Nina Rose - El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes

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El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Rylee y su compañera Ánuk, es hora de enfrentar sus miedos. Esta vez, el mayor de sus enemigos será el tiempo; la rueda del destino gira y no habrá vuelta atrás. Cuando los viejos amigos se convierten en enemigos mortales y la muerte acecha con cada puesta de sol, un salto desesperado será la última esperanza para sobrevivir.

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Ya había comprendido que el joven Ellery estaba experimentando emociones que no estaba acostumbrado a sentir. Dudaba que en los años que el elfo había vivido no hubiese entablado una relación con alguien pero, aún a pesar de la diferencia de edad, en aquellas veces que veía la confusión en los ojos de Baven, Sheb se sentía cien años mayor que él.

Baven no quería admitir que Sheb tenía, una vez más, razón. Ver a Rylee partir sería… Diosas, no sabía qué sentiría, pero pensar en la situación le oprimía el pecho. Como Capitán se había pronunciado a favor de echarla de allí, pero como Baven lo único que quería era tenerla donde sus ojos la vieran. ¿Estaba siendo egoísta? ¿Tal vez poco profesional? Probablemente un poco de ambas, pero ¿quién le presta atención al cerebro cuando el corazón grita? Estaba descubriendo que habían cosas que su mente simplemente no podía razonar, así como también que era mucho más vulnerable de lo que se había imaginado nunca.

Necesitaba a su hermana. Aravis sabría qué hacer, sabría qué decirle. Lo abrazaría, sonriendo, llamándolo infantil… eres tan inocente, Baven, la oyó en su mente tendrás que decidir si esta vez le harás más caso a tu corazón que a tu cabeza. Será un ejercicio divertido, ¿no lo crees, hermanito mío?

Divertido era la última palabra que usaría para definir la situación.

—¿Por qué no habla con ella, señor? —escuchó decir a Sheb de pronto. Estaba a punto de responderle que estaba lejos, aún pensando en Aravis, cuando se dio cuenta que el joven no se refería a su hermana, sino a Rylee.

—¿Por qué habría de hacer eso? —contestó como si no comprendiera.

—Porque parece necesitarlo, señor. Y no finja que no le afecta. Usted ya me confesó lo que sentía, lo que siente, por ella; solo le estoy diciendo que tal vez verla le hará bien. Y me refiero a verla cara a cara, no a hurtadillas como lo ha estado haciendo estos días.

La honestidad de Sheb era abrumadora y bastante inapropiada considerando sus rangos, pero Baven estaba descubriendo que le gustaba un poco que el joven le dijera esas cosas. Nadie más le hablaba de esa forma casual, excepto Rylee que era una descarada con todas sus letras; Sheb era respetuoso, cándido y discreto, pero también era frontal, directo y decía las cosas tal cual eran, sin subterfugios.

—Lo pensaré —le contestó finalmente—, gracias por tu información, Joung.

—Cuando quiera, señor, aunque espero que ya no sea necesario tener que informarle acerca de Rylee.

Honestamente, Baven esperaba lo mismo.

5

Todo estaba ya dispuesto para darle la sentencia a Rylee Mackenzie quien los - фото 13

Todo estaba ya dispuesto para darle la sentencia a Rylee Mackenzie, quien los había traicionado. Después de cuatro días, era ya hora que el General diera su veredicto: había dejado pasar demasiado tiempo. Al menos así lo creía Petro Virasenka, el soldado más viejo entre sus camaradas.

La familia de Petro había servido al linaje de los Regaris por generaciones, primero como coperos reales, luego escuderos, soldados hasta llegar a ser miembros prominentes de la Guardia Real. El estandarte de los Virasenka mostraba un escudo azul oscuro en cuyo centro estaba la estrella coronada de siete puntas de los Regaris, flanqueado por dos espadas; el lema de la familia, “Lealtad y Honor”, no era solo una frase bonita: los Virasenka vivían regidos por esas palabras.

Petro había llegado a ser el líder de la Guardia, el Prefecto, el soldado más respetado entre todos, compañero de armas de aquel que se convertiría en el asesino de su Rey y enemigo de Rhive. Diosas, cómo se arrepentía de no haber visto las señales, de no haber podido proteger a Jeremiah, de no haber matado con sus propias manos a ese bastardo malnacido aquella fatídica noche, cuando el destino del reino se había visto quebrado por las manos codiciosas del Yuiddhas.

