[…] se sitúa entre dos mundos y es esta doble referencia al mito, por una parte –concebido en adelante como perteneciente a un tiempo remoto, pero aún presente en las conciencias– y por otra a los nuevos valores –desarrollados con tanta rapidez por la ciudad de Pisístrato, de Clístenes, de Temístocles, de Pericles– lo que constituye una de sus originalidades y el resorte mismo de su acción. (Vernant, 1987, p. 11)
No creemos, con todo, que esta doble referencia de la tragedia al mito y a la ciudad, la primera centrada en el asombro que todavía genera el relato sobre los seres y acciones de otros tiempos, y la segunda encuadrada en los desvelos y ansiedades que origina la vida de los hombres en comunidad, pueda rendir sus frutos a menos que el trabajo artístico de los autores se ejercite previamente en una selección del material mítico. Dado que la frontera última de la creación trágica es la imagen de la ciudad que cada uno de los poetas tiene en mente, la elección de los mitos sería hecha en función de esa imagen. Desde luego, se trata de una imagen cambiante cuyos contornos varían conforme se modifica la ciudad con el paso de los años. Sensibles a las mudanzas del entorno cívico, los autores de piezas trágicas adecúan los mitos elegidos a las circunstancias puntuales que rodean la polis en un momento dado, y no al revés. Esta adecuación no solo demuestra la elástica naturaleza del mito; también atestigua la versátil maestría de los hacedores poéticos.
La tradición oral de la cual hacen uso los autores dramáticos, y en especial los tragediógrafos, no es tomada en su totalidad, y no puede serlo. La razón es sencilla: no todo el universo mítico conocido y disponible, de por sí abundante, disímil y a veces contradictorio en sus distintas versiones, facilita su eventual puesta en escena. Antes que desmentir la idea de estabilización relativa, esta razón no hace más que reafirmarla. Del mismo modo, como no todo lo contado por Homero y Hesíodo reaparece entre los trágicos, no todas las tramas trágicas hacen eco a lo referido por aquellos. Tres acotaciones nos sirven para demostrar el aserto: en el material literario griego anterior al siglo V, ¿dónde encontramos, salvo en los versos 321-325 de la Odisea (XI), en los que se hace una somera alusión al personaje de Fedra, una referencia directa a la leyenda de Hipólito que motiva la tragedia epónima de Eurípides? O, en otra dirección, ¿en cuál de las obras conservadas de los tres autores trágicos clásicos hallamos, como motivo estructurante de la intriga, la historia en la que padre (Urano), hijo (Cronos) y nieto (Zeus) se trenzan en relaciones arteras y violentas cuyo fin es acceder definitivamente a la soberanía divina e instaurar un orden cósmico inalterable, y la cual relata Hesíodo en su Teogonía ? Y, por último, ¿de qué materiales echa mano Sófocles para contar, por boca de Teucro, que Héctor, el gran héroe aqueo, en lugar de morir a manos de Aquiles (tal como se narra en la Ilíada, XXII, 395-ss) “fue desgarrándose hasta que expiró”, sujeto por el cinturón que este le había regalado y que lo ataba al barandal de su carro? ( Cfr . Áyax, V, 1031). Planteadas sin mucho desarrollo, estas rápidas acotaciones tienen el mérito de indicarnos que la primera fase del proceso de reaprehensión ha de pasar inevitablemente por la criba o el destilado de la sustancia poética. Los autores trágicos someten, pues, el conjunto de relatos míticos a un deliberado proceso de selección. Del amplio acervo fijado por escrito, escogen una parte y descartan otra. ¿Qué parte dejan por fuera? Solo un estudio comparativo, elaborado con base en exhaustivas recopilaciones mitográficas, podría establecerlo. Por supuesto, tal pretensión se aparta de nuestro propósito. No obstante, hoy sabemos que el conjunto de las obras trágicas conservadas demuestra que los mitos vinculados directamente con la historia de Dioniso han quedado al margen. Muy ocasionalmente, explica Lesky (2009), “encontramos como tema el relato del nacimiento del dios o los mitos de adversarios como Licurgo y Penteo, pero no basta para reconocer un período de desarrollo en el que la tragedia era una obra de contenido puramente dionisíaco” (p. 376). En efecto, salvo Las Bacantes de Eurípides, pieza de profundo contenido religioso con la cual el autor se habría despedido de la escena ática, ninguna otra tragedia se ocupa de dramatizar elementos pertenecientes al culto de esta divinidad. Por ahora, ignoramos si la tragedia más antigua, es decir, la que hubo de servir de germen al desarrollo de la consolidación del género, incluía o no algún contenido explícitamente dionisíaco. Y, a juicio de De Romilly (1997), es de suponer, también, que mitos apoyados en elementos desmedidamente inverosímiles o en motivos manifiestamente burlescos quedarían separados del conjunto utilizable, bien por necesidades artísticas, bien por razones de gusto (p. 170).
