Sonrió.
—Por detrás. Me lo dijo mi madre una vez que no paraba de darle la lata para que me dejase embarcar.
—Si es que le da tiempo a salir, porque cada marinero tiene su tiburón. Y si consigues escapar es mucho peor. Te esperan hospitales de tercera clase, pasillos que apestan a lejía, camas pegadas unas a otras y moscas montándose delante de los moribundos. Lo que yo temo es la tierra firme. El fondo del mar está limpio. Y si te atrapa un pez, es algo que conoces, que tú también te comes cuando estás vivo. Ya me entiendes…
El primer oficial bostezó.
—Vaya tema de conversación que has sacado. Un canto fúnebre. Habla de cosas más alegres, hombre. Si estuvieses casado y tuvieras hijos, harías lo imposible por volver a casa a disfrutar de los tuyos y a morir entre ellos. No dices la verdad. No crees en lo que dices. Simplemente, te gusta decirlo. ¿Nunca te has enamorado?
Tardó en contestar. Se acercó a la garita y escribió algo con la uña en el cristal cubierto de vaho.
—La verdad es pecado. Es la más grosera, la más inhumana de las mentiras. Solo debe decirse para salvar la cabeza de la horca, solo entonces.
—¿La has dicho alguna vez?
—Solo una y todavía estoy pagando por ella.
—¿Y salvaste alguna cabeza al decirla?
—Perdí la mía.
—Venga, cuenta.
—Tenía quince años… Estudiaba primero de bachillerato, del antiguo. Era mentiroso, putero y ladrón. Todas las tardes iba a Los Juncos. Vendía algún libro por aquí y por allá, le metía mano a la cartera de mi padre e iba tirando. Entonces abrieron una «casa», la de Atenea, cerca de la estación. A setenta dracmas. Siete veces más que en Los Juncos o en casa Arjondo. ¡Pero qué chicas! Una de Salónica, que acababa de empezar la carrera… Se me puso difícil la cosa. La calderilla no me daba ni para ir una vez por semana. Entonces me acordé de aquel anillo mala sombra que mi madre no se ponía nunca. De oro, con diamantitos pequeños. Lo había visto muchas veces en su armario, envuelto en un papel, separado de las otras joyas. Lo mangué con toda facilidad. Eran las fiestas y teníamos vacaciones. Salí a buscar a un primo mío mayor que yo, un genio de la estafa. Nada que hacer. Fui a buscar a un cambista, y me puso en la puerta. Otro me daba cien míseras dracmas. Lo mandé a tomar viento fresco y me largué. Qué importa, pensé, esta noche le daré salida. Al subir las escaleras de mi casa, oí a Cocó, el viejo papagayo, gritar una palabra habitual en él: «¡Ladrón…, ladrón!». No era la primera vez que se la oía, pero, no sé, en aquel momento me dio mala espina. Al entrar en el recibidor, comprendí que la había armado. Melí, una guapa sirvienta que teníamos, estaba de pie, llorosa, con el hatillo en la mano. A su lado, mi madre le decía fuera de sí: «Si me dices la verdad, no te pasará nada».
»Comprendí. Dudé unos instantes, pero ya había pasado esa edad en que todos los niños son unos malvados. Tenía una vieja cuenta pendiente con Melí. Se lo había pedido muchas veces, y ella siempre me había rechazado. Es más, había ido con el chivatazo a mi madre. ¡La de bofetadas que he recibido delante de ella! La odiaba. Pero, así, sollozando y enrojecida, estaba más guapa que nunca. “¿Qué pasa?”, pregunté. Mi madre me respondió: “Anda, pasa y siéntate a la mesa”. “No me muevo de aquí. Primero decidme lo que pasa. A lo mejor yo sé algo”, repliqué
»La cefalonia me miró de reojo y dijo: “Ha desaparecido un anillo. Esta mañana lo he visto con mis propios ojos. En mi habitación no ha entrado nadie más que ella, a barrer. Ahora vete a comer”. Metí la mano en el bolsillo de mi chaleco y lo saqué. Lo levanté en alto, sosteniéndolo con dos dedos: “Míralo…”.
»Los ojos de Melí, sus bonitos ojos llorosos, se abrieron de forma extraña. Los de mi madre se volvieron minúsculos como bolitas: “¿Dónde lo has encontrado?”. No olvidaré nunca su tono de voz. No estaba enfadada. Estaba desesperada. Le dije: “No lo he encontrado. Lo cogí esta mañana. Te lo robé para venderlo. Tómalo”.
