Javier Valenzuela - Limones negros

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Tánger, otoño de 2015. La corrupción española atraviesa el estrecho en busca de nuevas oportunidades. Lola Martín, capitana de la Guardia Civil, sigue la pista en la ciudad marroquí de los tejemanejes de Arturo Biescas, presidente de BankMadrid. Sepulveda profesor del Instituto Cervantes, le ayuda en sus pesquisas. ¿Hasta donde puede soportarse la corrupción? ¿Es lícito tomarse la justicia por su mano cuando la vía oficial resulta inoperante? Sepulveda y Lola Martín se hacen esas preguntas conforme van apareciendo cadáveres y entra en escena Adriana Vázquez, la femme fatale de Tánger.

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—Es increíble la sensación de cercanía y de lejanía de España que se siente al mismo tiempo en Tánger —dijo Lola—. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

—Ahora empiezo mi decimoquinto año, pero aún tengo esa sensación que acabas de mencionar. España está ahí, al lado, a apenas quince kilómetros en línea recta, pero, vista desde aquí, parece otro mundo. Aquí mucha gente te habla en castellano y puedes comprar leche Puleva o ver La Sexta, pero las querellas de España las vives con un saludable distanciamiento emocional, como si no fueran contigo. Aquí lo que va contigo es conseguir un buen precio para el pescado que compras en la lonja que está frente a las Escuelas Riera. O encontrar a alguien que te suba a casa una bombona de butano por una modesta propina en pleno Ramadán. O convencer a un amigo con coche para que vaya contigo a la playa en una mañana laborable de junio.

Bebió un trago de agua mineral.

—¿Vives solo? —preguntó.

—Vivo solo. O mejor dicho, vivo con un gato. Le llamo Chispas , pero él no se da por aludido. La verdad es que los dos vamos a nuestro aire, nos hacemos el menor caso posible. Aparte de eso, aquí siempre he vivido solo. —Me pareció deshonesto quedarme ahí, así que añadí—: Pero durante todos estos años he tenido una maravillosa relación con una tangerina. Se llama Leila. Estudió Farmacia en Granada y ahora regenta una botica que heredó de un tío. Está cerca de la Legación Americana.

—¿Ya no la tienes? Esa relación, quiero decir.

—No lo sé, Lola; la verdad es que no lo sé. Nuestra relación era difícil, puedes imaginártelo. Un nasrani que sale con una marroquí no es algo que se acepte fácilmente en este país; ni tan siquiera en una ciudad más bien liberal como Tánger. Pero ese no ha sido el problema. Leila es muy valiente, una de esas marroquíes que luchan con uñas y dientes por su libertad. Nunca le acobardó salir con un extranjero mayor que ella, divorciado y con una hija. Hemos sido pareja durante estos casi catorce años. Cada cual viviendo en su casa, pero pareja.

—¿Qué ha pasado, entonces? Bueno, si me permites preguntártelo.

—Tampoco sé muy bien qué ha pasado. O puede que sí lo sepa. Nuestra relación se hizo rutinaria, fui perdiendo atractivo ante sus ojos, ella empezó a sentir que se le escapaba la vida, todo eso que seguramente has oído cientos de veces. Ahora estamos en período de reflexión. —Le di un nuevo tiento al tequila. No estaba frío, pero mi paladar agradeció el picor meloso del agave azul—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

—Yo también estoy divorciada, de un compañero de la Guardia Civil. Y también tengo un hijo, un rapaz estupendo de cinco años que vive con mis padres en La Coruña. Es lo que más echo en falta en estos momentos.

Las estrellas brillaban en el cielo y se escuchaba el ir y venir de las olas en la playa. Ella había dejado su vaso sobre la mesa y su mano derecha yacía sobre el bolsito de metal. La tomé y le di un suave apretón. Los dos, quise decirle, éramos náufragos en tierra extranjera. Me devolvió el apretón, retomó su vaso y lo apuró de un trago.

—Se está haciendo tarde—dije—, creo que lo mejor es que cada cual vuelva a su casa, ¿no te parece?

