»Me quedé con la boca abierta. Él añadió: “No me mires como un idiota. No se me ha escapado ni un solo tipo con muleta. He visitado los lugares que frecuentan los tullidos, la sede de su asociación, he calzado a todos los mutilados, y han quedado la mar de agradecidos”.
El Pytheas se sumergía suavemente en mares taciturnos. El viento parecía ir perdiendo fuerza.
El oficial Yerásimos entró en la caseta del timón, encendió la luz y volvió a salir. Vino a sentarse junto al radiotelegrafista. Prendió un cigarrillo y comenzó a hablar:
—Te he preguntado antes si has amado alguna vez.
—No, no recuerdo. Iba siempre con prisas. Todo el tiempo con una maleta en la mano. Detrás de la puerta de mi casa había siempre un macuto de marinero preparado. No he tenido tiempo. ¿Y tú?
—¿Yo? Me dejé enredar una vez. Todavía me escuece. Estuvimos amarrados cuatro meses en Saigón. Desde el primer día, todos se echaron una querida. Unos se la llevaban al barco; otros iban a sus casas. Un capataz chino me sirvió de intermediario en la compra de una, como entonces era costumbre. Me llevó a uno de esos barrios bajos que apestan a ajo y huevos podridos. El cabeza de familia debía de tener siete hijas, eso sin contar los hijos.
»Me dijo:
»“Elige. Y, si quieres un chico, no tengas vergüenza, pero yo te aconsejo que te lleves a esta”, me dijo señalando a un retaco de trece años, sucia y despeinada. “No la veas así, en dos días estará hecha un pimpollo. ¡Tao!”, la llamó; la pequeña se acercó con la cabeza gacha. “¡Has visto qué ojos! Mira, toca, ¡como el caucho! Solo le falta comida.”
»Pagué quince dólares, y nos marchamos. La llevé a un local donde se encargaron de lavarla y vestirla. Al cabo de una hora estaba irreconocible. Tenía la cara reluciente. Mientras nos dirigíamos al puerto, iba agarrada de mi chaqueta y daba saltitos para alcanzarme. Entramos en una pastelería. Se comía los pasteles con las manos y reía. Había anochecido. En un puesto callejero regateé un brazalete de coral, pero ella escogió una pelota y una peonza y dejó el coral. Al subir al barco, nos vio el capitán Yannis, el de Spartia, 2que Dios tenga en su gloria. Nos hizo un gesto de desaprobación: “Pedazo de cabrones, me habéis convertido el barco en un parvulario. Vais a tener que pagar un chelín con noventa por su comida, tenedlo en cuenta”. Dirigiéndose al jefe de máquinas, añadió: “Hoy estos cerdos se han liquidado una lata de petróleo para despiojarlas”.
»Cuando nos tendimos en la litera, comprendí que era la primera vez que la pequeña se acostaba con un hombre. Dobló el brazo derecho para taparse la cara; le rechinaban los dientes (no sé si todas hacen lo mismo la primera vez, no me ha vuelto a pasar); con la otra mano jugueteaba nerviosa con la cruz que me colgaba del cuello.
»“¿Por qué lloras, Tao?”, le pregunté en mi tosco inglés.
»“No, no Sorr, go on... Please put on the light.”
»Se levantaba antes de que amaneciese, me hacía un té, me lustraba los zapatos y después arreglaba el camarote. No conocía ni la proa ni la popa. Hasta aprendió a cocinar. Con decir que el capitán Yannis, aquel animal, le traía caramelos y manzanas acarameladas… Las del resto de la tripulación eran vagas y guarras; se pasaban el día tumbadas en los camarotes o en la proa rascándose la entrepierna. Un día fletamos para Burdeos. De pronto, vio a sus compatriotas recoger sus atavíos y bajar la escala con el ceño fruncido. La noche anterior yo había comenzado a prevenirla. Estuvo llorando toda la noche. Tenía derecho a llevármela conmigo, puesto que la había comprado. Pero el capitán no quería ni oír hablar de ella. Y, además, ¿adónde podía llevarla? Acababa de obtener el diploma, y la cefalonia de mi madre no habría aceptado una cosa así. Hablé con el capo que había hecho de intermediario.
