Juan Domingo Argüelles - ¡No valga la redundancia!

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Lo que nos toca escuchar (y soportar) todos los días: «Yo mismo». El «mutuo diálogo». Lo que tienes que leer «antes de morir». Lo «bastante frecuente». Lo «actualmente en vigor». Las «falsas mentiras» de las «grandes multitudes». El «robo ilegal» de «productos orgánicos». «Repetir lo mismo», así sea un «rumor no confirmado». ras el catálogo de errores en el uso común del español que Juan Domingo Argüelles elaboró en
Las malas lenguas, este nuevo volumen continúa su recorrido por las expresiones que el descuido, la insistencia en calcar formas de otras lenguas, la pandemia de la corrección política y la simple ignorancia de las palabras y sus significados han sembrado en los medios informativos, las redes sociales e incluso libros de toda índole.Como señala el autor en su prólogo,
¡No valga la redundancia! « va dirigido a unos pocos millares de personas a quienes el cuidado del idioma les interesa, sea porque es su ámbito profesional o bien su gozo, además de su prodigioso instrumento de comunicación». En esta ocasión, se concentra en «los sinsentidos y redundancias, los pleonasmos y ultracorrecciones» que leemos y escuchamos todos los días. Con mordaz sentido del humor y un espíritu tan crítico como didáctico, este libro es a la vez una obra de consulta y un divertido recordatorio de lo que ocurre cuando olvidamos, ignoramos o desdeñamos la precisión en el lenguaje.

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Esto, por fortuna, para decirlo con Gottfried Benn, “no sucederá jamás”; y, pasado un tiempo, el idioma se irá desembarazando de lo que no es suyo por naturaleza, de lo que no es parte viva de su evolución. Ya lo veremos, o no, pero la lógica se impondrá siempre allá donde la arbitrariedad quiera mandar y decidir. La realidad manda incluso cuando se cumplen nuestros deseos. Lo cierto es que, hoy, con la corrección política, hasta los machistas (por sus dichos y acciones) navegan con bandera de “feministas” (¿o “feministos”?; ¡más bien, “femilistos”!): lo dicen, lo escriben, lo pregonan, lo ostentan, aunque se muerdan la lengua y, de paso, laceren el idioma y ofendan nuestra inteligencia. ¡Caraduras que son! Muy feminista ha de ser el escritor y funcionario que no se percata del machismo declarativo que lo traiciona cuando, pretendiendo ostentar su “feminismo”, afirma enfático ante un público conformado por estudiantes: “¡Vamos a abolir el machismo a putazos!”. Algo digno de figurar en la célebre columna periodística “Por mi madre, bohemios” del ya difunto Carlos Monsiváis.

La crisis que padece hoy el idioma, con la intromisión del poder político y de otros poderes (incluido el académico), no conducirá a una transformación artificial de la lengua. La neolengua política e interesada (con sus desdoblamientos, duplicaciones, eufemismos y demás caprichos y arbitrariedades) será una anécdota más en tanto no sea de uso común. A lo más que puede llegar esta neolengua políticamente correcta es a formas jergales en estancos especializados que, por serlo, conspiran contra la comunicación. Toda forma jergal del idioma es de uso exclusivo (y, por tanto, excluyente) de las cofradías que la usan y la entienden. Y queda claro que no conduce a la inclusión sino al elitismo, como bien lo ha señalado Concepción Company, directora adjunta de la Academia Mexicana de la Lengua, reconocida en 2019 con el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en la rama de Lingüística.

En una entrevista, Company advirtió lo siguiente: “Me parece muy peligroso el lenguaje incluyente. […] ¿Qué problema tiene el lenguaje incluyente? Que ‘todos y todas’ es políticamente correcto. Ningún político se atrevería a dirigirse a una audiencia diciendo ‘buenas noches, señores’ o ‘buenas noches tengan todos ustedes’, que es una posibilidad de la lengua. Sin embargo, el lenguaje incluyente es como una cortina de humo que oculta los verdaderos problemas del machismo de la sociedad mexicana. Entonces, estoy segura de que muchos caballeros machines cuando dicen ‘estimadas todas y queridos todos’, lavan su conciencia pensando: ‘Qué incluyente soy’, pero después matan de un batazo a su esposa”.

El uso de la arroba (tod@s), la equis (todxs) y la e (“todes) como signos de la inclusión, o de la denominada “perspectiva de género” en la lengua, es un recurso político que hasta los más machistas aprueban y utilizan para quedar bien con las audiencias. A decir de Company, “el lenguaje incluyente es una superficialidad que desvía la atención del problema profundo, porque a las mujeres, no siendo minoría, siendo iguales, se nos trata como discapacitadas mentales”. Por ello, con incorrección política, al referirse a sí misma, sentencia: “No quiero que me incluyan por ser mujer, porque eso me ofende”.

