1 ...8 9 10 12 13 14 ...33 Ninguno puede apetecer lo que no conoce; y ninguno puede decidir sobre la justicia o injusticia de las acciones humanas, ignorando los principios del derecho. Ahora pues, ¿cómo desearían los chilenos los bienes de la libertad, si jamás los habían conocido? ¿Cómo temblarían al contemplarse otra vez en el miserable estado de la esclavitud, si creían que este era el mejor género de vida a que estaban destinados? ¿Cómo mirarían con horror a sus opresores, si estaban persuadidos que su autoridad dimanaba del mismo Dios? ¿Cómo se resentirían de las injusticias, vejámenes y ultrajes, si les habían enseñado desde la cuna a respetar como leyes divinas, aun las más arbitrarias de los déspotas peninsulares? ¿Cómo reclamarían sus prerrogativas y sus fueros, si se les había ocultado cuidadosamente que les competían algunos? ¿Cómo salir de este caos miserable, si estaban cerrados todos los conductos? ¿Y cómo finalmente acertar a distinguir lo que convenía a sus verdaderos intereses, si carecían de conocimientos sobre la materia? Amados compatriotas, vosotros habéis procedido muy mal; pero no me atrevo a culparos de malicia. Nuestra flojedad y nuestros errores deben atribuirse a nuestra misma ignorancia. El bárbaro español que nos oprimía puso siempre todo su conato en hacernos salvajes, y en identificarnos con los brutos para decretar a su antojo de nuestra suerte con la misma facilidad que el pastor dispone de un rebaño manso de ovejuelas. Pero vosotros sois hombres, y sois americanos. Empeñaos en conocer lo que os pertenece como hombres y luego procederéis como buenos americanos. Procurad ser sabios y cultos; que así seréis luego felices y también seréis el honor de nuestra patria.
Pero con cuánta admiración vemos aún en nuestros días que muchos libros que pueden ilustrarnos, una chusma numerosa de hipócritas y de ignorantes los condena atrevidamente como nocivos y heréticos. ¿Por qué? Porque deben mirarse como tales unos libros que no van por el estilo de los que nos permitían leer los españoles. ¿Y por qué? Porque son unos libros que tal vez ridiculizan el abuso de nuestras costumbres, nuestras preocupaciones y los supersticiosos absurdos que introdujo la tiranía como máximas religiosas y verdades reveladas, para cimentar mejor su trono y para autorizar sus crímenes y atrocidades. Es preciso pues desengañarse que unos pueblos nutridos con la leche de la ignorancia perderán bien poco de su carácter antiguo, si no se abren las puertas a la razón. Sus luces tienen un estrecho y necesario enlace con la libertad; y así mientras aquéllas no se propaguen y dilaten, tampoco puede tener esta unos dignos amigos y defensores. La independencia de la razón y la libertad de escribir son la salud del género humano. Fíjense las restricciones legítimas y discurra y escriba cada uno sin embarazo. Estimule el gobierno a que todos contribuyan con sus conocimientos, y tóquense todos los resortes posibles para llegar al fin que nos hemos propuesto.
LAS IDEAS IMPERFECTAS DE LIBERTAD
Este artículo de 1818 tuvo el mérito de avanzar una definición sustantiva de la idea de libertad, enriqueciendo el uso más frecuente —como antónimo de tiranía— presente en los primeros debates independentistas. El autor, Antonio José de Irisarri, explora aquí la idea de “libertad social”, que supone responsabilidad en su ejercicio bajo la conciencia de lo que implica la convivencia cívica. De ese modo denunciaba cierto ánimo levantisco e ingenuamente revolucionario, el temido fantasma del faccionalismo y la sedición, que ponía en riesgo no solo la viabilidad del proceso autonomista, sino también el respeto a los derechos ciudadanos. En una clave similar aborda el otro extremo de la ecuación, el poder que debía o no concentrar el gobierno, advirtiendo que una excesiva sustracción de atribuciones, motivo recurrente en la retórica liberal, constituía también un riesgo para la estabilidad del nuevo orden. Bajo esas claves, Irisarri criticaba a los enemigos y blindaba el gobierno de Bernardo O’Higgins, del cual era funcionario y firme adherente.
