Mauricio Vélez Upegui - El eco de las máscaras

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Una convicción y una esperanza aúnan los estudios recogidos en este libro: la convicción de que esas piezas dramáticas denominadas tragedias, lejos de haber agotado su enorme potencia de sentido, todavía destilan vida, y, más, configuran fecundos horizontes de referencia para comprender muchos de los problemas en los que se ve implicado con frecuencia el hombre de nuestros días; y la esperanza de que otros lectores, amantes del mundo griego, encuentren en estas páginas dos o tres consideraciones o apuntes cuyo contenido les sirva para reavivar el diálogo que, juzgado de un modo desapasionado, el presente merece tener con el pasado.

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En su dimensión épica, sea en versión homérica, sea en versión hesiódica, sea en una versión privada de atribución personal, el mito llega a ser el lenguaje más característico de aquellas comunidades humanas en las que la trasferencia del saber tradicional, la enseñanza de las costumbres, la indicación de las líneas de parentesco, el registro de las jerarquías de poder, la descripción de los bienes privados, etc., se transmiten por vía oral. No habiendo escritura, o habiéndola solo en un estado embrionario, la palabra hablada se convierte en la herramienta primaria de la comunicación interpersonal. En calidad de lenguaje oral, el mito se afinca discursivamente en una larga secuencia de palabras cuya articulación interna, regulada por una doble determinación causal y temporal y sometida a los patrones de una métrica estricta (por no decir formularia), sirve de vehículo de expresión a las acciones de los dioses, héroes, animales fabulosos y demás potencias cósmicas que intervienen físicamente en la naturaleza. Cierto que el mito no se priva de ahondar en la compleja vida interior de los agentes implicados en el relato; pero no es menos cierto que su énfasis expresivo y referencial recae en las acciones realizadas por dichos agentes. Cargadas de poderosas resonancias religiosas, tales acciones dan cuenta del incesante dinamismo que distingue al cosmos como totalidad observable de los mismos seres que lo conforman, según su respectiva naturaleza. Quienes las oyen, ora en el cálido ambiente del fuego familiar, ora en el bullicioso reducto de la plaza pública, quizás encuentran en ellas, si no modelos de conducta que ameritan ser imitados, principios explicativos con base en los cuales tienden a forjarse una imagen del mundo. Pero cualquiera sea el modo de experimentar el contenido de las acciones escuchadas, este queda reservado a la vivaz o apocada imaginación de los individuos. Son ellos quienes, en privado o a la vista de todos, se hacen una idea, representación o imagen mental de las gestas, pasiones, palabras, etc., que componen el perfil divino o heroico de los personajes míticos que son referidos por los cantores o recitadores profesionales. Lo que oyen, al amparo de unas condiciones comunicativas muy diferentes de las que presiden el desarrollo de la cultura escrita, lo intentan refigurar en sus mentes, apoyándose en formas, decorados, funciones y movimientos conocidos. Con todo, lo refigurado, aunque pueda permanecer cierto tiempo en la mente de los oyentes, acaso sufriendo modificaciones debido al contacto con nuevos estímulos verbales, nunca se ofrece a la contemplación externa.

Muy distinta es la situación que tiende a configurarse cuando el mito, especialmente aquel que es objeto de selección por parte del autor, abona el versátil campo de la escena teatral. Más que plasmar en largos hexámetros o pentámetros dactílicos los motivos que integran el mito, el tragediógrafo los adapta, bajo un esquema métrico más acorde con el habla cotidiana, a las distintas posibilidades expresivas que entraña cualquier diálogo humano: intercambio de preguntas y respuestas, alternancia de afirmaciones y declaraciones, informes detallados de acontecimientos acaecidos con anterioridad a los encuentros conversacionales, frases cortadas por los interlocutores, etc. Así, el diálogo a varias voces y el canto poliestrófico toman el lugar ocupado en el pasado por la voz dominante del aedo o rapsoda (e incluso por la voz subjetiva del poeta lírico). El modo indirecto de la dicción poética cede su paso al modo directo. La técnica formularia “agrupada alrededor de temas uniformes tales como el consejo, la reunión del ejército, el desafío, el saqueo de los vencidos, el escudo del héroe, y así interminablemente” (Ong, 1987, p. 31), o la habilidad de improvisación, igualmente, son reemplazadas por el libreto , por una escritura previa que demanda otro tipo de aprendizaje, otra clase de memoria. Y tras el edificio de la escena, pero nunca en frente del auditorio que lo escucha y le hace eventuales peticiones poéticas, suponemos la presencia del autor, atareado en los diversos compromisos que debe atender como artífice último de la ficción dramática. Artífice de ficción, puesto que su labor se concentra en hacer que el mito cobre vida o, más bien, en suscitar artificialmente esa impresión.