Fuerte, ese traidor era fuerte y estaba resentido y lleno de odio. Alimentando esa oscuridad había tenido a los Grises, susurrándole promesas de gloria, engordándolo con sueños de realeza, hasta que finalmente estuvo lo suficientemente listo para atacar.

Los había aniquilado. Había sobrevivido de milagro, gracias a sus ancestros, a las Diosas y a su hijo que lo había sacado a tiempo del castillo.

Y desde entonces no había querido ser líder de nada.

Tanta muerte, recordaba, tanta sangre y confusión, tanta desesperación. En los ojos del Yuiddhas había visto la sombra de la maldad… maldad que no veía en Rylee.

Contempló las banquillas que se habían dispuesto fuera de la tienda del General. Todos los miembros del ejército serían testigos de lo que sucedería y como era tradicional en ese tipo de juicios, tendrían la opción de votar a favor o en contra del veredicto. La acción de la muchacha Mackenzie había sido una afrenta al ejército completo, por lo que todos tendrían una palabra al respecto si deseaban tomarla; ya varios habían hablado con el General en privado durante el curso de esos días, planteándole sus opiniones e inquietudes con respecto a la joven.

Él no. Había preferido no hacerlo, ya que había aprendido, de la forma más cruel, que las apariencias engañan. Sin embargo, no creía que Rylee mereciera la muerte, una opinión que era compartida por la gran mayoría de sus camaradas, incluyendo a su hijo.

—Padre —llamó Marius devolviéndolo a la realidad—, están próximos a traer a Rylee.

Petro reunió a los soldados, quienes se apresuraron a la zona dispuesta para el juicio. La wolfire de Rylee, Ánuk, estaba sentada en su forma de lobo rodeada por los enanos, que parecían más preocupados por ella que por la muchacha; se notaba a la legua que los herreros se habían encariñado. No le extrañaba: los había oído conversando y la loba era tan malhablada como ellos.

El General y la Capitana tomaron asiento en dos de las banquillas; acto seguido apareció el Capitán, que parecía algo distraído. Finalmente, llegaron Gwain y la Comandante, seguidos de cerca por la enorme masa que era Yitinji, escoltando a la prisionera.

Petro la miró con atención. Parecía debatirse entre mirar hacia adelante o a su alrededor; llevaba las manos atadas por el frente y desde donde estaba notaba que tenía las muñecas enrojecidas por el roce. Estaba despeinada y parecía ligeramente azorada, pero se mantenía seria y sus ojos transmitían aquella decisión que le era tan característica. Vio cómo sonreía a su loba en cuanto la divisó entre el gentío y cómo se plantaba firme frente al General.

Crissana y Gwain tomaron asiento, mientras Yitinji se quedaba detrás de la joven. Parecía querer estar en cualquier otro sitio menos aquél; Petro sabía que el golem le tenía estima a la muchacha.

—Después de mucho deliberar y de oír las ideas y opiniones de todos, he tomado una decisión respecto al destino de la acusada, Rylee Firenne Mackenzie.

La voz del General reverberaba en el silencio del campamento, roto solo por el sonido del crepitar de las antorchas. Petro miró a su hijo, que parecía preocupado y a Shebahim Joung, el amigo de Rylee, que apretaba con fuerza la espada de mango carmesí que prendía en su cinto.

—Se han analizado las circunstancias y afrentas que has cometido… y, después de mucha consideración, he decidido que no seré yo quien te juzgue.

Se oyó un repentino susurro colectivo. ¿Qué estaba pasando? ¿Significaba que debían quedarse más tiempo? ¿Quién la iba a juzgar entonces? Mackenzie se veía aún más confundida.

—¡Silencio! —exclamó la Comandante que parecía igual de consternada.

—Rylee —volvió a hablar el General— robó una gema valiosa y nos mintió a todos para obtenerla; sin embargo, cuando tuvo la oportunidad de entregarla, de traicionarnos, vio su error y trajo de vuelta lo robado. Sus propósitos no servían al enemigo, sino a ella misma y fue lo suficientemente valerosa como para regresar. Lo que importa, lo que todos dudamos, es su lealtad. Y es lo que deseo probar.

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