Sr. Vicepresidente D. Francisco Antonio Pinto
D. Carlos Rodríguez
Juan Fariñas
José María Novoa
Francisco Fernández
José Gregorio Argomedo
Manuel Novoa
José Miguel Infante
D. Diego Antonio Elizondo
Julián Navarro
Enrique Campino
Diego Guzmán
Rafael Correa
Santiago Muñoz Bezanilla
José Ignacio Izquierdo
Joaquín Prieto
Francisco Calderón
D. José María Infante
José Gregorio Meneses
Pedro Prado Montaner
Melchor de Santiago Concha
Martín Orgera
Francisco de Borja Fontecilla
Rafael Bilbao
Felipe Santiago del Solar
Miguel Collao
Manuel Araoz
Francisco R. Vicuña y sus hijos
José Antonio Cotapos
D. Bartolo Azagra
Pedro Antonio Fuentes
Martín Larraín y sus hijos
José A. Valdez y sus hijos (segundos)
Antonio Prado y Sota
Joaquín Ramírez
Miguel Ureta
Manuel Recabarren
Vicente Dávila y sus hijos
José María Portus
A estos ciudadanos los suponen las cabezas del partido liberal como si más de cuatro mil que hay en esta ciudad, y cada uno por convencimiento propio, por sus luces y por los hechos inicuos que han presenciado de contrario, necesitásemos ser conmovidos por unos pocos. No obstante, ya sea porque el señor Pinto y su primer ministro no les han prestado su protección decididamente, como tampoco a los liberales, creen de necesidad colocar en su lugar otro que les dé mano fuerte contra nosotros, y como los aquí nombrados tal vez sean los que les hayan hecho más frente, les conviene destruirlos.
El gobierno descansando en la seguridad de su propia conciencia y en la fidelidad de la fuerza armada que paga la República para conservar el orden y respeto de las leyes, y nosotros pacíficos ciudadanos viviendo bajo el amparo de ellas, podemos ser sorprendidos; pero confiamos en que siendo sabido por los pueblos de fuera, no solo tomen las armas para repeler cualquiera tentativa sobre ellos, sino venir en masa sobre la capital y restablecer el orden. Por nuestra parte, compañeros, os prometemos que solo apetecemos la revolución que hagan las leyes dictadas por la Representación Nacional: cualquiera otra ya sea militar, o por medio de asonadas populares, entended que no es obra nuestra: no os dejéis seducir; repeled a la astucia con la astucia, y a la fuerza con la fuerza.
Os anticipamos la advertencia, compañeros en nuestra opinión y trabajos, para cualquier caso.
Santiago, enero 19, 1828
Los liberales de Santiago.
LO QUE SE DEBEN A SÍ, Y LO QUE DEBEN A LA SOCIEDAD
Durante la década de 1820 se produjo un explosivo crecimiento de la prensa. Aunque muchos periódicos no pasaron de los primeros números, la rotación de títulos, el ajetreo en las imprentas, y sobre todo la intensidad de los debates que albergaron, fueron armando un campo cuyo dinamismo dejó rezagada la primera legislación sobre la materia. Con frecuencia los periódicos funcionaron como armas arrojadizas, pero también sirvieron para forzar definiciones entre los cercanos. El fracaso del federalismo fue un asunto delicado para el campo liberal, pues se trató de una derrota que no benefició en lo inmediato a los conservadores (eso sería evidente más tarde), sino a cierta tendencia dentro del liberalismo. Los periódicos publicados desde 1828 en adelante hicieron evidente esa fractura, con publicaciones en defensa de un liberalismo más radical, donde orbitaban los residuos federalistas, y otras a favor de un liberalismo moderado, bajo la influencia de Francisco Antonio Pinto. La Clave y El Centinela fueron algunos de los periódicos donde esta última tendencia montó escuela. Melchor José Ramos, Bruno Larraín, Francisco Fernández, Melchor Santiago Concha son nombres que se repiten como editores o redactores en estos y otros proyectos. A propósito de la discusión de la idea de igualdad, los editores instalan aquí la noción de término medio (o la crítica a los extremos como vicios) y la sitúan como ancla de esta versión moderada del liberalismo.