»Me abalancé hacia el pasillo y tropecé con mi padre, que se acariciaba la barba sonriendo. Mi padre…, el contrabandista de Lao Yang, el tahúr de Tianjin, el tendero de Pasalimani, ya en las últimas, el hombre menos compasivo que he conocido, me perdonó en aquel mismo instante. Pero la cuenta con mi madre quedó abierta.
—¿Y Melí?
—Melí… Yo fui el que quedé humillado ante ella en el lavadero. Y aunque había sido mi madre quien la había llamado para que presenciase el castigo, en cuanto terminó conmigo la echó con cajas destempladas, como si hubiera venido por iniciativa propia. Unos días más tarde, un domingo en que todos estaban ausentes, se me acercó mientras yo estaba estudiando. Sentí que su aliento me acariciaba, me quemaba. Olía a perfume barato.
»“¿Estás estudiando?”
»“Sí.”
»“¿No vas a salir?”
»“No.”
»“¿Quieres que me quede contigo?”
»“No.”
»Me acarició la cabeza.
»“Si quieres, no salgo… Gracias por lo del otro día. Y lo que quieras de mí, ya sabes…”
»“Sí, cuando vuelvas cómprame el Eva en el quiosco del tío Yorgos.”
»“¿Eso es todo, señor?”
»“Nada más.”
»Se marchó.
—¿Y no has vuelto a robar después de eso?
—Sí, muchas veces. Cuando nos separamos en España, me embarqué de oficial agregado en un paquebote. Era responsable de una de las bodegas. La Nochevieja de 1929 desembarcamos a media noche en el Pireo. Los cargadores abrieron una caja de despertadores franceses. Cogimos uno cada uno y la volvimos a clavar, con sus cintas y todo. Me metí el mío en el guardapolvo azul, subí al puente y enfilé hacia mi camarote con la intención de ponerlo a buen recaudo. Llevaba unas chocolatinas en el bolsillo para regalárselas a Amersa, una amiga de Mitilene. Ante la puerta de la primera clase estaba el capitán charlando con Makrís, el contable. Me llamaron. Permanecí algo retirado. «¿Has despachado la caja número tres?». Respondí: «Sí. En estos momentos están cerrando las escotillas».
»Mi tío me dijo entonces: “Acércate más. ¿Habéis estibado bien las cajas de los relojes?”. “Sí, capitán Yorgos”, contesté. “Bueno, pues vístete y vete a ver a tu madre.”
»Respiré, y ya me disponía a partir cuando, bien porque me persigue el diablo, bien porque los cargadores le habían dado cuerda para gastarme una broma, un tremendo estruendo salió de mi guardapolvo. El despertador sonaba a todo meter. Antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta, subí a cubierta y lo escondí.
»Nada más abrir la puerta de mi camarote, mi tío me espetó: “Bastardo de mierda, maldito ladrón. Da gracias a que es el día que es”.
Yerásimos se reía.
—Pues, créeme, aquel despertador sigue funcionando después de dieciocho años. ¿Tú has robado alguna vez?
—Yo también he metido mano en alguna de las cargas que recibía. Una vez forcé una caja de zapatos ingleses. Eran marrones, de piel de cerdo. Por la noche, llamé al bodeguero para repartírnoslos. Estaba orgulloso. Pero el otro, un ladrón de marca, les echó una mirada, meneó la cabeza y dijo: «Pedazo de bestia, bruto. Vaya una metedura de pata. Todos son del pie derecho». Yo le contesté: «Ya encontraremos la caja que tiene los del pie izquierdo».
»Pero qué va. El fletador conocía su oficio. En el siguiente viaje volvimos a cargar cajas de zapatos en el mismo puerto. Sacamos algunas para ver. Todos negros del pie izquierdo. El fletador, que era judío, los enviaba a través de dos o más compañías, mezclando las cajas.
—Vaya, hombre, ¿y qué hicisteis con ellas?
—Espera y verás. Se las vendimos a un tipo del Pireo de esos que hacen toda clase de trabajos. A los quince días vino a buscarnos al muelle: «Si tienes todavía de aquellos zapatos desparejados, te los compro», me dijo.
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