¿Qué eligen? Siendo coherentes con lo dicho hasta aquí, los autores trágicos seleccionan solo una porción del conjunto mítico conocido. Así es como entendemos el pronunciamiento de Aristóteles según el cual la tragedia versa en esencia sobre algunas familias, a saber, las de “Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes, Télefo” ( Poética, 13, 1453a, 17-21). Pero el Estagirita no se ciega a otra posibilidad: en caso de que estas no proporcionen lo que se requiere para la actividad de creación, los poetas tienen libertad de “inventar” otras, siempre y cuando respeten la norma estética de lo necesario o verosímil. ¿Qué tienen en común las familias que son llevadas a las tablas? Aparte de que cuentan con una probada nombradía y gloria (por no decir con una fama imperecedera), incluyen entre sus miembros figuras divinas (como el caso del Prometeo encadenado ) o heroicas, seres excepcionales cuya existencia se rige por un destino especial. Dicho más puntualmente: a escena no se lleva cualquier grupo familiar, abstraído de los cientos que integran el ingente caudal mítico griego; a escena se retrotraen únicamente aquellos seres –hombres o mujeres– cuyos caracteres se traducen en actuaciones heroicas, ejemplares, paradigmáticas, rayanas en la desmesura, el exceso o la obstinación. Y dado que dichas acciones, ejecutadas en medio de situaciones límite, son la vivísima encarnación de lo que los griegos llaman hybris (“orgullo”, “desmesura”), la consecuencia de las mismas no es otra que el desencadenamiento de la ruina propia o ajena. Impulsados a actuar, urgidos incluso por la necesidad irrefrenable de manifestarse existencialmente en la acción, los héroes épicos que son refigurados en el drama atraen sobre sí la desgracia. Y sus conductas son valoradas como pavorosas no solo porque implican un hecho de muerte, sino porque dejan una estela de separación, salpicada de congoja, estupor y miedo. Como afirma García Gual (2006), “la actuación de los héroes conlleva –diríase que fatídicamente – sufrimientos y muertes de los seres queridos en un escenario de intensa truculencia” (p. 186). O, para decirlo en términos aristotélicos, los héroes épicos que aparecen sobre el proscenio del teatro gozan de una característica común: las vicisitudes traman sus vidas.
Una de estas características, quizás la más importante, tiene que ver con la fortuna, pues luego de disfrutar de existencias plenas, afamadas y colmadas de una “fabulosa prosperidad”, terminan siendo abatidas por una “fabulosa adversidad” ( Cfr . Alexander, 2015, p. 117; Webster, 1964, p. 186). Otros autores han insistido, no sin razón, en el hecho de que la desgracia del héroe debe ser entendida en términos de sacrificio o, si se quiere, de suicidio o asesinato ritual (Sánchez Giraldo, 1980, p. 65). La muerte del héroe en la tragedia es por lo general un acto transido de violencia sacrificial. No solo hay sangre, instrumento de sacrificio o causa ritual de muerte, sino que además toda la atmósfera del desastre heroico se ve envuelta por un profundo dramatismo. Tanto si el héroe se da muerte a sí mismo como si otros son los causantes de ella, el evento se tiñe de tintes sacrificiales. Como señala Burkert (2011), “en Esquilo, Sófocles y Eurípides, la situación del sacrificio, la matanza ritual, el zyein (‘sacrificar’), constituyen el trasfondo, cuando no el centro de la acción” (p. 74). Lo cual no implica que la tragedia desconociera la posibilidad de los finales felices, o que, en un género de tan vasta duración, no se incorporaran variantes tendientes a conservar el carácter trágico a despecho de la presunta regla de los finales desastrosos (como ocurre con las Euménides , de Esquilo, o el Ion de Eurípides).
Читать дальше