Lewis Grassic Gibbon - Canción del ocaso

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"Había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas."Cuando empieza a estudiar en la escuela de Kinraddie, un pequeño pueblo escocés, la joven Chris Guthrie se encuentra en la disyuntiva de elegir entre dos caminos diametralmente opuestos; por un lado, el de los libros y el conocimiento, y, por el otro, el de la vida rural dedicada a la tierra. Con esta contradicción perenne en su corazón, Chris crece, trabaja, aprende, sufre, conoce la felicidad, la melancolía, el amor y la pérdida.Votada como la novela favorita de los escoceses y llevada a la gran pantalla por Terence Davies, Canción del ocaso es la obra más aclamada de Lewis Grassic Gibbon y un clásico imprescindible de la literatura escocesa. La historia de Chris dibuja con un lirismo extraordinario la dureza de la vida rural, los cambios producidos por el estallido de la Primera Guerra Mundial y la fortaleza de una mujer que, como la tierra que trabaja con sus manos, resiste y reverdece ante las inclemencias del destino.

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Por el fétido y cenagoso brezal que había entre aquel lugar y Peesie’s Knapp se encontraban los restos de un viejo camino que algunos decían que era de tiempos de Calgaco, el que mandó a los romanos al infierno en la batalla de Mons Graupius, y otro decían que era obra de los druidas que erigieron las piedras de arriba de la laguna de Blawearie. Y, válgame Dios, debían de tener un montón de mamposteros sin nada que hacer, porque también intentaron hacer otro círculo de piedras en el brezal de Netherhill, justo a mitad del viejo camino. Pero no quedaban más de dos o tres piedras sobre tierra, y los labriegos de Netherhill juraban que las demás las debían de haber hecho añicos y esparcido por toda la tierra cultivable, pues era tan dura y pedregosa como el corazón de la propia señora.

Mas no era mal sitio Netherhill para los nabos y la avena, y a veces el heno salía entre bueno y regular, pero la mayor parte de la tierra era de arcilla roja y demasiado basta y húmeda para la cebada; y de no ser por las piaras de cerdos que la señora Sinclair criaba y vendía en Laurencekirk, tal vez su marido nunca se habría llegado a asentar donde estaba. Ella procedía de Gourdon, y todo el mundo sabe cómo son esos pescadores de Gourdon, que sacarían dinero hasta del vientre de un cadáver y dirían que unos abadejos hediondos estaban fresquísimos y los venderían a un chelín el par. Ella había sido pescadora antes de casarse con Sinclair, y cuando se establecieron en Netherhill después de pedir dinero prestado era ella la que iba a Gourdon dos veces a la semana en el carro tirado por un poni y volvía apestando el campo a kilómetros a la redonda con su carga de pescado podrido para abonar la tierra. Y bien que la abonó, y tuvieron buenas cosechas los primeros seis años o así, pero luego la tierra se volvió blanca y tuvieron que dejar de echarle el abono de pescado. No obstante, para entonces la cría de cerdos ya iba bien y les daba dividendos, y habían pagado sus deudas y ganaban dinero.

Era un hombre inofensivo el viejo Sinclair, que ya empezaba a andar a trompicones, y por eso la señora Sinclair lo sentaba de noche en su butaca, le quitaba las botas y le ponía las zapatillas delante del fuego de la cocina y le decía Te has vuelto a agotar, mi muchacho. Y él le ponía la mano bajo la barbilla y decía No, estoy bien, no te preocupes… Sí, todavía soy tu muchacho, ¿verdad, muchacha mía? Y se miraban con cara de bobos, los dos viejos tontos y arrugados, y su hija Sarah, como era tan remilgada, se ofendía mucho si había otra gente delante. Pero Sinclair y su mujer solo la miraban y negaban con la cabeza, y de noche en su cama, bien acurrucados para darse calor, suspiraban por que ningún chico valiente hubiese mostrado jamás la menor disposición de meter a Sarah en su lecho. Ella llevaba muchos años de anhelos, miraditas y emperifollos, y una vez pareció que había alguna esperanza con Rob el Largo, el del Molino, pero a Rob no le iba el matrimonio. Ay, Señor, Señor, si los idiotas de Cuddiestoun lo eran de verdad, ¿qué decir de un hombre de mucho dinero que vivía solo y se hacía la cama y el pan cuando podía conseguir una mujer que lo tuviera contento?

