Camila Valenzuela - Zahorí III. La rueda del Ser

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Zahorí III. La rueda del Ser: краткое содержание, описание и аннотация

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Protagonizada por mujeres de distintas épocas, cuyos destinos se ven conectados por la magia, la saga Zahorí comienza en la antigua Irlanda, donde quedan pendientes una promesa por cumplir y un oscuro presagio. La acción se traslada al sur de Chile, a un pueblo llamado Puerto Frío, con la llegada de las hermanas Azancot a la casona de su abuela, Mercedes Plass, lugar donde se conectarán con la verdadera historia de su legado familiar.

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—¿Y nosotras? –dijo Manuela.

—Nos vamos con la Marina y León a buscar el talismán de Ciara. Probablemente vamos a necesitar el viaje astral para ir al pasado, sin duda nosotras dos somos las mejores rastreando y León es el que más experiencia tiene contra los oscuros.

—Me parece bien –afirmó Manuela al mismo tiempo que Marina.

—Deberíamos conversarlo entre las tres primero –dijo Magdalena.

—¿Para qué, Maida? El plan de la Luciana es lo más concreto que tenemos hasta el momento –dijo Manuela.

No podía negarlo: era cierto.

Y ya no quedaba tiempo.

Apenas quedaban vidas.

—¿Cómo nos vamos a comunicar? –preguntó, casi resignada.

—Lo mejor es que no tengamos contacto, por lo menos durante un mes –contestó Luciana.

—Qué conveniente.

—Tiene sentido, Maida –dijo Manuela–. Si los oscuros atrapan a un grupo, es mejor que no tengan idea de dónde está el otro.

—Hay una forma, en todo caso… –agregó Luciana.

—Habla –ordenó Magdalena.

Se arremangó la ropa y les mostró la marca que llevaba en el antebrazo:

—La cruz solar; todo el clan de fuego la tiene.

—¿Qué significa eso?

—Que nos podemos sentir: si paso mi dedo por encima en dirección de las agujas del reloj, estamos vivos. La podemos usar una vez al día, cada día, para que la magia no llame la atención de los oscuros.

Magdalena sopesó sus posibilidades. No tenía muchas.

—Un mes –declaró-. Ni un día más, ni un día menos. Los demás, ¿están de acuerdo? –preguntó y todos asintieron.

Marina continuaba con la mirada en el suelo; se sentía traicionada.

—Hay que ver cómo lo vamos a hacer para encontrarnos–dijo Emilio.

—En este mismo lugar, frente a la tumba de Mercedes –respondió Luciana–; su energía seguirá acá por un buen rato.

Le chocaba la forma en que Luciana hablaba de su abuela, como si no acabase de morir asesinada o como si quien hubiese muerto fuera solo una elemental más. Entendía que para la elegida de fuego, Mercedes Plass era más una leyenda o una veterana representante de la tradición que una abuela, pero estaba con otras personas que la quisieron y la llorarían durante mucho tiempo.

Quiso decírselo, pero no tuvo fuerzas.

—Bien. Partimos en una hora –dijo finalmente, sin poder quitar sus ojos de Marina.

Los demás asintieron.

Y ella continuó rota.

Comieron rápido y en silencio, más por el hambre que por el tiempo. Apenas terminaron, comenzaron a desarmar el campamento. Magdalena le pasó las últimas cosas a Gabriel y, luego, se acercó a Marina; se veía demasiado concentrada para estar llenando una mochila.

—¿Necesitas ayuda? –le preguntó.

—No.

—Mari…

—No me digas así.

—Es de cariño.

—Hay formas más concretas para demostrarlo.

Puso su mano sobre la mochila para que dejara de armarla y estuviera obligada a mirarla.

—Lo siento, de verdad, pero no hay otra opción.

—Eso significa que si vuelve a atacar…

—No voy a limitar mi poder.

—Tienes el talismán de Aïne, Maida.

—Lo sé.

—Sabes lo que eso significa.

—Sí.

—Realmente estás dispuesta a matarlo.

—Damián ya no está, Marina.

—¿Cómo puedes estar tan segura de eso?

—La Meche acaba de morir –apenas lo dijo, su voz se quebró y Marina rehuyó su mirada–: ¿Qué más pruebas necesitas?

—Mira, Maida, ya tomaste una decisión en la que yo no tengo pito que tocar. Así que ahora déjame sola –le dijo y volvió a su mochila.