Por lo demás, el uso del idioma o de los idiomas de santa Teresa de Jesús, sor Juana Inés de la Cruz, Virginia Woolf, Emilia Pardo Bazán, Emily Dickinson, Simone de Beauvoir, María Zambrano, Emily Brontë, Charlotte Brontë, Jane Austen, Mary Shelley, Toni Morrison, Isak Dinesen, Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras, Mercè Rodoreda, Elena Garro y Rosario Castellanos, entre otras muchas autoras, varias de ellas feministas, o que se opusieron resueltamente al poder masculino de su época, nada tiene que ver, en sus perdurables obras, con artificios para la confusión de la lengua, sino con poderosas fuerzas imaginativas y transformadoras para enriquecerla, y que están a la par de las grandes creaciones literarias de los más grandes escritores de su tiempo y de todos los tiempos.

Los políticos, desde su altura omnipotente, “conceden”, como bien advierte Zaid, pero invariablemente subrayan lo que conceden, para que se vea el tamaño de sus concesiones, la prodigalidad de sus favores. “Nunca dirán ‘los tontos y las tontas’”, porque sus redundancias y sus duplicaciones son interesadas. Su interés mayor como políticos es quedar bien con cualquier auditorio, a costa de lo que sea: “Chiquillos y chiquillas”, “mexicanos y mexicanas”, ¿guanajuatenses y guanajuatensas?, ¿tijuanenses y tijuanensas?, ¿guerrerenses y guerrerensas? Company lo advierte también: los políticos machines que hoy se declaran feministas, por corrección ideológica, dirán “estimadas”, “queridas”, “estimades”, pero no “corruptos y corruptas”, “ladrones y ladronas”, porque “las mujeres [están] nada más para lo bonito. […] solamente [para] lo positivo”, lo cual “es más falso que Judas y es peligroso”.

Los políticos, los funcionarios y los académicos, desde los poderes institucionales (y muchas veces desde su mala conciencia) se han inventado un lenguaje opuesto a la lengua convencional. La epidemia del eufemismo políticamente correcto ha venido socavando la lógica y la precisión del idioma y ha creado un ruido que impide comprender la verdad llana. Tal es el idioma político, al margen de la lengua civil o ciudadana, pues el común no habla así. Cuando un “anciano” ya no lo es y se convierte en un “adulto mayor” o “adulto en plenitud”, la claridad y la precisión idiomáticas se pierden ahí donde triunfan la demagogia y lo que Camilo José Cela denominó, atinadamente, el “piadosismo”, esto es, la falsa piedad.

En épocas de mayor ingenuidad, pero no de corrección política, inventamos un eufemismo simpático hasta para los ladrones: “Amantes de lo ajeno”. Será tal vez porque hasta los ladrones de antaño merecían algo de consideración, en comparación con los grandes y execrables ladrones de hoy. Algunos periodistas de nota roja, en diarios de provincia, todavía lo usan. Pero ¡cuidado!: hemos dicho “provincia”. Mala palabra, incorrecta políticamente. Y es que el sustantivo femenino “provincia” (que con tanto amor y elegancia poética reivindicó López Velarde) fue adquiriendo una carga peyorativa, lo mismo que el adjetivo y sustantivo “provinciano”; por ello, con malicia disfrazada de benevolencia, el poder político inventó el eufemismo “interior de la república”: horrorosa expresión ante el correcto sustantivo “provincia”, pues cuando se habla, desde el poder, de ese “interior de la república”, se hace desde el centralismo, desde el mexicocentrismo. En mi caso, sin corrección política, reivindico que nací en la “provincia” (del latín provincia): “demarcación territorial administrativa de las varias en que se organizan algunos Estados o instituciones” (DRAE). Sólo el poder, y los acomplejados, sienten pena, conmiseración y desprecio por la “provincia” a la que llaman, con piadosismo y con arrogancia, “interior de la república”.

Hoy, el eufemismo y el piadosismo invaden nuestra lengua, y cuando la corrección política está en lo más alto de un sistema de susceptibilidades, el enmascaramiento de las palabras consigue su apogeo, y hablamos y escribimos de “exasesinos” (¡como si pudiera haberlos!), para referirnos a los matones de la ETA y de otras organizaciones terroristas que, ya viejos (y viejas, para ser inclusivos), diabéticos, cancerosos y ejemplares abuelos (y abuelas), se esconden aquí y allá y se hacen pasar por gente respetabilísima, amable, gentil, vecina ideal, que ya no quiere recordar ni que se le recuerde el coche bomba que mató no únicamente a los guardias, sino a civiles, entre ellos niños, padres y abuelos. Esos “exasesinos” y esas “exasesinas” han de dormir tranquilos, y tranquilas, si pueden, pero ningún eufemismo estúpido, de corrección política, podrá lavarles la cara y presentarlos ante el mundo sin el nombre y el adjetivo que sus acciones merecen. “Asesinar” es matar a alguien con alevosía y ensañamiento. El “asesinato” no es sólo una figura legal, sino también una definición moral. Los “exasesinos”, al menos en nuestro idioma, no existen. Puedes incluso decirte “patriota” (“el patriotismo es el último refugio de un canalla”, escribió Sa­muel Johnson), pero si has asesinado, si has masacrado a gente inocente, que te perdone Dios, pero siempre serás un asesino. Hay, por supuesto, gente que idolatra a los “exasesinos”, y es la más interesada en fijar este eufemismo casi enaltecedor del crimen.

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