Javier Valenzuela - Limones negros

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Tánger, otoño de 2015. La corrupción española atraviesa el estrecho en busca de nuevas oportunidades. Lola Martín, capitana de la Guardia Civil, sigue la pista en la ciudad marroquí de los tejemanejes de Arturo Biescas, presidente de BankMadrid. Sepulveda profesor del Instituto Cervantes, le ayuda en sus pesquisas. ¿Hasta donde puede soportarse la corrupción? ¿Es lícito tomarse la justicia por su mano cuando la vía oficial resulta inoperante? Sepulveda y Lola Martín se hacen esas preguntas conforme van apareciendo cadáveres y entra en escena Adriana Vázquez, la femme fatale de Tánger.

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Un botones de la recepción —uniforme con sombrerito y chaquetilla de color rojo, como los de los hoteles europeos de entreguerras— nos condujo a la azotea, que hacía las veces de restaurante al aire libre. Ofrecía una vista panorámica sobre la bahía de Tánger, arrancando en la Kasbah y la Medina, continuando con el puerto y la playa y terminando con el soñoliento cabo de Malabata en el extremo oriental.

Nos sentamos en una mesa cubierta por un mantel de hilo blanco en cuyo centro se alzaba un pequeño florero con una rosa roja. El botones se despidió diciendo que iba a avisar a un camarero. Éramos los únicos clientes del lugar.

—¿No vas a comprobar que tus colegas te han pasado la mercancía correcta? —Messi no le había dado el menor vistazo al interior de la bolsa que le había entregado el copiloto del Porsche Cayenne y ahora descansaba sobre una silla. Las formas adoptadas por la bolsa insinuaban la existencia en su interior de cajitas rectangulares.

—No hace falta. Conozco a esos chavales desde niño, también son de Casabarata. —Casabarata era el barrio pobre de la periferia de Tánger donde el huérfano Messi había sido criado por sus abuelos. Se decía que cualquier cosa que te robaran en la ciudad podías volver a comprarla allí.

—Pues sí que han prosperado.

—Aquí también ha llegado el capitalismo, jai . Después del rey, la religión y el fútbol, lo más importante en Marruecos es la ley de… ¿Cómo se dice?

—¿De la oferta y la demanda?

—Esa misma. —Sacó un paquete de Marlboro rojo de su cazadora de cuero, tomó un cigarrillo y lo prendió—. Estos chavales empezaron con el trapicheo de chocolate en el barrio, pero ahora ganan mucho más dinero con otras cosas.

—¿Cosas made in China ?

—Made in China, made in Korea, made in America… Estamos en el siglo XXI, Sepúlveda. Ya era hora de que te incorporaras a él.

—Lo dices por el móvil, claro.

—Claro. Ese cacharro es de puta madre. Si me hubieras dicho que lo querías, te lo habría conseguido barato, muy barato.

—Te juro que ni sabía de su existencia. Julia me lo regaló cuando yo estaba a punto de embarcar en Barajas, seguramente para evitar que lo rechazara. —Un camarero se acercó a nuestra mesa y le pedimos dos cervezas Casablanca—. A ella le va bien en su diario. No gana mucho, pero no la censuran. Es uno de esos nuevos periódicos que solo existen en Internet. Lo han creado veteranos despedidos de la prensa de papel.

El viento, que ahora zarandeaba las copas de las palmeras de la azotea, había conseguido que el cielo volviera a ser de un azul tan intenso y despejado como el del cuadro que aquí había pintado Matisse. Unas gaviotas sobrevolaron la azotea a baja altura, casi con el mismo descaro del que siempre han abusado las moscas para importunar a los humanos. Desde la Medina surgió la voz de un almuédano llamando a la oración que precede al almuerzo.

Messi arrojó la colilla al suelo, pese a que en la mesa había un cenicero de cerámica de Fez: las viejas costumbres tienen la piel muy dura. Entonces formuló la pregunta que yo sabía que le rondaba desde que entré en su tienda, una hora antes:

—¿Cómo te va con Leila?

—Fatal, hermano, fatal. La llamé hace unos días para proponerle cenar juntos, pero no me contestó. Le dejé un mensaje y nada, no he tenido la menor noticia suya.

—¿Qué le has hecho para que esté tan mosqueada? —Su rostro de mulato claro expresaba preocupación—. ¿Le has puesto los cuernos? A mí puedes contármelo.

