Lewis Grassic Gibbon - Canción del ocaso

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"Había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas."Cuando empieza a estudiar en la escuela de Kinraddie, un pequeño pueblo escocés, la joven Chris Guthrie se encuentra en la disyuntiva de elegir entre dos caminos diametralmente opuestos; por un lado, el de los libros y el conocimiento, y, por el otro, el de la vida rural dedicada a la tierra. Con esta contradicción perenne en su corazón, Chris crece, trabaja, aprende, sufre, conoce la felicidad, la melancolía, el amor y la pérdida.Votada como la novela favorita de los escoceses y llevada a la gran pantalla por Terence Davies, Canción del ocaso es la obra más aclamada de Lewis Grassic Gibbon y un clásico imprescindible de la literatura escocesa. La historia de Chris dibuja con un lirismo extraordinario la dureza de la vida rural, los cambios producidos por el estallido de la Primera Guerra Mundial y la fortaleza de una mujer que, como la tierra que trabaja con sus manos, resiste y reverdece ante las inclemencias del destino.

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En fin, el caso es que Peesie’s Knapp y Blawearie eran las granjas que había en dirección a Stoneheaven; pero si ese invierno girabas al este por el camino de Auchinblae, a mano derecha tenías Cuddiestoun, una pequeña granja del tamaño de Peesie’s Knapp y de su misma antigüedad, que era una reliquia de tiempos lejanos. Se encontraba a unos cuatrocientos metros del camino principal, y su propio camino estaba lleno de barro desde finales de la cosecha hasta la llegada de la primavera. Algunos decían que tal vez eso explicara que Munro no consiguiese lavarse el barro del cuello, pero otros decían que es que ni lo intentaba. Tenía un arrendamiento de trece años ese Munro, que era del sur, de por Dundee, y medía más de un metro ochenta, pero era de piernas muy bastas y como un cordero con agua en el cerebro, y tenía unos pies muy grandes que siempre parecían interponerse en su camino. Tal vez tuviera unos cuarenta años, pero ya estaba calvo y tenía la piel rojiza y arrugada en las mejillas y la barbilla, y por Dios que nunca se vio a una bestia más fea, pobre hombre.

Pues había gente peor que Munro, aunque tal vez estuvieran todos en la cárcel, y pese a que él podía ponerse a fanfarronear y a darse aires hasta que terminabas aborreciéndolo. Cultivaba sus tierras de forma irregular, y eso que era buena tierra en su mayoría, que tenía la misma veta negra de marga que las de Peesie, pero estaba mal drenada; el viejo drenaje de piedra seguía abajo, y el administrador de la Gran Casa no movía ni un dedo para cambiarlo, ni para reparar el tejado del establo que goteaba como un colador sobre la cabeza de la señora Munro cuando ordeñaba las vacas una noche de tormenta.

Pero si alguien decía en actitud amigable Por Dios, vaya establo más horrible que tiene, señora, ella montaba en cólera y decía Por lo menos es un establo, y para nosotros bien está. Y si esa persona, a falta de más conocimiento, pobre muchacho, estaba de acuerdo en que aquel sitio bien estaba para gente pobre, ella volvía a encenderse y replicaba ¿Aquí quién es pobre? Mire lo que le digo, nosotros nunca hemos necesitado que venga nadie a ayudarnos, aunque no nos dedicamos a jactarnos de eso por todo el lugar como algunos que yo me sé. Así que esa persona pensaba que no había forma de complacer a esa mujer y se reían de ella por todo Kinraddie, aunque no en su cara. Era delgada y tenía el pelo negro y ojos vivos y negros como una comadreja, y una voz que te ponía los pelos de punta cuando se ponía a gruñir. Pero era la mejor comadrona que había a kilómetros a la redonda, y en mitad de la noche algún pobre muchacho angustiado llamaba a su ventana y decía Señora Munro, señora Munro, levántese y venga a ayudar a mi mujer, por favor. Y ella se levantaba, se vestía en un santiamén, salía a la fría noche de Kinraddie e iba a toda prisa como una comadreja hasta que al poco ya estaba dando órdenes en la cocina de la casa a la que la habían llamado, diciéndole a la mujer parturienta que podría estar peor y actuando con brío e inteligencia.

Lo más gracioso de esa mujer es que estaba convencida de que nadie hablaba mal de ella, pues si se enteraba de la menor insinuación de algo así, que alguien dejara caer con malicia, se ponía roja como un tallo de ruibarbo en un huerto estercolado y parecía como si fuese a echarse a llorar, y entonces quien se lo hubiera dicho se compadecía mucho de la señora Munro, hasta que al minuto siguiente ella ya estaba chillando a Andy o Tony y dejándolos sin el poco seso que tenían los pobres diablos.

