Juan Domingo Argüelles - ¡No valga la redundancia!

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Lo que nos toca escuchar (y soportar) todos los días: «Yo mismo». El «mutuo diálogo». Lo que tienes que leer «antes de morir». Lo «bastante frecuente». Lo «actualmente en vigor». Las «falsas mentiras» de las «grandes multitudes». El «robo ilegal» de «productos orgánicos». «Repetir lo mismo», así sea un «rumor no confirmado». ras el catálogo de errores en el uso común del español que Juan Domingo Argüelles elaboró en
Las malas lenguas, este nuevo volumen continúa su recorrido por las expresiones que el descuido, la insistencia en calcar formas de otras lenguas, la pandemia de la corrección política y la simple ignorancia de las palabras y sus significados han sembrado en los medios informativos, las redes sociales e incluso libros de toda índole.Como señala el autor en su prólogo,
¡No valga la redundancia! « va dirigido a unos pocos millares de personas a quienes el cuidado del idioma les interesa, sea porque es su ámbito profesional o bien su gozo, además de su prodigioso instrumento de comunicación». En esta ocasión, se concentra en «los sinsentidos y redundancias, los pleonasmos y ultracorrecciones» que leemos y escuchamos todos los días. Con mordaz sentido del humor y un espíritu tan crítico como didáctico, este libro es a la vez una obra de consulta y un divertido recordatorio de lo que ocurre cuando olvidamos, ignoramos o desdeñamos la precisión en el lenguaje.

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Vivimos en un mundo donde, contra toda la lógica y la precisión del idioma, el lenguaje político exige que ya no se le diga “viejo” al “viejo”, y tampoco “anciano”, sino “adulto mayor”, “adulto en plenitud”, “persona de la tercera edad”, entre otros enmascaramientos parecidos. Pero en los diarios, cuando no se puede usar el eufemismo, para destacar justamente una noticia, se recurre a la precisión de referirse a la “persona más anciana del mundo”, porque no es posible, por muy eufemístico que alguien sea, usar bien la semántica, y no se diga la sintaxis, en una noticia que informe, por ejemplo, sobre “el adulto mayor más adulto de todos los adultos mayores” o una barbaridad parecida.

Está proscrito decir y escribir “ciego” (niño ciego, joven ciego, anciano ciego), aunque personas “ciegas”, profesionistas inclusive, reivindiquen este adjetivo para sí, sin complicación ninguna. Ejemplos: Por tener una condición de ceguera congénita, cursé la primaria en el Instituto Nacional del Niño Ciego; Soy mujer con discapacidad visual; ceguera total. La “ceguera” es “ceguera” (“total privación de la vista”, DRAE), y la “discapacidad visual” es un concepto más amplio, que abarca no únicamente la “ceguera”, sino también otras afecciones que limitan el sentido de la vista. Y, en todo el mundo, y en México por supuesto, existen los hospitales de la ceguera y las asociaciones para evitar la ceguera, obligados científicamente a no enmascarar la realidad.

Hoy ya se habla, difusa y confusamente, de “perpetradores”, término muy de nuestro idioma, pero casi erudito: forma culta, y oculta, para no decir “asesinos”, “criminales”, “secuestradores”, “violadores”. Dejemos la corrección política y el piadosismo para los políticos; en lengua ciudadana digamos “asesino”, “secuestrador”, “violador”, etcétera, con sus respectivos femeninos cuando la precisión lo exija, ya que “perpetrar” es verbo que se usa para las acciones de quienes cometen o consuman delitos graves. A ciertas instalaciones, que son cárceles disfrazadas, donde se violan los derechos humanos de los migrantes, el gobierno las denomina, eufemísticamente, “estaciones migratorias”; al estancamiento de la economía, al nulo crecimiento, se le dice “crecimiento cero”, ¡como si se pudiera crecer en cero! Y una buena parte de la sociedad (especialmente, la profesional), no sólo se conforma con estas máscaras, sino que las adopta, las defiende y las usa, contra toda lógica.

Un día amaneceremos con que el Diario de un loco, de Gógol, ha cambiado de título por el correctamente político Diario de un débil mental, y El idiota o El Príncipe idiota, de Dostoievski, ahora se intitulará El ingenuo o, mejor aún, El príncipe ingenuo. El eufemismo y el piadosismo, frutos podridos de la corrección política y la hipocresía, se encargan de ponerles máscaras a las palabras para que digan no lo que deben decir con precisión, con exactitud y con verdad, sino lo que no queremos nombrar para no sentir el peso de la realidad.