—Vas a tener un mes para estar sin mí.

Solo el silencio le respondió.

—¿De verdad nos vamos a despedir así?

Con más fuerza de la necesaria, empujó otra vez las cosas hacia al fondo de la mochila. Tiró del cordel hasta cerrarla y solo entonces volvió a fijar los ojos en ella. Por un momento recordó las peleas que tenía con Manuela: cómo se hablaban, cómo se miraban años antes, cuando no conocían otra forma de relacionarse.

Marina abrió apenas la boca, pero no dijo palabra alguna. Tampoco fue necesario, Magdalena sabía lo que habría dicho: que estaba dispuesta a matar a Damián, aun sabiendo lo importante que era para ella; aun sabiendo que era inocente.

Tomó aire para insistir una vez más:

—No hay otra forma.

—Ni siquiera la has buscado.

Hay corrientes heladas que lo entumecen todo.

Hay espacios vacíos que los creía llenos.

Marina levantó la mochila en un impulso firme y se la puso tras la espalda. Quiso tomar su mano, abrazarla, convencerla para que se despidieran, porque incluso teniendo todo el poder que tenían, no sabía con certeza si las dos estarían vivas dentro de un mes. Pero se quedó quieta, entumecida, viendo como Marina se alejaba de ella para unirse a su grupo de viaje.

Sintió la mano de Gabriel sobre el hombro:

—Déjala. Ya se le va a pasar.

—Espero estar viva para ver eso –se giró hasta quedar frente a él.

—Vamos a estar bien.

—Ojalá tengas razón.

Caza

Frente a ella había un mar verde de enredaderas teñidas de oscuridad. La casona que alguna vez albergó a una de las últimas generaciones de elementales y enviados del aire, ahora no era más que ruinas devoradas por la naturaleza. Pronto, lo mismo ocurriría con la casa de Mercedes Plass.

Caminó despacio, aunque solo para disfrutar el momento. Por fin había comenzado la liberación. La resistencia creía que se trataba de esa noche, esa única noche. Estaban lejos de entender que era un proceso iniciado siglos atrás y que solo acabaría cuando todas las hijas e hijos del fuego estuvieran realmente en libertad.

Dos cuerpos se acercaron desde el fondo de la casa en ruinas. Los reconocía: antes, él era don Mancho y ella, Filomena; ahora, sin embargo, eran pieles poseídas y anónimas. A excepción de An Damnaigh, ningún oscuro recordaba quién había sido en su primera vida; eran almas atrapadas en cuerpos ajenos, sin nombre y sin pasado.

—No queda nada –dijo él.

—¿Están seguros? –les preguntó.

—Así es –afirmó la mujer.

—Bien. Devuélvanse a la casa de la vieja. Yo le informaré a An Damnaigh.

Estaba acostumbrada a trabajar sola, así que mandar a otros para luego reportarle avances al Maldito era todavía un gesto demasiado extraño. Sin embargo, había logrado ganar su confianza y pretendía mantenerla. Por esa razón, cuando le dijo que revisara las ruinas del clan de aire y tierra, no lo dudó. La envió junto a dos oscuros más, los mismos que ahora veía alejarse entre el ramaje del bosque; dos sombras oscuras fundidas en la noche.

Miró al cielo, sin estrellas ni luna, y recordó a León: no esperaba que fuera ella la supuesta traidora que los demás buscaban. No esperaba que fuera ella la que iba detrás de las hermanas, la que quería justicia.

Venganza, pensaba él.

“Significa que terminó”, le había dicho con las cejas rectas y la mirada dura. La sola idea de terminar algo, antes de empezar cualquier cosa, era absurda. Con todo, igual le dolía.

“León no conoce la historia real; si lo hiciera no habría reaccionado así”, pensó. Si lo hiciera, estaría a su lado, luchando por la libertad de sus ancestros, de todas las elementales y enviados condenados por las originales. Era la mentira, la historia reproducida en máscaras, aquello que le había hecho atacarla. Por eso su reacción. Por eso le había dicho que no quería verla más, que la próxima vez sí le lanzaría esa esfera de luz.

—¡Celina! –ya reconocía la voz de Blyth, grave, dolorosa.

Se dio vuelta y vio una silueta a la distancia.

—Blyth –dijo cuando lo tuvo frente a ella.

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