1 ...7 8 9 11 12 13 ...23 —Veo que alguien ha estudiado un poco, aunque discrepo con el éxito de I Argenti . Me temo que nos habrían expulsado precisamente hacia la Argentina, para ser colonizadores exiliados.
—Quizás. Me gusta conocer el trasfondo de mi personaje. Con este en particular se siente una obligación, a decir verdad, porque hay un montón de información con respecto a los nuestros. ¡La popular Comedia del Arte! —exclamó Arlequín. Rodeó al desenmascarado y se dirigió al armazón de las máscaras—. Ahora jugamos a un juego, invención de Mona…
—Como suele ser.
—…cada uno será su personaje. Soy Arlequín y tú eres Flavio.
—¿Aquí también? —El desenmascarado se tomó un codo con una mano y con la sobrante quiso ocultar su rostro, aunque lo llegó a tocar con las yemas de los dedos. Había un gran pesar en su voz—. Lo repito, y da igual que sea en voz alta, eh. ¡Insufrible!
En ese preciso instante hizo su aparición un nuevo personaje. Si la máscara de Pantaleón mostraba los ojos caídos, la del recién llegado exageraba el ángulo y lograba otorgarle una apariencia porcina y depresiva al extremo caricaturesco. Bajo ella temblaba la papada que partía del mismísimo mentón. Por si fuera poco, corporalmente se parecía a un porcino, incluso si su panza se adivinaba falsa. No es que el hombre no fuera grueso; aquello había que concedérselo. No obstante, al menos la mitad de un tonel semejante debía estar fabricado con algodones o cojines. Llevaba una toga negra y larga de cuyos puños asomaban los vuelos de una camisa blanca. El pobre se estaría asando con ese atuendo.
—Espero que no hablen de mí.
—Nos ocupábamos de algo mucho peor, realmente —comentó Flavio con soltura.
—Gracias.
El recién llegado arrastraba las erres y aleteaba con los brazos.
—¡A Mona se le ha ocurrido que bromeemos con los nombres de nuestros personajes lo que dure la obra! —saltó Arlequín.
—¡F-fantástico! Es una manera de sobrellevar esta función.
Flavio aplaudió.
—Es bueno saber que no soy el único que piensa así, doctor Matasanos.
—Es algo cru-cruento el nombre que me ha puesto Minoesi, pero es parte de esta fantasía. —El recién llegado tartamudeaba. El corpachón porcino pareció resignarse—. Nadie posicionado con firmeza en sus cabales podría tragarse este drama, a fuer de ser sincero. ¿Es que acaso nuestras vidas importan? Y, por si ello no bastara, ahora nos las enmascaran. P-Prefiero venir aquí, a los bastidores, que esperar encerrado en mi camerino frente a un espejo que se ensaña burlón con una pa-papada enterrada bajo una máscara hinchada y narigona y estos ojos d-deprimidos. ¡Lo que hay que hacer! He oído que a Pantaleón (porque sí, me parece aceptable jugar este juego de n-nombres) le han dado el camerino más grande e intuyo que el más opulento. Asimismo, he visto que se han co-co-contrabandeado botellas de licores allí.
—Vamos allá entonces —apuntó Arlequín.
—Cerrado con doble llave y pestillo, te lo digo —rezongó el porcino doctor Matasanos—. P-pero si alguien se consiguiese la llave…
—¡Pan comido!
—Ah, como si yo mismo no lo hubiese intentando. En fin, está Silvia, que también guarda por ahí algo de co-contrabando. Deberíamos importunarla a ella cuando aparezca.
Flavio y Arlequín se encogieron de hombros, mudos.
—Y sí, no me miréis así. ¿Se os ocurre acaso una mejor forma de aguantar esta exposición? —Naturalmente, la pregunta sonó retórica—. Se está mejor aquí que en el camerino, os lo digo, se está mejor aquí, acompañado por la v-vergüenza de otros que enfrentado contra la de-degeneración que revela el espejo, contra le degradación del ser, contra la carrera del exitoso.
—Exageras.