6

El cielo se había encapotado bruscamente. Adriana Vázquez, en gandora azul con bordados blancos, de pie en la terraza de su villa, con un vaso de té con yerbabuena entre las manos, contempló el océano de nubes foscas que cubría el Estrecho y sintió una inmensa pereza ante la idea de salir de casa. Le apetecía ordenarle a Abdelhadi que encendiera la chimenea, arrebujarse con una manta en su sillón favorito y hojear despaciosamente el paquete de revistas que había recibido el día anterior. Entre ellas estaban las últimas ediciones del ¡Hola! marroquí y el ¡Hola! español.

Solo había podido darle un vistazo rápido a las portadas. En la del ¡Hola! marroquí se veía a la reina Lala Salma caminando junto a la reina Rania por el pasillo de un palacio rabatí — resplendissantes et complices , decía el titular de la revista—. Las dos estaban, en efecto, delgadas, guapas y alegres: la marroquí, pelirroja y con un caftán de color achampañado; la jordana, de cabello castaño y con una blusa gris y una larga falda negra que le sentaban de maravilla.

También era prometedora la portada de la edición española, con Vargas Llosa e Isabel Preysler cogidos de la mano y bien abrigados en una calle neoyorquina. Adriana no conocía al escritor, pero sí había coincidido con Isabel en un par de fiestas en Marbella y le había parecido encantadora. Seguía con mucho interés este romance otoñal.

Sintió un escalofrío y apuró su té antes de que se enfriara. Avistar la bahía de Tánger y, con tan solo desplazar la vista hacia la izquierda, el perfil de la costa gaditana, era uno de los placeres que le permitía la ubicación de la villa que le había regalado Suleimán años atrás. Solía degustar ese placer con la primera infusión de la jornada, pero aquella mañana se lo amargaba la desagradable humedad que acompañaba a la oscuridad del cielo. Regresó rezongando al interior. No podía quedarse en casa; tenía que ducharse, vestirse con cierta formalidad, tomar el coche, abandonar el Monte Viejo y bajar a la ciudad. Apenas quedaba una hora para su primera cita: a las 10:00 en las obras del nuevo puerto para yates, veleros y cruceros.

Vous êtes ravissante! —le dijo el Wali, dándole la bienvenida al grupo de notables que había reunido aquel lunes para ponerles al corriente de las reformas que estaban transformando la fachada marítima de la ciudad.

C’est très gentil de votre part, monsieur le Wali. —Adriana se quitó el guante de cuero de la mano derecha y estrechó la que le ofrecía el representante del rey en la región de Tánger y Tetuán—. J’ai eu du mal à choisir ma tenue avec cette météo orageuse . —Había dudado sobre qué ponerse y, finalmente, había optado por un conjunto de Lanvin —pantalón y jersey de cuello alto, ambos en negro, y torera blanca de lana fría— que la abrigaba y resaltaba el carácter profesional del evento.

N’ayez pas peur, madame . —El Wali le devolvió la sonrisa. Era un tecnócrata cuarentón, cuyo principal mérito consistía en haber comprendido lo que el monarca deseaba para la zona. Se había empeñado en que esa mañana una veintena de cónsules, empresarios, directivos de cámaras de comercio y otros próceres locales conocieran sobre el terreno lo bien que iban las obras—. Il ne doit pas pleuvoir avant l’après-midi —añadió con la seguridad del que tiene la llave de los cielos.

Era lo mismo que Abdelhadi le había dicho a Adriana en la villa del Monte Viejo: Medi 1 informaba de que hasta primeras horas de la tarde no comenzaría a llover.

Un notorio despliegue de policías uniformados y de paisano cercaba a cierta distancia a los invitados del Wali y mantenía a raya a los curiosos. Los agentes acompañaban sus poses intimidatorias con rudos movimientos de los brazos, cual si estuvieran espantando moscas. Pero ni tan siquiera así lograban impedir que casi todo aquel que pasaba por el lugar se detuviera a dar un vistazo.

Adriana aprovechó el gesto de volver a colocarse el guante para buscar con la mirada a Elías Vivante. Lo encontró charlando con el cónsul español, a unos cuantos metros de distancia. Los tres se saludaron con cabeceos, pero ninguno de los dos caballeros acudió en su socorro. Terminó haciéndolo Samantha Fitz-Lloyd, la cónsul del Reino Unido, que, tras saludar al Wali, la tomó del brazo y la llevó a contemplar una enorme valla publicitaria que parecía colocada para la ocasión.

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