EL AUTOR
Nikos Kavadías nació en Manchuria en 1910. Tras una niñez viajando mucho debido al negocio de importación y exportación de mercancías que regentaban sus padres, se estableció en El Pireo. Aunque se presentó a los exámenes de ingreso a la universidad para estudiar medicina, la enfermedad de su padre lo llevó a trabajar desde muy joven en una naviera para mantener a la familia. Cuando su padre falleció, se embarcó con diecinueve años en el buque Agios Nikolaos. Fue el principio de toda una vida embarcado, a excepción de los años de la Segunda Guerra Mundial, en los que primero luchó en Albania y luego permaneció en la Atenas ocupada por los alemanes, hasta el fin del conflicto. La guerra frustró sus perspectivas de obtener el título de capitán, por lo que viajó por todo el mundo trabajando de radiotelegrafista en la marina mercante prácticamente hasta su muerte en Atenas, en 1975. Es autor de una obra muy reducida pero de tal trascendencia que actualmente se le considera uno de los más importantes poetas de la literatura griega. Es autor de tres poemarios: Marabú (1933), Bruma (1947) y Navegación de través (1987). La guardia (1954) es su única novela.
LA TRADUCTORA
Natividad Gálvez García, nacida en Valencia y licenciada en filosofía y letras por la Universidad Complutense de Madrid, ha dedicado todo su trabajo, tanto de traductora como de profesora y promotora cultural, a hacer de puente entre las culturas griega y española. Premio Nacional de Traducción, ha traducido al español a autores como Kostas Taktsís, Rhea Galanki y Menis Kumandareas. También ha sido directora del Instituto Cervantes de Atenas y del Centro Europeo de Traducción Literaria de esa misma ciudad, así como presidenta de la Asociación de Profesores de Español en Grecia.
LA GUARDIA
Título original: Βάρδια
© Nikos Kavadías, 1954
Primera edición: enero de 2021
© de la traducción: Natividad Gálvez García
© de la fotografía del autor: Filippos Chatzopoulos
© de la nota del editor: Jan Arimany
© de esta edición:
Trotalibros Editorial
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AD500 Andorra la Vella, Andorra
hola@trotalibros.com
www.trotalibros.com
Primera edición en castellano:
© Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 1994
ISBN: 978-99920-76-03-3
Depósito legal: AND.326-2020
Maquetación y diseño interior: Klapp
Corrección: Raúl Alonso Alemany y Miquel Saumell Santaeugènia
Diseño de la colección y cubierta: Klapp
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
NIKOS KAVADIAS
LA GUARDIA
TRADUCCION REVISADA DE
NATIVIDAD GÁLVEZ GARCÍA
PITEAS - 1
A Panayís Yannoulatos
Ferdinand: ¿Está muerta?
Bosola: Así lo quisisteis. Volved aquí los ojos.
Ferdinand: Ya la veo.
Bosola: ¿Y no lloráis? Otros pecados solo hablan; el asesinato chilla.
El agua humedece la tierra. Pero la sangre la salpica y mancha
los cielos.
Ferdinand: Cubridle el rostro: me ciega los ojos; ha muerto joven.
La duquesa de Malfi, John Webster
PRIMERA PARTE
—¿Quién?
Una mano levantó la trinca de la puerta por fuera, la entreabrió y permaneció a la espera.
—Soy yo, oficial Yerásimos, el agregado, quiero hablar con usted. ¿Se ha acostado?
—¿Qué diablos quieres, hombre? Hemos estado cuatro horas arriba y te acuerdas ahora. Entra y ponle la trinca a la puerta.
El primer oficial del Pytheas 1
estaba sentado en un sillón giratorio atornillado al piso. No llevaba más que los calzoncillos. Las piernas cruzadas. Se frotaba el tobillo con la palma de la mano. El cuerpo le brillaba por el sudor. Cuarentón, moreno, de ojos grandes.
—Bueno, dime, ¿pasa algo arriba?
Diamandís, el agregado de puente, se quedó parado ante él como un tonto. Buena planta, grande y rubio. Se limpió la frente con el revés de la mano. No sabía por dónde empezar. Balbuceó:
—Mire…, oficial Yerásimos… No sé, pero… me ha salido algo.
—¿Dónde, pedazo de bestia?
—Abajo…, como un grano… pequeño… No me duele, pero… qué sé yo…
—Maldito seas, hijo de perra.
Tabaleó los dedos en el extremo de la mesa y se quedó callado.
—Anda a buscar al radiotelegrafista. Y si está durmiendo, lo despiertas.
—Y con esto, ¿qué va a pasar?
—Haz lo que te digo, mentecato.
El primer oficial se quedó solo. Se secó el cuello con un pañuelo de color caqui. El camarote medía dos por tres. Portillas encima de la litera. Una mesa de despacho, un canapé y un estante con algunos libros. En el tabique, atornillada a una consola, colgaba una lámpara de petróleo. El ventilador giraba caldeando el ambiente.
Se levantó y apagó la parpadeante lámpara. Por las portillas entró la dudosa claridad de un alba de longitudes orientales.
Arrancó una hoja del viejo calendario de Brown y vació las colillas del cenicero. Las envolvió y las tiró por la portilla. No calculó bien, el paquete golpeó en la chapa, y se desparramaron todas por el suelo.
—Me cago en la puta —gruñó.
Se agachó a recogerlas. Antes de que hubiera acabado, la trinca volvió a levantarse.
El radiotelegrafista entró en primer lugar. Más bajo de lo normal y con poco pelo. Llevaba un pantalón caqui sujeto a la cintura por un solo botón. Los demás se le habían caído. Una de las orejas, más grande que la otra, le colgaba un poco.
—Buenos días, ¿qué pasa?
—Ojalá pasara algo. Pues nada, que este pájaro se ha pescado vaya usted a saber qué. Échale un vistazo tú, que entiendes de estas cosas.
Diamandís se mantenía algo apartado, con la cabeza gacha; parecía un Donatello.
El radiotelegrafista se sentó en un taburete de lona.
—Bájatelos.
—¿Yo? —Parecía estar perdido.
—Venga, hombre, que no hay chicas delante. Así, acércate más. Oficial Yerásimos, enchufa la lamparilla portátil y tráela aquí, que le enfoque las piernas. Enciende todas las luces. Estupendo. ¿Cuándo estuviste por última vez con una mujer?
—En Argel, cuando cargamos el carbón. Hace un mes y…
—¿Cuándo te diste cuenta?
—Hace dos noches, nada más zarpar de Sabang.
—¿Qué es lo que te has puesto?
—Yodo.
—Quítatelo todo: la camiseta, el pantalón y los calzoncillos.
—¿Todo?
—Como te parió tu madre.
Bajo la vacilante luz de la miserable lámpara eléctrica, el cuerpo del muchacho apareció blanco como la nieve, de cintura para abajo.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó mientras le observaba la espalda, el pecho, la cintura y las piernas.
—Diecisiete… cumplo ahora.
—Felicidades… Dime una cosa, Diamandís, ¿era negra?
—Sí.
—¿Guapa?
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