—¿No es como el día a día, efímeros encontrones entre una miríada de paseantes? —continuó el doctor Matasanos, todavía retórico—. A veces me nace p-preguntar si el que lleva máscara no sería más sensato que aquel con rostro descubierto, expuesto a ser encasillado inevitablemente, expuesto a la co-contaminación, expuesto a la segregación, expuesto a la enfermedad, expuesto al re-rechazo, expuesto a la peste y eso que no voy inspirado.
—¡Eso es! —aplaudió otra vez Flavio, ganándose la desesperación de Arlequín, el cual se llevaba los índices de sus manos a los labios para que mantuviese el tono de voz por lo bajo. Quiso apaciguar la exaltación del doctor para ver si podía contrarrestar la empatía gravitacional de ambos hombres.
—¿Y qué hay de la exposición a la conmiseración, a la compasión, al amor, a la simpatía y a esas otras bienaventuranzas? —intentó hablando con rapidez—. No necesito estar inspirado para saber que la exposición es necesaria para alcanzar lo que de otra forma quedaría anulado.
—¿No es d-d-debilidad embarcarse en la búsqueda de la simpatía? ¿No es también d-débil quien se embarca por compasión? ¿No es el más de-débil de todos el que lo hace por amor, fútil deseo de alcanzar la Tierra Prometida en vida? Si me escudo con una máscara p-para siempre (esto es, si pudiese) la pu-puliría cada mañana en vez de afeitar un rostro grasiento y herido y la llevaría con pu-pundonor por las calles, dejándome mi esencia para mí y para quien quiera acercarse a conocerla mediante nuestras voces y gestos y entendimientos superiores a los visuales.
—Eh, deduzco que gozas realizando esta obra…
—¡A la altura del diálogo, hombre! ¡P-Ponte a la altura del diálogo! Invitemos a los leprosos y hagámosles charlar otra vez. —La exaltación le hacía tartamudear con mayor frecuencia—. ¿Quién quiere arriesgarse a sentir lo que han sentido otros antes de nosotros y que han sabido plasmar con maestría en nueve sinfonías o en sonetos o en versos que enaltecen a la luna y la rielan en lagos de seda ribeteada con curvas soleadas, y todo es ardor y llama, y todo es luego penuria y un reproche, un solícito reproche para entender por qué no pudo haber sido de otra manera?
Arlequín, que no se había separado del lado de Flavio, lo llevó a un extremo del escenario y ambos enfrentaron al público en un aparte.
—Diríase que alguien sabe del amor más de lo que aparenta, eh —susurró Flavio.
—Estoy de acuerdo. Una máscara no es más que la excusa perfecta.
—¡A callar! —tronó el doctor—. Alguno de vosotros que me diga dónde hay un tra-trago que mi sed aplacar pudiera.
—¿Al orden poético pasamos entonces? —ironizó Flavio.
—Dudo que lo seguir pu-pudieres.
—Probad el filo de mi lengua, más bien.
—Junto a mí, en mi cinto, un puñal mucho más afilado cuelga.
—¡Basta! Señores, por favor —interrumpió Arlequín—. Llamemos a Silvia para que algo nos servir a todos pudiere… O como sea. ¡Silvia!
El doctor Matasanos le dio la espalda a Flavio y viceversa. Arlequín quedó mirando el sector con las perchas y las prendas colgadas, expectante. Hubo risas revoloteando algunos sectores del público, pero ninguna lograba descifrar —o desgranar— si realmente se trataba de una comedia o de un incipiente drama.
Giacomo reparó que a la llamada —¡Silvia!— el hombre de las antiparras había volcado su atención al escenario. Fue entonces cuando se sintió algo más tranquilo y, por encima de Carlo, tironeó la manga de su madre.
—Mamá, quiero ir al baño.
Valeria se consternó. Inclinó su torso, furiosa. Luego quiso esquivar a su hijo; resonaban unos tacones prontos a aparecer sobre las tablas y no quería perderse lo que seguía.
—Pero si acaba de comenzar. Pudiste haber ido antes, crío.
Giacomo no mostraba ninguna expresión. El eco de los tacones provenía de donde estaban colgadas las prendas, al extremo izquierdo del vestuario.
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