Producen verdadero asombro la insensibilidad, la desenvoltura, el atrevimiento, la contumelia, la impudicia de tantos y tantos profesionales del idioma, que, metidos en el oficio, jamás cuestionan sus ocurrencias. Ni les pasa por el magín exigirse un poco de esmero, una pizca de pulcritud. [...] El desdén que la pulcritud merece a quienes pululan por el lenguaje, se corresponde exactamente con las demás suciedades observables en nuestra vida social. Y ese desdén no cesa...
FERNANDO LÁZARO CARRETER
Hay algo que impide a la gente consultar diccionarios: la pereza.
ADOLFO BIOY CASARES
PRÓLOGO
En 1950 el gran poeta y ensayista alemán Gottfried Benn hizo un diagnóstico de la lengua. No únicamente de la alemana, sino en general, y concluyó que el idioma estaba atravesando por una crisis en la que, por momentos, perdía su carácter dialógico y su profundidad y devenía en lo puramente político. Sin embargo, años atrás, en 1934, se mostró confiado en que la lengua, por ser un ente vivo, con su evolución, su congruencia y su capacidad de adaptación lógica, jamás aceptaría una transformación artificial o mecanicista, esto es, política. Eso, dijo, “no sucederá jamás”.
Téngase en cuenta que, desde entonces, Benn ya se refería a los estropicios e infecciones ocasionados por el virus político que afectaba a la lengua, pero también, con gran lucidez, sabía que tanto la fortaleza del idioma común, ciudadano, civil, como la fuerza milenaria del idioma poético o literario (esto es, de carácter estético), impedirían su desnaturalización ante el tenaz empuje político, porque, citando a Balzac, “mientras los imperios pasan, ‘una palabra pesa más que una victoria’”.
Dos décadas después, en El placer del texto, Roland Barthes advertiría que “el lenguaje encrático (el que se produce y se extiende bajo la protección del poder) es estatutariamente un lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales de lenguaje son máquinas repetidoras”, desde las escuelas hasta la publicidad oficial, que confluyen, invariablemente, en “el estereotipo” que, a decir del semiólogo francés, “es un hecho político, la figura mayor de la ideología” y “la palabra repetida fuera de toda magia y de todo entusiasmo”.
La lengua civil, de la cual deriva la lengua estética, es también un poder, con sus propios principios, normados por la lógica y el uso común, y este poder de la lengua se resiste, siempre, a los demás poderes, pero especialmente al poder político que la asedia y que la desea ideológica y no dialógica. ¡Qué tan importante, y tan poderosa, es la lengua civil y dialógica, que lo primero que hacen los conquistadores, políticos y militares, es arrancarles la lengua a los conquistados para imponerles la suya!
El idioma (todo idioma) ha sufrido los embates del poder (todo poder), y, sin embargo, ha obedecido siempre a sus propias reglas de evolución, de acuerdo con la realidad, sin aceptar intromisiones caprichosas ni caminos por decreto, pues incluso cuando una forma errónea (un barbarismo, por ejemplo) acaba imponiéndose como válida entre los hablantes y escribientes, esto lo determina el uso común y no la arbitrariedad de nadie, por muy bienintencionados que puedan ser sus motivos (y casi nunca lo son).
En su ya largo proceso evolutivo, todas las lenguas tienden a la precisión y a la economía, elementos indispensables para una buena comunicación y no menos para la más depurada creación estética. La precisión está directamente relacionada con la lógica y el sentido común, y, ya resuelta la precisión, la economía da concisión al idioma con el uso de la menor cantidad de vocablos o de palabras en un enunciado, para abarcar y expresar el más exacto significado. Forma elegante y concisa, y precisión semántica confieren a la lengua sus más firmes capacidades expresivas, tanto para la comunicación básica como para la creación de obras estéticas: información, sin ambigüedades, y belleza en el decir y el escribir.
Por ello, las lenguas, incluido el español, pasaron del arcaísmo pleonástico y redundante a la concisión, con vocablos cuyos significados evitan, en todo lo posible, los yerros, equívocos y anfibologías. El español antiguo está lleno de pleonasmos muy parecidos, en su uso, a los del hebreo, que, para denotar algo, repite términos y significados, como en “lloraban con los sus ojos, llenos de lágrimas, las mujeres” y “habló Yaveh y de su boca dijo palabras para que los oídos de todos escucharan”.
Muchas de las formas con las que hoy se duplica o se desdobla el idioma, por motivos ideológicos y políticos (especialmente los llamados “de género”, que surgieron en las esferas del poder), por muy bienintencionados o nobles que puedan ser los objetivos que tratan de justificar su uso, no son avances sino retrocesos en nuestra lengua. No obran en la precisión, sino en la anfibología, y pasan por encima de la lógica y de la economía del lenguaje. Como bien lo ha afirmado Gabriel Zaid, las duplicaciones y redundancias, además de las formas caprichosas de derivar “femeninos”, en nombre de la equidad y la igualdad, no constituyen un avance en el idioma, sino un evidente retroceso. Resolver problemas y corregir injusticias sociales no tendría por qué implicar la ruina del idioma.
Zaid explica, de la manera más sencilla, para que todos entiendan: “De los afanes feministas han salido muchas cosas buenas y algunas lamentables. El acceso al voto, a las profesiones y al poder han sido avances de verdad. Pero que una directora se haga llamar la director o el director no es un avance. La lengua admite innovaciones, pero no arbitrariedades. Permite decir el presidente, la presidente y la presidenta; el juez, la juez y la jueza; pero no el presidenta, ni el jueza, ni la director. Tampoco el director, si es directora”. Que un sector femenino llegue al extremo de llamar “grupa”, en lugar de “grupo”, al conjunto o a la pluralidad de mujeres, no es desde luego un avance lógico de la lengua, sino una arbitrariedad que no beneficia a nadie. El sustantivo femenino “grupa” (del francés croupe) designa las “ancas de una caballería”. Pero el “grupo” es “grupo”, sea para designar el conjunto de varones o sea para referirnos al conjunto de mujeres. Reivindicar los derechos de las mujeres no tiene que implicar ni la confusión en la lengua ni la destrucción de la lógica.
Vivimos hoy, igual que en tiempos de Gottfried Benn, un asedio político a la lengua dialógica, en una crisis más (otra, entre muchas a lo largo de la historia), en que lo ideológico y lo ilógico tratan de imponerse sobre la evolución natural y el uso sensato del común. La lengua política, al igual que en otras épocas, cree posible imponerse por exigencia, por coerción o por decreto. Hay quienes incluso exigen (sean individuos o colectivos), la supresión o la inclusión de determinados términos en los diccionarios. Censura para unos y libertad para otros. Esto es desconocer la evolución natural de la lengua, pues ni aun suprimiendo del diccionario los términos que disgustan, éstos dejarán de existir. Existen porque nombran una realidad, y la obligación de los diccionarios (es decir, de quienes hacen los diccionarios) es reflejar esa realidad, no ocultarla ni mucho menos negarla.
Si cada cual decide que un término, el que sea, debe desaparecer del diccionario y, en su lugar, incluir otros “satisfactorios” y a contentillo, tal vez no quede nada de lengua dialógica, y sí, en cambio, todo un vocabulario de lengua política, ideológica.
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