Lewis Grassic Gibbon - Canción del ocaso

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"Había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas."Cuando empieza a estudiar en la escuela de Kinraddie, un pequeño pueblo escocés, la joven Chris Guthrie se encuentra en la disyuntiva de elegir entre dos caminos diametralmente opuestos; por un lado, el de los libros y el conocimiento, y, por el otro, el de la vida rural dedicada a la tierra. Con esta contradicción perenne en su corazón, Chris crece, trabaja, aprende, sufre, conoce la felicidad, la melancolía, el amor y la pérdida.Votada como la novela favorita de los escoceses y llevada a la gran pantalla por Terence Davies, Canción del ocaso es la obra más aclamada de Lewis Grassic Gibbon y un clásico imprescindible de la literatura escocesa. La historia de Chris dibuja con un lirismo extraordinario la dureza de la vida rural, los cambios producidos por el estallido de la Primera Guerra Mundial y la fortaleza de una mujer que, como la tierra que trabaja con sus manos, resiste y reverdece ante las inclemencias del destino.

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La señora Gordon era de Stonehaven, donde su padre había sido cartero, pero por Dios que al oírla hablar parecía que su padre hubiese inventado Correos y lo hubiese patentado. Era una mujer grandota como una puerca, pero vestía bien y tenía ojos de pez, como de bacalao, e intentaba hablar buen inglés y que sus dos hijas, Nellie y Maggie Jean, que iban al instituto de Stonehaven, también lo hablasen. Y por Dios que menudos líos se hacían, y si te encontrabas a las chicas por el camino y preguntabas Qué, Nellie, ¿cómo están poniendo las gallinas de tu madre?, lo más probable es que te contestara No muncho hoy, 12pero dándose unos aires que te costaba contenerte para no coger a la comadreja, ponértela en las rodillas y darle unos azotes.

Aunque solo tenía una birria de familia, oyendo hablar a la señora Gordon parecía que hubiera estado dando a luz todos los meses a camadas de hijos desde el día que se casó. Siempre estaba con De la forma en que crie a Nellie o Y el especialista de Aberdeen dijo de Maggie Jean, hasta que la gente se hartaba tanto que no nombraban a ningún hijo a menos de un kilómetro de Upperhill. Pero Rob el del Molino, el muy bruto, se burló de ella en su cara diciéndole Pues cuando llevé a mi verraco al especialista de Edimburgo, levantó la cabeza y me dijo: «Señor Rob, este verraco es tan raro, tan delicado, pero tan inteligente, que debería usted mandarlo al instituto y algún día será una verdadera honra para usted». Y cuando la señora Gordon oyó ese cuento, se puso roja como un tomate y se olvidó de hablar inglés bien y le dijo a Rob que era un «peazo» animal.

Además de las dos hijas tenían un hijo, John Gordon, que menudo demonio estaba hecho, pues ya había metido en líos a dos o tres chicas cuando él apenas contaba dieciocho años. Pero con una de ellas se llevó un susto muy grande, pues cuando se enteró su hermano, que era jardinero en Glenbervie, fue a Upperhill y agarró al joven Gordon en el corral del ganado. ¿Eres Jock?, preguntó, a lo que el joven Gordon dijo ¡Suelta esas malditas manos!, y el chico dijo Sí, pero primero me las voy a limpiar en un trapo sucio, y entonces cogió un puñado de excrementos que le tiró al joven Gordon manchándolo de arriba abajo, y luego lo hizo rodar por el sumidero del establo hasta que quedó tan asqueroso que incluso a una cerda se le habrían quitado las ganas de comer.

Los hombres de la cabaña oyeron lo que pasaba y acudieron corriendo, pero en cuanto vieron que se trataba tan solo de que al joven Gordon le estaban dando su merecido, lo único que hicieron fue reírse sin mover un dedo y gritarse entre sí que había un buen montón de estiércol tirado en el sumidero. Así que el chico de Drumlithie, por su hermana y la vergüenza que pasaría, no quiso rematar el tormento, y durante una semana el joven Gordon pareció un gato medio muerto y olió como uno muerto del todo, lo cual fue una grave afrenta para la señora de Upperhill. Fue hecha una furia a la cabaña y le espetó al capataz, un adusto y joven diablo de las Highlands, Ewan Tavendale, ¿Por qué no ayudaste a mi Johnnie?, y Ewan dijo A mí me pagan para que haga de capataz, no de niñera. Era un bruto insolente, más tranquilo que nada, pero también un trabajador buenísimo del que la gente decía que podía oler el tiempo y que llevaba la tierra en los huesos.