Igualdad social
La Clave, Santiago, 5 de abril de 1828, Núm. 66, pp. 258-259
Como la naturaleza dio a los humanos las mismas facultades y todos los hombres se dirigen a un solo fin, todos están obligados a coadyuvar a mantener la igualdad de sus goces y a participar también con el mismo equilibrio en la repartición de los sufrimientos. La verdadera balanza, o por mejor decir, la balanza exacta para asegurarnos esta identidad, es lo que aún no se ha encontrado; y por mucho que los hombres se hayan afanado y se afanen, solo veremos sistemas sociales más o menos aproximados a la perfección. Aun no se sabe si la dificultad consiste en la escasez de nuestro entendimiento, o si este se paraliza a fuerza de vicios o pasiones de la especie humana de cualquier modo, el resultado de no poder gozar lo perfecto, avergüenza a la humanidad, y en este bochorno indispensable, debemos darnos por muy contentos y satisfechos si logramos al fin la dicha de vivir bajo un sistema moderado y que garantice nuestros derechos. No es de sabios ni filósofos el aspirar a imposibles, a menos que el objeto del hombre no se dirigiese a buscar el tormento sin límites de la imaginación. Hay además otro consuelo para los que aspiren a más dichas, y es que aun no se ha resuelto el problema de si sería feliz una nación que llegase a alcanzar el máximum de la perfectibilidad, porque cuando el hombre no tenga qué apetecer, quién sabe si sus sentidos se embotarían o si la exorbitancia de la dicha acabaría por envilecerlo; lo mismo que al poderoso particular le sucede muy a menudo entregándose a todos los vicios. Nosotros por nuestra parte, pensamos que todos los extremos son viciosos, y lo demasiado en cada cosa perjudicial al todo.
La falta del máximum de la perfección social, es el origen de que se confunda de varios modos la igualdad entre todos los hombres, que debe sancionar la ley; esta no puede prescindir por más que se empeñen ciertos escritores, de las diferencias físicas y morales con que la naturaleza nos ha distinguido a unos de otros; de ningún modo puede entenderse sino ante la ley; pero esta ley, no es solo para castigar de un mismo modo todos los delitos iguales que cometa un fuerte o un débil, un pobre o un rico, un impedido y un ágil; esta igualdad legal debe entenderse también, y es una consecuencia de la sabiduría de los castigos expresados, para que los hombres se respeten entre sí aun en los casos que lleguen a los tribunales por cualquiera de los accidentes con que puede eludirse.
¡A cuántos que por solo rutina proclaman la igualdad absoluta, y que quieren aparecer liberales por excelencia, no se les ve varias veces insultar al débil o al pobre solo porque están seguros de que no tienen medios, o no son capaces de costear los gastos ni sostener las demandas ante un tribunal! ¡A cuántos hombres que o contando con el favor del que manda, o de la opinión pública, que tal vez han sorprendido, no se les ve insultar al desvalido, o cuando menos no sostenerlo contra la injusticia, ni socorrerlo en la desgracia! Sin embargo, ellos pregonan más que nadie la igualdad, ellos hablan de lo que debe un hombre a otro en sociedad, ellos hablan de las leyes de la naturaleza, y estos falsos liberales, el día que se crean insultados, ¿qué decimos? El día que sueñan que se les mira solo con indiferencia, gritan, rajan y son capaces de llamar en su auxilio todas las leyes humanas y aun las divinas. Y pobre el juez o el ministro que sin infringir la ley, se incline según los principios de legislación, en favor del acusado: porque entonces se le llama inepto, débil, parcial, venal, etc., etc. Tal es el hombre.
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