Pasamos del eufemismo y el piadosismo, para desfigurar la realidad y el idioma, a la redundancia bruta que lo es cuando lo que se dice o se escribe ignora por completo la significación del término al que se le añade algo superfluo. Por ejemplo, es una torpeza tremenda decir y escribir “constelación de estrellas”, puesto que toda “constelación” es de “estrellas”. El problema es que muchísimas personas, distraídas como están con la neolengua política, ignoran por completo el significado del sustantivo femenino “constelación”. Y, por lo demás, la educación no tiene interés en resolver esto. A la escuela le interesa que los niños hablen, y estudien, en inglés, sin importar que hablen y escriban en un pésimo español.

Y suele decir la gente, cuando comete un despropósito de reiteración machacona, “valga la redundancia”. Aquí le decimos que no, que no valga; que valga el buen uso del idioma, que valga el conocimiento frente a la ignorancia. Por ello, en estas páginas recogemos ampliamente las redundancias que, cuando son extremas, bien merecen el nombre de rebuznancias.

Por culpa del propio Diccionario de la Real Academia Española (el famoso DRAE) y del castellano peninsular, éstas son cada vez más insistentes, incluso en obras literarias y en libros reputados de gran nivel intelectual. En uno de ellos leemos la siguiente sandez, en una traducción al español, que delata que, cada vez más, las personas (incluidas las que trabajan profesionalmente con el idioma) desconocen el significado de las palabras: “Cuando vio la vista que desde ahí se divisaba hubiese deseado arrojarse desde la muralla”.

¿Es posible decirlo peor? Sí, por supuesto. Pero esta expresión ya pertenece a lo muy malo entre lo malo, y, por lo que se evidencia y se divisa, todo seguirá empeorando si, por ejemplo, en Noticias Yahoo, sitio en el que se informan millones de internautas, a éstos no les sorprende en absoluto amanecer con encabezados como el siguiente, digno de figurar en una crestomatía de la idiotez: “Fallece la última hija de Babe Ruth que seguía con vida”. ¡Qué bueno que, antes de fallecer, seguía con vida! Para no ser menos, el diario mexicano La Jornada, en su sitio de internet, nos regaló, el 18 de junio de 2020, el siguiente encabezado de gran impacto: “Muere la última hermana viva de John. F. Kennedy”. Claro, sí, ¡qué lujo de precisión en el idioma! Y es que las otras hermanas de “Jack” (el destripador de Marilyn) no podían morir… ¡por la extravagante razón de que ya estaban muertas!

El 30 de mayo de 2020 la agencia de noticias EFE informó que un conocidísimo periodista e investigador mexicano, adicto a las especulaciones sobre fenómenos paranormales, ovnis, extraterrestres y los muy célebres (y muy vendibles) “alienígenas ancestrales”, afirmó lo siguiente: “Si yo considero que algo es verdad, no importa de lo que me acusen, que digan lo que quieran: tarde o temprano la verdad tendrá que salir. Ojalá la vida me dé la oportunidad de verlo en vida”. Y, si la vida no le da esa oportunidad, pues ya la muerte le hará ese favor. ¡Faltaba más!

Las redundancias, en su mayor parte, se producen por el desconocimiento del significado de las palabras. Todos, unos más, otros menos, ignoramos el significado preciso y a veces incluso aproximado de ciertos términos; pero, para subsanar esto, existen los diccionarios. El gran problema es que la gente cree que sabe o está segura de saber, y por ello nunca busca el significado de las palabras que dice y escribe. Personas con muchos diplomas y credenciales creen que no necesitan el diccionario precisamente porque ya cuentan con muchos diplomas y credenciales. Tienen la seguridad de que los diplomas y las credenciales, los títulos y las jerarquías, relevan del estudio continuo y de la duda sistemática.

Hay redundancias y hay rebuznancias. Ambas pertenecen a los peores vicios del habla y de la escritura, pero en el caso de las rebuznancias, éstas, por ser más bárbaras, hacen honor a su nombre y van a parar al saco de las “burradas” (“dichos o hechos necios o brutales”, DRAE), tales como “afección cardíaca del corazón”, “comicios electorales”, “erradicar de raíz”, “insuficiencia renal de los riñones”, “actualidad palpitante”, “actualmente en vigor”, “homenaje póstumo al fallecido”. Para decirlo pronto, son redundancias elevadas a la millonésima potencia, esto es, al infinito y más allá, para decirlo con las palabras del clásico.

Vemos y observamos que la mayor parte de las redundancias se produce debido a la ignorancia del significado de las palabras. Nadie tendría por qué saber los significados de todas las palabras y, de hecho, nadie los sabe realmente. Para esto están los diccionarios que, por desgracia, la gente no tiene la costumbre de consultar. Éste es el motivo que ocasiona tantos disparates en el habla y en la lengua escrita, lo mismo en el ámbito inculto que en el ambiente culto de nuestro idioma; y a las redundancias hay que añadir los contrasentidos o sinsentidos. Casi invariablemente, quien comete y acomete redundancias utiliza también contrasentidos, como “avanzar hacia adelante” y “avanzar hacia atrás” (contrasentido ésta; rebuznancia, la otra).

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