“Yo tenía la fuerza de lo salvaje
y el orgullo de los lobos.
La magia me corría por las
venas, cantando a todo pulmón”.
La vida de Gordo está tan marcada por el dolor como su piel por la magia.
Obligado a asumir como brujo de los Bennett siendo solo un niño, lo último que esperaba era que su manada decidiera dejarlo atrás ante una amenaza. Y con ella Mark, su compañero. Aunque ahora las vueltas de la vida los han vuelto a reunir, esa es una espina que siempre llevará en su pecho, junto al lobo café que tiene tatuado en el corazón.
Pero no hay tiempo para sentimentalismos: tras la muerte de Richard Collins, Omegas salvajes no dejan de llegar a Green Creek. Ox parece estar atrayéndolos y, pronto, una verdad terrible sale a la luz.
Un virus está convirtiendo a los lobos en Omegas, destruyendo sus lazos y haciéndolos perder la cabeza. Una peste creada por magia poderosa que lleva la firma de un hombre: Robert Livingstone.
Mientras la Alfa de todos intenta destruirlos, cazadores sanguinarios van tras ellos y dos miembros de la manada son infectados, ¿será Gordo capaz de revertir la magia de su padre antes de que sea tarde?
El futuro de quienes ama está en sus manos. Y para salvarlos, tendrá que decirle Nunca más a su pasado.
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A aquellos que oyen las canciones de los lobos, presten atención:
la manada los está llamando a casa.
“Profeta” dije, “ser maligno, pájaro o demonio,
siempre profeta,
si el tentador te ha enviado, o la tempestad
te ha empujado hacia estas costas,
desolado, aunque intrépido, hacia esta desierta
tierra encantada, hacia esta casa rondada por el Horror. Dime la verdad,
te lo imploro.
¿Hay, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime, dime,
te lo ruego!”.
El cuervo dijo: “Nunca más”.
El cuervo , Edgar Allan Poe
–Nos marcharemos –dijo el Alfa.
Ox estaba de pie junto a la puerta, nunca antes lo había visto tan pequeño. La piel debajo de sus ojos parecía amoratada.
Esto no iba a terminar bien. Las emboscadas nunca terminan bien.
–¿Qué? –preguntó Ox, entrecerrando levemente los ojos–. ¿Cuándo?
–Mañana.
–Sabes que aún no puedo irme –dijo. Toqué el cuervo en mi antebrazo y sentí el aleteo, el latido de la magia. Ardía–. Debo ver al abogado de mamá en dos semanas para revisar el testamento. Además, está la casa y…
–Tú no irás, Ox –lo interrumpió Joe Bennett, sentado en el escritorio de su padre. De Thomas Bennett solo quedaban cenizas.
Vi el instante en el que las palabras calaron. Fue salvaje y brutal, la traición a un corazón ya roto.
–Tampoco lo harán mamá y Mark –Carter y Kelly se revolvieron incómodos a ambos lados de Joe. Yo no era manada desde hacía un largo, largo tiempo, pero hasta yo podía sentir cómo la vibración grave de la furia los recorría por dentro. No estaba dirigida a Joe. Ni a Ox. Ni hacia nadie en la habitación. La venganza les latía en la sangre, la necesidad de desgarrar con sus colmillos y garras. Ya se habían perdido en ella.
Y yo también. Pero Ox aún no lo sabía.
–Entonces serán tú, Carter y Kelly.
–Y Gordo.
Y ahora lo sabía. Ox no me miró. Era como si estuvieran solo ellos dos en la habitación.
–Y Gordo. ¿A dónde?
–A hacer lo correcto.
–Nada de esto está bien –replicó Ox–. ¿Por qué no me lo dijiste?
–Te lo estoy diciendo ahora –respondió Joe y, ay, Joe . Tendría que saber que esa no era la…
–Porque eso es lo correcto… ¿A dónde irán?
–Tras Richard.
Una vez, cuando Ox era un niño, el pedazo de mierda de su padre se marchó con rumbo desconocido sin siquiera mirar atrás. A Ox le llevó semanas levantar el teléfono para llamarme, pero lo hizo. Habló lentamente, pero percibí el dolor en cada palabra cuando me dijo “no estamos bien”, que había cartas del banco diciendo que iban a quitarles la casa en la que él y su mamá vivían en el viejo y familiar camino de tierra.
“¿Podría trabajar para ti? Es que necesitamos el dinero y no puedo dejar que perdamos la casa, es todo lo que nos queda. Lo haré bien, Gordo. Haré bien mi trabajo y trabajaré para ti por siempre. Iba a suceder de todas formas, así que, ¿podemos adelantarnos? ¿Podemos hacerlo ahora? Lo siento. Es que necesito comenzar ahora porque debo ser un hombre”.
Era el llamado de un niño perdido.
Y aquí, frente a mí, el niño perdido había regresado. Ah, claro, era más grande ahora, pero su madre estaba bajo tierra, su Alfa no era más que humo en las estrellas y su compañero , maldita sea, estaba clavándole las garras en el pecho y retorciendo, retorciendo, retorciendo.
No hice nada para detenerlo. Era demasiado tarde. Para todos nosotros.
–¿Por qué? –quiso saber Ox, la voz se le quebró a medio camino.
Por qué, por qué, por qué.
Porque Thomas estaba muerto.
Porque nos lo habían quitado.
Porque habían venido a Green Creek Richard Collins y sus Omegas, con los ojos violetas en la oscuridad, gruñendo al enfrentarse al Rey Caído.
Yo hice lo que pude.
No fue suficiente.
Y aquí estaba el niño, un niño pequeño que no tenía ni dieciocho años, cargando con el peso del legado de su padre, con el monstruo de su infancia hecho carne. Los ojos le ardían rojos, y no pensaba en otra cosa que en venganza. Vibraba a través de sus hermanos en un círculo interminable que alimentaba la furia del otro. Era un príncipe convertido en rey furioso, y necesitaba mi ayuda.
Elizabeth Bennett estaba callada, permitiendo que todo transcurriera frente a sus ojos. Siempre la reina silenciosa, con un chal tejido sobre los hombros, contemplando el desarrollo de esta maldita tragedia. Ni siquiera podría afirmar que estuviera allí en verdad.
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