevo personaje apareció—. Está bien: andá , andá .
¡Eso! Giacomo se levantó con el correspondiente bufido de Alessandro, sentado entre él y el pasillo. El menor de los hermanos notó cómo le palmeaban dos veces la espalda como si le deseasen buena suerte antes de saltar sobre las piernas de Alessandro.
—¿A dónde vas? —susurró este.
—Al baño.
—Cretino —soltó antes de volver su vista al escenario.
Los tacones de madera sirvieron para preceder la entrada de una mujer esbelta y hermosísima. Quizás defraudó a quien esperaba ver una nueva máscara, pues iba vestida con un sencillo vestido color marino y el pelo en parte tomado en un tomate y en parte lacio y desperdigado por todas las aristas. ¿Por qué no iba disfrazada como el resto del elenco? Desteñía notoriamente.
A Leticia le pareció la mujer más linda que había visto nunca. Era más que agraciada: de labios pródigos a lo largo de una mandíbula cortada con molde, una nariz respingona sobresalía generando un marcado puente entre el labio superior y las fosas nasales, los ojos eran grandes y hablaban por sí solos, un mechón le caía sobre la faz mientras que los mechones restantes caían sobre su nuca. Por primera vez en toda su corta vida, a la niña se le cruzó por la mente ser actriz. Se vio encima de la tarima, apreciada por un público silencioso, todos oyendo lo que tenía que decir, analizando su desplante y sus movimientos.
¿Leticia, la actriz?
—Aquí estoy, aquí estoy. ¿Qué desean los señores? Poco falta para la próxima escena.
Flavio y el doctor Matasanos hablaron al unísono.
—Siempre se debe estar pronto para la próxima escena —dijo el primero, inflando el pecho todavía más.
—To-Tomará solo un minuto —dijo el segundo apartando una mosca invisible con la mano.
Se miraron con incomodidad. ¿Se habían equivocado o era un truco para otorgar realidad a la escena?
— Decí —ajustó Silvia, dirigiéndose puntualmente al doctor Matasanos.
—Tráenos algún malbec de la despensa.
—¡Pero debéis actuar!
—¿No hay?
—No es eso.
—Que sea champán, entonces.
—Me temo que no será posible.
—¿Hemos de contentarnos con gin? Bueno, como sea.
Desorientada, Silvia dejó la estancia, luchando otra vez con las vestimentas para abrirse paso. Leticia se sintió defraudada cuando se marchó.
—¿Brindaremos por esta fiesta de enmascarados? —quiso saber Arlequín.
—Brindemos, mejor, por lo que se guarda tras las máscaras; aquello que mejor fermenta en una larga reserva —sugirió Flavio indicándose el rostro empolvado.
—¿De verdad cre-e-e-éis que hay algo por lo que brindar? ¡Daos cuenta del basurero al que nos mete Minoesi representando un drama de hace dos siglos con caretas que debían proteger a los actores tanto de las flores como de los tomates, según el humor de la gente, y que incluso llegaron a ser p-prohibidas! ¿Qué otra cosa hay para el actor que no sea su rostro?
—Su voz.
—¡La voz varía! Enférmate o contrae un catarro o envejece o quédate con un mendrugo de pan atragantado o tápate la nariz. La voz no cuenta en el cine. —Flavio y Arlequín intercambiaron elocuentes miradas, como si quisieran decir «así que esas son las expectativas que tiene»—. Quien nos utilice así no hace más que ri-ridiculizarnos y estropear nuestra carrera. ¡No se m-merece darnos sus líneas!
—¿Soy yo o es que antes defendías el uso de las máscaras? —intervino Arlequín.
—¡Son co-cosas distintas, necio! La máscara para el día a día puede ser factible, pero no la máscara que cubre al actor y que, tal como sucede contigo y conmigo, nos p-priva de una gloria mucho más amena de alcanzar y mucho más satisfactoria.
