Javier Valenzuela - Limones negros

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Tánger, otoño de 2015. La corrupción española atraviesa el estrecho en busca de nuevas oportunidades. Lola Martín, capitana de la Guardia Civil, sigue la pista en la ciudad marroquí de los tejemanejes de Arturo Biescas, presidente de BankMadrid. Sepulveda profesor del Instituto Cervantes, le ayuda en sus pesquisas. ¿Hasta donde puede soportarse la corrupción? ¿Es lícito tomarse la justicia por su mano cuando la vía oficial resulta inoperante? Sepulveda y Lola Martín se hacen esas preguntas conforme van apareciendo cadáveres y entra en escena Adriana Vázquez, la femme fatale de Tánger.

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Ya no dejé de mirarla.

Cuando terminó el tema que había estado bailando, Lola Martín permaneció en la pista unos segundos, los suficientes para decidir que el nuevo no le interesaba, y terminó abandonándola y quedándose de pie en el borde. Le molestaba la humareda de los muchos fumadores de cigarrillos y narguiles porque con la mano derecha abanicó el aire a la altura de su nariz. Llevaba zapatos de tacón bajo y unos vaqueros y una cazadora semejantes a los que yo le había visto las dos veces anteriores. De su hombro izquierdo colgaba un pequeño bolsito metálico.

Messi sacó un paquete de Marlboro, ofreció uno a Malika, que lo aceptó, y prendió el suyo y el de su novia mientras me preguntaba:

—¿Conoces a esa chavala?

—En realidad, no —repliqué—. Es una española que me instaló el WhatsApp en el móvil una mañana que coincidimos en el Chellah. Luego la volví a ver en una conferencia en el Severo Ochoa. Pero solo he intercambiado cuatro palabras con ella.

—Pues no le quitas la vista de encima, jai . ¿Te gusta?

—No está mal. Alta, flaca y con estilo. Pero no es mi tipo; ya sabéis que prefiero las morenazas. —El fantasma de Leila se paseó por la mesa, quise ahuyentarlo añadiendo—: Parece que está sola, ¿no?

—Está sola, Sepúlveda —confirmó Malika. Era de Larache, había hecho estudios primarios en un colegio español y hablaba un buen castellano con acento de Cádiz—. No ha buscado a nadie con los ojos al terminar de bailar. Yo me fijo en esas cosas.

Le agradecí la información enviándole un guiño, al que ella respondió con otro. Me levanté de la silla y dije:

—Si aparece algún camarero, pedidme un tequila reposado. En vaso de chupito y sin sal, hielo, limón o cualquier otro exotismo. Voy a saludarla.

No me dio la oportunidad de sorprenderla por la espalda, quizá porque la Guardia Civil está entrenada para desarrollar un sexto sentido en esa materia. Giró la cabeza cuando yo estaba a un metro de su posición, me miró a través de sus gafas de pasta negra, me identificó y sonrió con guasa.

—Vaya, vaya, profesor; está usted en todas partes. Va a ser verdad eso de que es una institución en Tánger.

—Lo mismo digo, capitana. Pero recuerde que habíamos quedado en tutearnos.

—Tienes razón. Y puestos a precisar, prefiero que me llames Lola. —Abrió el bolsito metálico, sacó un pañuelo de papel y se secó el sudor de la frente y el labio superior. Tenía las mejillas arreboladas por el baile y se había pintado de un rosa pálido los labios y las uñas. La miré por primera vez con ojos carnales, pero la punzada de deseo que sentí se desvaneció cuando añadió con cierta severidad—: Y si tienes que usar mi grado, llámame capitán. No me gusta lo de capitana. En las Fuerzas Armadas siempre hemos usado ese tipo de femenino para la esposa de un jefe o un oficial.

—Como ordenes, capitán. Yo lo hacía por ser políticamente correcto.

—Pues ahórratelo, Sepúlveda. —Dulcificó el tono y rescató el acento gallego al preguntar—: ¿Qué haces por aquí?

—He venido con mi amigo Messi y su novia. Solo a tomar una copa, no soy muy bailarín. Pero he visto que tú sí lo eres. Tenías encandilada a toda la pista.

—A toda la pista no; solo a dos o tres babosos. Me divierte bailar. Y me encanta el tema que sonaba antes: «What I did for love», de David Guetta. ¿Lo conoces?

—Ni idea. A mí toda la música de discoteca me suena igual. Soy más del jazz de mediados del pasado siglo, Dave Brubeck, Miles Davis, Art Pepper… —En la miel de sus ojos leí la misma ignorancia ante aquellos nombres que la que ella debió leer en los míos cuando citó al tal David Guetta—. Y tú, ¿has venido con alguien?

