Mi abuelo me permitía alcanzarle las herramientas mientras él trabajaba en su Pontiac Streamliner de 1942. Tenía aceite debajo de las uñas y un pañuelo le colgaba del bolsillo trasero del mono. Hablaba mucho entre dientes mientras trabajaba, y decía cosas que probablemente yo no debía escuchar. El Pontiac era una chica boba que a veces no se encendía por más que la lubricara. O eso decía él.
Yo no entendía lo qué significaba.
Y me parecía maravilloso.
–Llave de torque –decía.
–Llave de torque –repetía yo, y se la entregaba. Me movía con cierta dificultad, habían pasado unos pocos días desde la última sesión de agujas con mi padre.
El abuelo sabía. No era mágico, pero sabía.
Mi padre lo había heredado de su madre, una mujer que no conocí. Murió antes de que yo naciera.
Más maldiciones.
–Martillo antirrebote.
–Martillo antirrebote –anunciaba yo y le clavaba el martillo en la mano.
La mayoría de las veces, el Pontiac ronroneaba de nuevo antes de que se terminara el día. El abuelo, de pie junto a mí, me ponía la mano ennegrecida sobre el hombro.
–Escúchala. ¿Oyes eso? Eso, mi niño, es el sonido que emite una mujer feliz. Tienes que escuchar, ¿entiendes? Así es cómo te enteras de lo que está mal. Escucha, y te lo contarán –resopló y sacudió la cabeza–. Es algo que probablemente debas saber, además, acerca del sexo opuesto. Escúchalas y hablarán.
Yo lo adoraba.
Murió antes de verme convertido en el brujo de lo que quedaba de la manada Bennett.
Ella lo mató, al final. Su chica.
Viró bruscamente para evitar algo en un camino oscuro. Chocó contra un árbol. Mi padre dijo que fue un accidente. Un ciervo, probablemente.
No sabía que yo había oído al abuelo y a mamá susurrando acerca de llevarme lejos justo el día anterior.
–La luna dio a luz a los lobos. ¿Sabías eso? –me dijo Abel Bennett.
Caminábamos entre los árboles. Thomas estaba a mi lado, mi padre junto a Abel.
–No –respondí.
Las personas temían a Abel. Se quedaban paradas frente a él, balbuceando con nerviosismo. Él hacía brillar sus ojos y se calmaban casi de inmediato, como si el rojo les diera paz.
Yo nunca le tuve miedo. Ni siquiera cuando me sujetó para mi padre.
La mano de Thomas me rozó el hombro. Mi padre decía que los lobos eran territoriales, que necesitaban marcar con su olor a la manada, por eso siempre nos tocaban. No parecía muy contento cuando me dijo eso. Yo no sabía por qué.
–Es una vieja historia –continuó Abel–. La luna se sentía sola. El sol, a quien amaba, estaba siempre del otro lado del cielo, y nunca podían encontrarse, por más que se esforzara. Ella se hundía y él se alzaba. Ella estaba a oscuras y él era el día. El mundo dormía cuando ella brillaba. Crecía y menguaba y a veces desaparecía por completo.
–La luna nueva –me susurró Thomas al oído–. Es una tontería, si lo piensas.
Me reí hasta que Abel carraspeó enfáticamente.
Quizás sí le tenía un poquito de miedo.
–Se sentía sola –dijo el Alfa de nuevo–. Y, por eso, creó a los lobos, criaturas que le cantarían cada vez que apareciera. Y cuando estuviera más llena, la adorarían poniendo las cuatro patas sobre el suelo y echando las cabezas hacia atrás. Los lobos eran iguales y sin jerarquías.
Thomas me guiñó y luego puso los ojos en blanco.
Me caía muy bien.
–No era el sol, pero le alcanzaba –continuó Abel–. Ella iluminaba a los lobos y ellos la llamaban. Pero el sol oía sus canciones mientras trataba de dormir, y se puso celoso. Quiso eliminar a los lobos del mundo con fuego. Pero antes de que pudiera hacerlo, la luna se alzó frente a él y lo cubrió por completo, dejando visible solamente un anillo de fuego rojo. Los lobos cambiaron a partir de eso. Se convirtieron en Alfas, Betas y Omegas. Y con esta transformación llegó la magia, marcada a fuego sobre la tierra.
»Los lobos se transformaron en hombres con ojos rojos, naranjas y violetas. Al debilitarse, la luna vio el horror en el que se habían convertido, bestias con una sed de sangre que no podía ser saciada. Con sus últimas fuerzas, modeló la magia y la metió en un humano. Se convirtió en brujo, y los lobos se calmaron.
–¿Los brujos han estado siempre con los lobos? –pregunté, fascinado.
–Siempre –respondió Abel, pasando los dedos contra la corteza de un árbol viejo–. Son importantes para la manada. Son una especie de lazo. El brujo ayuda a mantener a raya a la bestia.
Mi padre no había dicho una palabra desde que habíamos dejado la casa de los Bennett. Se lo veía distante, perdido. Me pregunté si había escuchado lo que Abel estaba diciendo. O si ya lo había escuchado innumerables veces.
–¿Has oído eso, enano? –dijo Thomas, pasándome la mano por el pelo–. Evitarás que me coma a todo el pueblo. Sin presiones.
Y, entonces, sus ojos anaranjados brillaron y me mostró los dientes. Me reí y corrí hacia adelante, y oí que me perseguía. Yo era el sol y él era la luna, siempre persiguiéndome.
–No necesitamos a los lobos –comentó, más tarde, mi padre–. Ellos nos necesitan, sí, pero nosotros nunca los hemos necesitado. Usan nuestra magia como lazo. Mantiene junta a la manada. Sí, existen manadas sin brujos. Son la mayoría. Pero las que tienen brujos son las que tienen el poder. Existe una razón para eso. Debes recordarlo, Gordo. Siempre te necesitarán más a ti que tú a ellos.
No lo puse en duda.
¿Por qué iba a hacerlo?
Era mi padre.
–Prometo que daré lo mejor de mí –afirmé–. Aprenderé todo lo que pueda y haré un buen trabajo para ti. Ya lo verás. Seré el mejor que haya existido –abrí los ojos como platos–. Pero no le digas a mi padre que he dicho eso.
El lobo blanco estornudó.
Me reí.
Finalmente, me estiré y apoyé la mano sobre el hocico de Thomas y, por un momento, me pareció oír un susurro en mi mente.
ManadaManadaManada.
Y, luego, salió a correr con la luna.
Mi padre vino después. No le pregunté dónde estaba mi madre. No me pareció importante. No en ese momento.
–¿Quién es? –le pregunté. Señalé a un lobo café que rondaba cerca de Thomas. Tenía garras grandes y los ojos entrecerrados. Pero Thomas no lo vio, estaba concentrado en su compañera y le olfateaba la oreja. El lobo café saltó, mostrando los dientes. Pero Thomas era un Alfa en potencia. Atrapó al otro lobo por la garganta antes de que tocara el suelo. Le dobló la cabeza a la derecha y el lobo café cayó a un lado, haciendo un ruido desagradable.
Me pregunté si Thomas lo habría lastimado.
Pero no lo hizo. Se acercó y puso su hocico sobre la cabeza del lobo. Gimió, y el lobo café se levantó. Se persiguieron el uno al otro. La compañera de Thomas se sentó y los observó con atención.
–Ah –explicó mi padre–. Será el segundo de Thomas cuando se convierta en el Alfa. Es hermano de Thomas en todo menos en sangre. Se llama Richard Collins, y espero grandes cosas de él.
EL PRIMER AÑO / TE SABES LA LETRA
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