A ver, Andy y Tony eran dos idiotas a los que la señora Munro había sacado de un manicomio de Dundee, pues se suponía que no eran peligrosos. Andy era un hombretón torpe y desastrado que siempre tenía la boca abierta y babeaba como un potro al que le están saliendo los dientes, y la nariz le temblaba por toda la cara, y cuando intentaba hablar, solo decía un batiburrillo de estupideces. Aunque era el más tontito, también era taimado, pues a veces se iba corriendo a las colinas y desde allí, con el dedo en la nariz, le hacía muecas a la señora Munro, y entonces ella le chillaba y él refunfuñaba y se iba por el brezal a la cabaña de Upperhill, donde los labradores de allí le daban cigarrillos y luego le tomaban el pelo hasta que montaba en cólera, y una vez intentó matar a uno con un hacha que cogió de un montón. Y de noche volvía con sigilo a Cuddiestoun y fuera hacía sonidos como un perro al que hubieran dado una patada, y empezaba a resoplar delante de la puerta hasta que a Munro se le ponían de punta los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Pero la señora Munro se levantaba, iba a la puerta y metía a Andy en casa de la oreja, y algunos decían que le bajaba los pantalones y le daba unos azotes en el culo, pero tal vez eso fuese mentira. Ella no le tenía miedo y él tampoco se lo tenía, así que hacían buena pareja.

Y ese era el follón que montaban en Cuddiestoun todos menos Tony, pues los Munro nunca tuvieron hijos propios. Y aunque Tony no fuese el más tonto, era el más raro, ya lo creo que sí. Tenía el cuerpo pequeño, barbita pelirroja y ojos tristes, y caminaba con la cabeza agachada y te daba mucha pena cuando a veces le daba alguna ofuscación al pobre justo en mitad del camino de peaje o bajando por un campo de nabos, y allí se quedaba parado con la mirada fija como un cuclillo un montón de tiempo hasta que alguien lo sacudía y volvía en sí. Tenía las manos suaves, pues no era trabajador manual; la gente decía que había sido un erudito que escribía libros y estudiaba y estudiaba hasta que se le ablandó la sesera, perdió la cabeza y lo metieron en el manicomio de pobres.

La señora Munro mandaba a Tony a hacerle recados en la pequeña tienda que había pasado Bridge End, y le decía lo que quería de forma muy clara y sencilla, a lo mejor dándole algún bofetón de vez en cuando como se hace con un niño o un tonto. Y él la escuchaba, memorizaba el recado, se iba a la tienda y luego volvía sin haber cometido un solo error. Pero un día, después de que le dijera lo que quería, la señora Munro vio que el hombrecillo escribía algo en un pedazo de papel con un lápiz que había encontrado por alguna parte. Y ella le cogió el papel y lo miró por todos lados, pero no entendió nada de nada. Así que le dio un bofetón bien grande y le preguntó qué había escrito. Pero él negó con la cabeza con más cara de tonto que nunca y alargó la mano para que le devolviese el papel, a lo que la señora Munro se negó, y cuando fue la hora de que los hijos de Strachan pasaran por un extremo del camino de Cuddiestoun de camino a la escuela, allí estaba ella esperando y le dio el papel a la mayor, Marget, y le dijo que se lo enseñara al maestro a ver qué podía poner ahí.

Y de noche volvió a esperar a que regresaran los hijos de Strachan, que llevaban un sobre del maestro para ella. Y lo abrió y dentro había una nota en la que le explicaba que estaba escrito en taquigrafía y que esto era lo que ponía cuando se pasaba a la forma normal de escribir: Dos libras de azúcar El Periódico del Pueblo media onza de mostaza una lata de raticida una libra de velas y no creo que le pueda sisar dos peniques de las vueltas para tabaco, porque desde luego es la zorra más tacaña que hay a este lado de Tweed. Así que a lo mejor Tony no era tan tonto, pero esa noche se quedó sin cenar, y ella nunca volvió a pedirle que le enseñara lo que escribía.

Bien, pues siguiendo el camino de Kinraddie todavía hacia el este quedaba Netherhill a mano izquierda, que había sido cinco granjas pequeñas en los tiempos anteriores a lord Kenneth, pero ahora era una sola en la que el viejo Sinclair y su mujer, a los que no es que les fuera muy bien por la amargura de que su hija Sarah siguiera sin casarse, vivían en la alquería, y en la cabaña se alojaban el capataz, el segundo, el tercero y el temporero. El río Denburn pasaba por detrás de Netherhill y corría bajo, lento y plácido por su hondonada, pero jamás se habían visto peces en él, y la gente decía que lo mismo daba, pues ya estaban las cosas bastante turbias y resbaladizas en Netherhill y no había necesidad de que el Denburn aportara nada.

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