En la tragedia, dicho en términos figurados, el mito adquiere carácter, energía, apariencia de voluntad. La divinidad, masculina o femenina, emerge sobre el escenario como si fuera tributaria de una voz y un cuerpo perceptibles, en cierto modo similares a los de cualquier mortal; el héroe o la heroína, al ser introducidos en el contexto teatral, dejan de ser simplemente mencionados o aludidos y se muestran como si obraran en realidad de verdad, instigados por temores, dudas, quejas, ambiciones o deseos de venganza; y un elemento natural (por ejemplo, el océano del Prometeo ) interviene en la trama dramática como si estuviera provisto de atributos reservados solo a la raza de los hombres. Nada de lo que se ve u oye sobre las tablas es real, nada detenta consistencia tangible, nada denota una existencia duradera, pero la imitación ejecutada por los actores debe producir ese efecto en los espectadores. Todo ha de enseñar la marca distintiva del falso-semblante. En el marco estrecho delimitado por las barracas, la ficción tiene que campear a sus anchas, irrigar sus alcances ilusorios sobre la orquestra y aun sobre los hemiciclos del auditorio, impregnando de espantosa y placentera fabulación el campo visual y auditivo de los asistentes. El mito aguarda ser personificado al calor de extenuantes interpretaciones, en la esperanza de provocar entre los circunstantes, durante unos pocos días, el sentimiento de que un pequeño universo se levanta delante de sus propios ojos. Ello explica porque, más que ir a oír la palabra contada , el ciudadano ateniense va a al teatro a escuchar la palabra encarnada . En resumen, el drama se empeña en dotar al mito de una objetividad simulada, hecha de fingimientos creíbles, de dobleces convincentes. 7

Con todo, poco valor literario y débil incidencia social tendría la actividad de reestructuración poética que intenta proporcionarle apariencia de vida al mito, si la labor del tragediógrafo se limitara únicamente a solucionar problemas de índole formal. Una muestra de destreza técnica o una demostración de maestría en el arte de componer tragedias no es garantía de trascendencia espiritual. No pocas veces la tenencia de unas cualidades excepcionales para crear algo en el terreno del arte desemboca en un estado de parálisis estética. Por eso, para los griegos, cualquier obra formalmente lograda pero vacía de contenido, resulta fallida o precisada de cumplimiento. De ahí la obligación de que el autor atienda, con igual o mayor cuidado, el asunto de la sustancia temática.

Atender la sustancia temática del mito o, lo que es igual, ocuparse de su contenido, es parte del quehacer interpretativo reservado al autor de tragedias. Con el mito, sostiene De Romilly (1997), “la fijeza del marco deja la mayor parte a la interpretación, y subordina el dato general a lo que él quiere trasmitir” (p. 162). Por tal razón cabe suponer que el autor, antes de fijar por escrito la obra que será representada durante las Dionisias Urbanas , examina pacientemente los postulados de sentido que el relato mítico encierra. De este examen depende el uso que luego habrá de darles a dichos postulados bajo la figura de un ordenamiento dramático. La interpretación, que cambia o puede cambiar de un autor a otro, abre, en lugar de cerrar, el mundo englobado por el relato mítico. La consecuencia de esta apertura es la intensificación de su dimensión intemporal y, más, de su dimensión universal. No en vano, al ubicarse por encima de la situación particular del ciudadano medio, la historia referida por el mito atañe, sino a todos los que la escuchan, a más de uno.

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