Libertad
El Duende de Santiago, Santiago, 22 de junio de 1818, Núm. 1, pp. 1-8
La libertad ha sido el único objeto de nuestros empeños, desde que comenzamos nuestra gloriosa lucha contra los españoles. Este ha sido el único fin que nos propusimos por consecuencia de nuestros sacrificios, cuando formamos el propósito de arrancar el gobierno de Chile de las manos de nuestros opresores. Por ahora podemos decir, que estamos libres de aquella tiranía antigua; pero debemos examinar si gozamos de la libertad que apetecíamos.
Si solo llamásemos libertad, aquel estado de absoluta independencia en que jamás se hallaron los hombres y que solo pudo ser imaginado por ciertos filósofos de nuestro tiempo, para sorprender con su pintura a los pueblos abatidos, desde luego confesaremos que no la hemos adquirido, y que no la adquiriremos jamás, porque es un imposible. El hombre, criado para vivir en sociedad, no pudo gozar un solo día de su vida de aquella libertad con que la naturaleza dotó a los brutos. La organización de nuestro cuerpo, las facultades de nuestra alma, nuestras necesidades, nuestras pasiones; todo nos convence, que nunca pudimos hallarnos colocados ventajosamente en la situación desamparada del tigre, del león o del jabalí. Los que imaginaron al hombre errante en los bosques, viviendo como bestia, luchando con las fieras, y gozando de la libertad que gozan estas, se imaginaron un hombre de otra naturaleza, que no conocemos; rompieron las vallas del tiempo que nos descubre la historia, y fueron a buscar, en el obscuro campo del olvido, lo que no podían hallar en medio de las luces de la verdad.
La independencia absoluta de las fieras está garantida con la dureza de su constitución, y con la fuerza de las armas naturales, que sacan del vientre materno. El hombre demasiado débil para luchar con el tigre, con el león, con el oso, y con las otras especies de bestias feroces, no pudo resistirlas sino apartándose de ellas, poniendo reparos contra su fuerza, reuniéndose a sus semejantes, y haciendo valer en su favor los arbitrios que le sugería su natural disposición. Por esto hallamos desde los tiempos más remotos el establecimiento de la sociedad, ya en las rancherías, o aduares, ya en pueblos menos rústicos, ya en ciudades cómodas, ya en fin en soberbias y dilatadas provincias. Así pues, convendremos en que la libertad propia del hombre, no es, ni puede ser absoluta, como la de los animales, criados para vivir a su arbitrio, sino aquella de cuyo goce no resulte un mal a los demás, aquella de que todos los individuos saquen un igual beneficio.
La sociedad proporciona a todos sus miembros unas ventajas que nacen de la obligación mutua de cada individuo; y sería la mayor quimera suponer en alguno de los socios, o en todos ellos, la libertad para faltar a estas obligaciones. Cuando todos se conviniesen en romper los vínculos que los unen, dejarían de ser socios, y por consiguiente no podían llamar social aquel género de libertad frenética de que usaban. Cuando una parte del todo se declarase contra las obligaciones comunes, esta parte, sin derechos, se haría enemiga de la otra, y sería vencida y castigada por aquella, en cuya unión debía haber mayor fuerza. Y si ni el todo, ni una parte considerable puede faltar a sus obligaciones, sin destruirse, menos podrá hacerlo cada individuo en particular.
Sentados estos principios inconcusos, definiremos la libertad social: aquella facultad de hacer en nuestro beneficio todo lo que no ofenda a los derechos de los otros. Debemos explicar en esta definición que nuestro beneficio no es solamente aquello que contribuye a hacer nuestra vida soportable, sino también todo lo que la imaginación y el capricho nos hace mirar como goces de la felicidad. La sociedad solo puede impedirnos hacer lo que no perjudica a los demás miembros de ella, sin ligar nuestra libertad a más estrechos límites, que los que naturalmente tiene el interés común. Así es, que no seremos libres cuando se nos prohíba hacer aquello que es indiferente a los demás, y de cuya ejecución no puede venir un mal a nuestros compatriotas. Nos jactaremos, sí, de nuestra libertad cuando sujetándonos al cumplimiento de nuestros deberes sociales, hagamos lo que estos nos permiten, sin traspasar la línea de nuestras facultades.
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