Pero a Rob, el del Molino, le daba igual lo que dijeran de él en Kinraddie. Siguiendo por el camino de Kinraddie se llegaba al molino, en una esquina del camino secundario por el que se subía a Upperhill, y diez años hacía que Rob vivía allí solo, a cargo del molino y leyendo los libros de un impresentable, Ingersoll, que hacía relojes y no creía en Dios. Tenía Rob dos o tres cerdos excelentes alrededor del molino, y ya podían serlo, porque los alimentaba con trigo y cebada que afanaba de los sacos que la gente le llevaba para moler. Tampoco podía negar nadie que el verraco de Rob el Largo era de los mejores de los Mearns, así que iban allí con sus cerdas desde lugares tan lejanos como Laurencekirk para que las montara ese verraco suyo que era toda una bestia enorme.

Además del molino y sus cerdos y gallinas, Rob tenía un caballo de tiro y un poni con los que araba sus diez hectáreas, y una o dos vacas que nunca se quedaban preñadas porque nunca tenía tiempo de mandarlas al toro, aunque más le valdría haber sacado tiempo en vez de dedicarse a matarse y sudar como un idiota intentando abrir el basto páramo de detrás del molino para transformarlo en tierras de cultivo. Había empezado tres años antes y aún no iba ni por la mitad; estaba lleno de grandes agujeros y charcas, e infestado de enormes raíces de retama tan gordas como el brazo de un hombre, así que jamás se había visto empresa más tonta. El resto de Kinraddie oía a Rob matándose en ese duro terreno cuando se acostaban, silbando como si fueran las nueve de la mañana y el sol brillara con fuerza. Silbaba Las damas de España, Érase una doncella y La chica que me hizo la cama, cuando nunca había llevado a una chica a su cama, aunque tal vez fuese mejor para ella, porque no habría llegado a ver mucho de él ni aun teniéndolo al lado.

Pues después de una noche como esa volvía al tajo al despuntar el día, y a veces llevaba al caballo y al poni y eran tan amigos los tres, hasta que las bestias echaban a andar cuando él no quería o no se movían cuando él quería; y entonces se enfurecía con los caballos y los insultaba con todas las ordinarieces que se le ocurrían hasta que parecía que se le fuera a oír por más de la mitad de los Mearns; y los azotaba hasta el punto de que la gente hablaba de llamar a la protectora de animales, pero también sabía entenderse con ellos y al minuto volvían a ser amigos, y cuando se iba a la herrería de Drumlithie o a la carpintería de Arbuthnott, al verlo regresar los animales echaban a correr hacia él desde el otro extremo de los campos, y Rob se bajaba de la bicicleta y les daba terrones de azúcar que había comprado.

Pensaba este Rob que se le daban muy bien los caballos, y por Dios que te podía estar contando historias sobre ellos hasta que te salieran canas, pero ese muchacho largo y delgado nunca se cansaba de ellas. Largo era, tal vez de huesos pequeños, pero, aun así, anchos, y con una pequeña cabeza encima, nariz fina y ojos azul grisáceos que eran como una cuchilla de arado en una mañana de invierno de lo que brillaban, y un largo bigote del color del trigo maduro que le colgaba de tal modo por los lados de la boca que el viejo pastor le dijo que parecía un vikingo y él contestó Bueno, pastor, mientras no parezca un párroco ya puedo ir contento por el mundo, y entonces el pastor dijo que era un necio y un impío, y su risa como el chisporrotear de los espinos bajo la caldera. 11Y a eso dijo Rob que prefería ser espino antes que mamón, pues no creía en pastores ni iglesias, como había aprendido de los libros de Ingersoll, aunque bien sabe Dios que, si la lógica de ese era tan mala como sus relojes, no era buen sostén en el que apoyarse. Pero Rob decía que estaba bien, y que si Cristo bajaba algún día a Kinraddie nunca le faltaría un poco de carne o leche en el molino, mientras que a saber qué le darían en la casa del párroco. Así era Rob el Largo, y eso era lo que pasaba en el molino; algunos decían que no estaba muy bien de la cabeza, pero otros decían que sí lo estaba, y hasta demasiado.

Upperhill se elevaba sobre el molino coronada por sus bosques de alerces, y la gente decía que cien años antes se amontonaban allí cinco granjas, hasta que lord Kenneth derribó las edificaciones, echó a sus ocupantes de la parroquia y construyó la espléndida casa de labor de Upperhill. Y veinte años después un hijo de uno de los antiguos campesinos regresó y arrendó el lugar; era de nombre Gordon, pero lo llamaban Upprums para abreviar y eso a él no le gustaba, pues casi era un señor terrateniente con esa gran granja que tenía, y se olvidaba de que su padre el campesino había llorado como un niño al irse de Kinraddie esa noche que lord Kenneth los echó. Era un hombre pequeño de cara blanca, pelo largo y ralo, una nariz que no estaba recta, sino que le miraba hacia un lado del rostro, sin bigote y manos y pies pequeños; y le gustaba vestir bombachos y medias y llevar bastón con aire de estar tan prendado de sí como un gallo en un gallinero.

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