—Tranquilízate, tranquilízate, ¿eh? Eres el doctor Matasanos por una hora más y ya está. Si quieres renuncias y lo comprenderemos, pero ten en cuenta que serás echado mucho de menos en Tantaluz .
—El daño ya está hecho, ¿sabes? Tú ya eres Flavio y este payaso ya es Arlequín. ¡Lo somos para la crítica y, en consecuencia, lo seremos ante los ojos del mundo! P-propongo hacer algo al respecto.
—¿Qué se podría hacer?
—He ahí la cuestión.
—Concuerdo contigo —apuntó Flavio, anteponiéndose y destacando—. No digamos que sea apropiado, eh, pero se puede hacer algo. O se podría hacer algo. A fin de cuentas, somos los engranajes, somos esas frutas en maduración, que si caen sin que se las recoja fermentan y llaman a los mosquitos y, si se las deja estar por más tiempo, acaban pudriéndose y volviendo a la tierra de donde vinieron. Larvas y tierra y esas cosas, sabéis.
Flavio se tomó un momento para esculpir una sonrisa burlona y dirigírsela a la oscuridad de las butacas.
—Propongo…
—¡Vuestros refrigerios! —exclamó Silvia con premura, entrando como un huracán con una bandeja de plata y tres copas. Andaba descalza ahora—. Descubrí que sin zapatos me aferro mejor y hago temblar menos la bandeja. Y un clavo o viruta o vidrio sería mala suerte. Pura mala suerte. Tened. Apurad los tragos, porque os buscan para la siguiente escena.
—Gracias, Silvita. Es lo que digo; siempre listo, aunque no nos plazca —comentó el doctor Matasanos, apaciguado de ánimo.
—También he oído decir «constantemente enlistado para al escenario saltar» —aguijoneó Arlequín con sarcasmo.
—Bufón. ¡Salud!
CAPÍTULO 3En donde interviene un pianista
Un café más tarde, alrededor de las diez y cincuenta, según indicaría su reloj de pulsera de no ir con retraso y de haberlo consultado, Julia ya se ha enfrentado con el muro de los lomos encuadernados de un montón de libros y, como cabía esperarse, ha salido perdiendo. Se sintió empequeñecida ante la frondosa oferta de apellidos solitarios acompañados de títulos muchas veces minúsculos, debido a los cuales hubo de inclinar el pescuezo a diestra o siniestra, amén de acercarse y alejarse blandiendo el cuello como una jirafa. Terminará con tortícolis, está segura.
Ha perdido porque no tiene las armas para la contienda. Apenas se la podría considerar una luchadora apta tras sus escasas experiencias con unos cuantos libros de moda o las ya abandonadas aventuras adolescentes —confabuladas como sagas para incentivar el agotamiento de una idea estrujada hasta la sequedad, así como para estrujar los bolsillos de los padres—, si bien recae una que otra vez en sus páginas plagadas de nostalgia.
¿Cómo se avanza por un bosque sin brújula? ¿Cómo se atraviesa un desierto sin conocerse el ruedo del sol ni la disposición de las estrellas? ¿Cómo hacerles frente a portales de mundos que están ahí para perdernos y no para orientarnos?
Sin embargo, no comenta su primera derrota con la esperanza de que alguien acuda en su ayuda. Este primer lapso le da ocasión de observar con detención en derredor. Quiere ir a las plantas superiores, porque desde allí se aprecia la falta de libros y la presencia de discos de música o cintas de vídeo. Con lo que le apasiona el cine le cuesta sumirse entre el papel como haría un ratón de biblioteca.
Al lado suyo siente la gravedad de su señora que implora desde su silencio para ser sus pupilas. Julia se frota los párpados y ve pasar un rostro fijo en el de ella.
Ya antes creyó percibir un par de ojos que la escrutaban. Con esto lo corrobora.
Se trata de Eugenio.
No sabe por qué siente apuro y se sumerge otra vez en las contraportadas que ha dispersado sobre la mesa que flota anclada cual isla en medio de los sillones de lectura.
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