Y al octavo de los lugares de Kinraddie es que ni apenas se le podía llamar lugar, ya que era el de Pooty, a mitad de camino entre el Molino y Bridge End yendo por la senda de Kinraddie, y no era más que una parcela pequeña de tierra con una casita y un puñado de cobertizos detrás en los que el viejo Pooty guardaba su vaca y su pequeño burro, que era casi tan viejo como él, y a fe mía que el doble de guapo; y la gente decía que el asno llevaba tanto tiempo con Pooty que cada vez que abría la boca para soltar un rebuzno empezaba a tartamudear. Pues el viejo Pooty tal vez fuera el peor tartamudo al que se haya oído jamás en los Mearns, y lo peor de todo era que él no lo sabía y obligaba a cualquier párroco que estuviera organizando un recital a kilómetros a la redonda a que le dejase participar. Y se subía a la tarima, el muy tonto, y recitaba Pe-que-que-ña escuá-cuá-lida temerosa bestezuela 13u otro poema, y era un verdadero suplicio oírle.

Decían que llevaba cincuenta años viviendo allí; de su padre, que había sido campesino en el Knapp antes de eso, casi nadie recordaba el nombre, y tal vez hasta él mismo lo hubiera olvidado. Era el habitante más antiguo de Kinraddie, y bien orgulloso que estaba de eso, aunque solo Dios sabe qué motivo de orgullo podía ser el vivir tantos años en una casucha llena de humedad ante la que ni una cabra se detendría a aliviarse. Era zapatero y se llamaba a sí mismo el Remendón, un nombre anticuado del que la gente se reía. Tenía pelo cano que le caía por las orejas y tal vez se lavara los días de Año Nuevo y de su cumpleaños, pero, desde luego, no más a menudo, y si alguien lo había visto alguna vez vistiendo algo que no fuera la camisa gris con tirilla roja que siempre llevaba, guardaba muy bien el secreto.

Alec Mutch era el granjero de Bridge End, que estaba más allá del nacimiento del Denburn. Había llegado allí procedente de Stonehaven, y la gente decía que estaba hasta las cejas de deudas, lo que no era de extrañar con la desastrada de mujer que tenía para agobiarlo. Era un gran trabajador Alec, y Bridge End no estaba entre lo peor de Kinraddie, aunque la parte del fondo era muy húmeda hasta donde sus tierras se unían a las de Upperhill más arriba. En la cuadra cabían dos pares de caballos, pero Alec solo tenía tres y decía que esperaba a que su familia creciera para completar el segundo par. Y tenía familia bien rápido, pues otra cosa no haría, pero apenas pasaba un año sin que la señora Mutch se pusiese de parto, y Mutch ya estaba acostumbrado a levantarse en mitad de la noche e ir corriendo a Bervie a por el médico. Y este, el viejo Meldrum, le guiñaba un ojo a Alec y exclamaba Pero, bueno, ¿ya has vuelto a las andadas?, y Alec decía Maldita sea, pero si es que hoy en día basta con que mires a una mujer para que se quede en estado.

Así que algunos decían que debía de estar muy embelesado con su señora, pero no había quien se creyera eso, ya que no era ninguna gran belleza, sino una bizca con pinta de holgazana a la que nada preocupaba, nada sobre la faz de la tierra, ni aunque sus cinco criaturas estuvieran gritando que las mataban todas a la vez y bajase humo por la chimenea y estropeara la cena, y el ganado saliera del corral para meterse en el patio y comerse su colada limpia. Ella decía Bueno, lo mismo dará cuando lleve cien años muerta, y se encendía un cigarrillo como si fuera un gitano, pues siempre llevaba un paquete encima y con eso de fumar era la comidilla de medio Mearns.

Dos de sus cinco hijos eran chicos, el mayor de once años, y todos tenían la cara de los Mutch, ancha, huesuda y más estrecha en la barbilla, como la de un mochuelo o un zorro, y grandes orejas como las asas de una jarra. El propio Alec tenía esas orejas, que decían que batía para espantar a las moscas en verano, y una vez que volvía a casa en bicicleta de Laurencekirk e iba muy borracho por la ladera empinada de encima del puente del Denburn, confundió la corriente de agua con el camino ancho y de cabeza que cayó al lecho de arcilla de seis metros más abajo; y a menudo contaba que, de no haber aterrizado sobre una oreja, se podría haber quedado sin sesos, pero Rob el Largo, el del Molino, se echaba a reír y decía ¿Sesos? Por el amor de Dios, Mutch, te aseguro que si se trataba de eso no corriste ningún peligro.

Así era Kinraddie ese crudo invierno de 1911, del que el nuevo párroco, el que eligieron a principios del año siguiente, diría que era en sí la campiña escocesa, engendrada por un huerto y un bonito rosal silvestre al abrigo de una casa de postigos verdes. 14Y lo que quería decir con eso pues adivínenlo ustedes si les van los acertijos y las tonterías, porque no había una sola casa con postigos verdes en todo Kinraddie.

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