—No, he venido sola.

La contemplé con un mohín teatralmente admirativo.

—¿Sola en esta cueva de rufianes y prostitutas en tierra de moros? Veo que Lorenzo Silva no exagera cuando en sus novelas presenta a las mujeres de la Guardia Civil como mucho más intrépidas que sus compañeros varones.

La risa se adueñó de su rostro, una risa limpia que le quitó diez años y todos los galones del escalafón militar.

—¿Lees a Lorenzo Silva?

—Solo he leído una de sus novelas sobre el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro. De él me gustan más sus libros de viajes y de historia ambientados en el norte de Marruecos. Soy poco de novela policíaca.

—Pues a mí me encanta la novela negra. He leído todas las de Silva y, francamente, no están nada mal. Ya era hora de que un escritor presentara con buenos ojos a la Guardia Civil. —Buscó un lugar donde abandonar el pañuelo usado y al no encontrarlo lo devolvió al bolsito metálico—. Pero mi favorito es Jo Nesbo. Sus novelas muestran que, bajo una pulcra apariencia de frigorífico, la sociedad escandinava encierra la misma carne podrida que la nuestra.

El nombre de Nesbo me era tan desconocido como el del músico que había citado antes. Opté por cambiar de tercio. Le pregunté si estaba bebiendo algo y me dijo que aún no había tenido ocasión de encargar nada. Le propuse que lo hiciera en nuestra mesa, señalándole la que ocupaban Messi y Malika.

—¿Le has dicho a tus amigos que soy guardia civil?

—Ni se me ha pasado por la cabeza hacerlo. Vi cómo fulminabas con la mirada al cenutrio que te acompañaba en el Severo Ochoa cuando te presentó como capitán.

—Cenutrio… —Sopesó la palabra—. No sé muy bien lo que significa, pero sí, supongo que define muy bien a Bosco Alonso. Vamos con tus amigos, ¿vale?

El barrigudo de la camiseta blanca que proclamaba su riqueza también había abandonado la pista y tuvimos que sortearlo. Seguía hinchándose segundo a segundo y dejarlo atrás fue una tarea ardua. Aunque no tanto como la de atravesar un trío de jovencitas maquilladísimas y ceñidísimas que apenas podían moverse, que dedicaban todos sus esfuerzos a no caerse de los tacones y plataformas de sus calzados.

Messi nos vio venir con una sonrisa juguetona, la de Malika era inquisitiva.

Hice las presentaciones:

—Amigos, esta es Lola, una española que está pasando unos días en Tánger. Sabe un montón de nuevas tecnologías, pero bailando es aún mejor. Lola, este es Messi. No me preguntes cuál es el nombre que figura en sus papeles porque creo que hasta él mismo lo ha olvidado. Como te puedes imaginar, es un hincha del Barça. En los ratos libres que le deja el fanatismo azulgrana, lleva una tienda de telefonía y electrónica en la calle de México. Cualquier cosa que puedas necesitar en Tánger, él te la consigue. —Lola se agachó y rozó por dos veces sus mejillas con las de Messi—. Y esta es Malika. Malika es la modelo favorita de Salima Abdel-Wahab, la diseñadora de ropa más creativa de Tánger. —Malika, que a diferencia de su novio, había tenido el reflejo de ponerse de pie, intercambió besos con la española.

No encontramos una silla adicional, el local debía de haber superado ampliamente el aforo máximo permitido. Messi terminó sugiriendo que yo tomara mi chupito de tequila —algún camarero había atendido nuestro pedido en mi ausencia— y fuera con Lola al jardín exterior, donde quizá hubiera asientos libres. A ella le pareció buena idea. «La noche», dijo, «no es demasiado fría».

Agarré mi chupito, conseguimos en una barra un agua mineral sin gas para Lola, rechazamos la oferta de comprar una rosa roja que nos hizo una chica y salimos al exterior. La discoteca contaba allí con una piscina rodeada por unas jaimas que hacían el papel de reservados. O al menos eso supuse al vislumbrar a las parejas que se achuchaban en las tinieblas.

La noche, en efecto, no era demasiado fría y estaba aromatizada de salitre. Encontramos una jaima en la que había libres un par de sillones de mimbre con mullidos cojines y allí nos acomodamos. Pensé que un cigarrillo o, mejor aún, un porro haría perfecto el momento. Rechacé esa tentación cual Cristo durante sus cuarenta días y cuarenta noches en el desierto de Palestina, o como se llamara entonces esa desdichada tierra. Me conformé con un tiento de tequila.

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