»“¿Y por eso te preocupas? Puedes venderla a un burdel en menos que canta un gallo”, me dijo el coolie 3con una sonrisa burlona, “y recuperar tu dinero”.
»Se me pusieron los pelos de punta. “Llévala a su casa… Aunque lo mejor es que la dejes en el muelle, y que decida ella sola.”
»Por la tarde le dije que se vistiera. Se puso ropa europea, un traje verde y unos zapatos de tacón, y emprendimos la cuesta arriba. El sudor le bañaba la frente. Los dientes no paraban de rechinarle, como la primera noche. El riksa 4se detuvo delante de su casa. De pronto, me tomó las manos y me las apretó con fuerza… Se quedó en el umbral de la puerta. Dirigió la mirada hacia la esquina de la sucia calleja. Entramos. El viejo nos miró con desconfianza. Rompimos el contrato. La vi jugar nerviosamente con los trozos de papel. Tenía que irme y, sin embargo, permanecía mudo; sentía las piernas pesadas como el plomo. Tao cayó de rodillas y se colgó de mi chaqueta… Solamente escuché, antes de doblar la esquina de la calle, una especie de acorde desafinado, como cuando el viento rasga los toldos. Eché a correr y no paré hasta unas dos millas más abajo. En la calle Catinat me detuve ante la tienda de juguetes y bisutería. Me apoyé en una columna y vomité. “Chólera…, chólera”, gritaron unos chinos y salieron corriendo.
»Zarpamos al día siguiente. He vuelto muchas veces a Saigón. El capataz había muerto. En el barrio donde se encontraba su casa habían hecho un parque y levantado unas escuelas francesas. La busqué por todos los burdeles, cabarés, clubs y fumaderos de opio que encontré, pero nada. Solo su llanto me sigue visitando por las noches.
—¡Está escorando a la derecha! ¡Me cago en sus muertos! Vuelve a retomar el rumbo.
El audífono del cuarto de máquinas silbó.
—Sí, mantened la marcha. Si amaina al amanecer, le daremos caña.
Cerró la tapadera y se dio la vuelta.
—¿Dónde está Diamandís? ¿Dónde anda ese bastardo? Hace una hora que se ha esfumado. ¿Dónde coños está el imaginaria? —Sacó el silbato y pitó.
El radiotelegrafista echó el aliento sobre el cristal de la garita y escribió algo con la uña. El imaginaria subió por la escalera de babor y se introdujo a hurtadillas en la caseta del timón. Lo mismo hizo Diamandís por la de estribor. El cabreo del primer oficial se había apaciguado.
—¿Por qué te escondes, hombre?
Ninguno respondió.
El radiotelegrafista llamó al agregado. Hablaron en voz baja.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Ayer lo vi por primera vez.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—Se lo dije ayer…
—En cuanto termines la guardia, ven a mi camarote.
—Yo también iré —dijo el primer oficial—. ¿Invitas?
—No tengo gran cosa, pero os espero.
Yerásimos permaneció un instante inmóvil mirando al frente. Después se acercó a la garita, encendió una cerilla y empañó el cristal con su aliento. Pegó los ojos al cristal para ver mejor.
—El muy cabrón… —murmuró—. El muy hijo de puta…
Limpió el cristal con la manga y se volvió hacia el timonel.
—Todo a estribor. Atento al verde que se nos cruza. A estribor, mantén el rumbo que pase el de la luz verde.
El camarote del radiotelegrafista. Bajo de techo, alargado y angosto. Una litera deshecha. Un lavabo sucio, con un cubo de agua turbia debajo. Arrimada a la mampara, una mesa llena de libros, papelotes viejos, cajas de cerillas, una cartera vieja, una tabaquera china y cigarrillos esparcidos. Un cenicero repleto de colillas. Más cigarrillos sueltos sobre la cama, en el suelo y encima de la silla. La repisa del lavabo está llena de medicamentos. Opobyl, sales de Karlsbad, sales de fruta y yodo. De una cuerda que atraviesa el camarote de un extremo a otro, cuelgan unos calzoncillos mal lavados, una camiseta y un par de calcetines. En el suelo hay un cartón de Craven A abierto; un poco más allá, una caja medio vacía con manzanas y naranjas desprende un ligero olor a moho. Las paredes están cubiertas de reproducciones en color de la revista Life.
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