—Nada, no he hecho nada especial. Quizá ahí esté el problema. Leila llevaba un año reprochándome que nuestro idilio hubiera perdido magia, así lo decía, y que yo estuviera convirtiéndome en un tipo gruñón y previsible. Tiene razón en las dos cosas, qué quieres que te diga. El tiempo no pasa en vano ni por una persona ni por una relación.

—Las mujeres son muy raras, Sepúlveda.

—Casi tanto como los hombres, Messi, casi tanto.

4

Adriana Vázquez cabalgaba a Lucas Blanco, bien anclada sobre su pene erecto. Sus manos se apoyaban en las costillas del actor, su pelvis subía y bajaba con el ritmo y la fuerza de una máquina compresora, y en su rostro Lucas creía ver la furia de la Gorgona. Adriana gemía roncamente, a él le escocían los arañazos con los que ella había roturado sus pectorales y, por primera vez en sus aventuras de cama, el seductor de tantas películas y series televisivas sintió algo similar al miedo.

Ese miedo aumentó su excitación. Adriana se arqueó hacia atrás, apoyó sus manos en las espinillas de su partenaire y pasó del galope al trote. Ahora su vagina succionaba de modo persistente la virilidad de Lucas. Él alzó los brazos, pero no logró su propósito de alcanzar los pechos de la mujer. Incorporó el torso unos treinta grados y lo consiguió. Volvió a sentir el placer de acariciar aquellos senos perfectos, de apreciar su volumen y su firmeza. Ella respondió con unos temblores.

Adriana detuvo los movimientos pélvicos y se concentró en la sensación de sus pechos. Abrió los ojos y los hundió en los de Lucas. Este le sostuvo la mirada unos segundos y luego la desvió hacia los pezones de Adriana: su color caramelo oscuro contrastaba con la blancura de la piel. Los pellizcó y los sintió gruesos y prietos. Ella se agachó para besarle con fiereza en la boca, volvió a echarse hacia atrás, le llamó cabronazo y reanudó su cabalgar.

Horas antes, cuando regresó a su casa al término de la primera jornada del campeonato de golf, Adriana Vázquez no barruntaba llevarse a la cama al actor. Era guapo, sin duda, pero no le había causado una impresión cegadora durante la conversación que habían sostenido en presencia del embajador. Su aire canalla parecía más una pose teatral que el fruto de una vida apasionante; su sentido del humor no iba demasiado lejos; su seguridad en su apostura física podía llegar a ser fastidiosa. Adriana conocía a decenas de jóvenes como él.

Y, además, cabía la posibilidad de que Suleimán llegara a la ciudad esa noche de sábado. A mediados de semana, le había telefoneado para advertirle de que, si lograba cerrar a tiempo unos negocios en Casablanca, viajaría en su Learjet hasta el aeropuerto Ibn Batuta para pasar en su chalé de Malabata lo que quedara del fin de semana. Ella le había contestado que, por supuesto, le reservaba todo su tiempo después de la cena oficial del campeonato del Royal Country Club.

Le alegraba la posibilidad de reunirse con Suleimán, al que no veía desde agosto, una de las separaciones más largas en la docena de años que duraba su relación. Adriana le echaba de menos. Lo que sentía por él no era solo agradecimiento por todo lo que había hecho por ella, sino mucho más. Suleimán era elegante, sensual y divertido, jamás se aburría en su compañía. A él podía contarle todo: sus problemas profesionales, sus necesidades económicas, sus estados de ánimo, hasta alguna que otra de sus aventuras amorosas. Hacía ya unos cuantos años que no se acostaban, pero seguían siendo muy buenos amigos. Como Luis XV y Madame de Pompadour en sus últimos tiempos, solía decir él.

Adriana había abandonado el Royal Country Club a las siete de la tarde, para ir a su villa en el Monte Viejo, cambiarse allí para la cena y estar de vuelta a las nueve. La primera jornada del campeonato había transcurrido sin otro incidente que un breve chispeo a la hora del almuerzo que no había llegado a embarrar el terreno. El reportaje emitido por Medi 1 había estado muy bien y ella había salido guapa y profesional, según le había dicho uno de sus colaboradores marroquíes. El reportaje había incluido quince segundos de imágenes del célebre actor español Lucas Blanco caminando por el césped en dirección al lugar donde acababa de enviar una pelota.

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