Ricardo Silva Moreno - Historia de la locura en Colombia

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Historia de la locura en Colombia: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de la locura en Colombia puede leerse como la terapia sicológica que tanto necesita Colombia. Como si el autor hubiera sentado en el diván al país para que este se desahogue de todos sus miedos, temores, pesadillas, traumas, duelos. Porque la vida en Colombia ha sido una marcha fúnebre desde siempre, desde que se tiene consciencia de nación, de territorio.

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Vino la purga de funcionarios y de maestros que pertenecieran al Partido Liberal. En muchas tierras contrariadas, en Boyacá, en Cundinamarca, en los Llanos Orientales, en Santander, en Tolima, se alzaron las guerrillas liberales «nueveabrileñas» con furia y con saña: «Si me matan», había vaticinado, incrédulo, Gaitán, «aquí no queda piedra sobre piedra». Y entonces la policía nacional se redujo a policía conservadora. Y se les dio fuerza y dinero a las bandas paramilitares azules que se sentían ungidas por los buenos y a bordo de una misión por el bien del país. Los «chulavitas» boyacenses se inventaron un modo de torturar y de matar llamado el «corte de corbata»: les rajaban las gargantas a los liberales y les sacaban las lenguas por las heridas como si fueran las corbatas rojas que usaban con orgullo. Los «pájaros» del Valle del Cauca, que se santiguaban antes de matar liberales, masones, comunistas y ateos, pasaron a la historia de esta marcha fúnebre por sus masacres en nombre de su patria católica.

El domingo 27 de noviembre de 1949, Laureano Gómez fue elegido con el 39,8 por ciento de los votos: tuvo el apoyo irrestricto de 1 140 646 colombianos, ni más ni menos, en un país de once millones de ciudadanos con estrés postraumático e histeria.

Era claro que la sevicia de los unos y los otros se había tomado el mapa del país. Que el inconsciente colectivo y el método de resolución de conflictos y la lengua de los colombianos era la violencia sin mayúsculas ni glorias. Que, como anota la historiadora Viviana Quintero, seguían dándose en los campos modos de someter y de aniquilar al otro que protocolos internacionales de la tortura reconocidos por la ONU, como el de Estambul o el de Minnesota, todavía no han sido capaces de imaginar. Hasta hoy ha sido usual encontrar señales de suplicio en las exhumaciones de los pueblos masacrados y desaparecidos en este territorio inabarcable: cuerpos desmembrados, maniatados, vendados, desdentados, empalados. Como si se tratara de confirmar que esta violencia ha sido un rito, siguen hallándose cadáveres sometidos –de maneras que aún no tienen nombre– a una crueldad nunca vista.

Si los sobrevivientes de estas últimas décadas han estado hablando de los huesos taladrados, de los descuartizamientos con motosierras, de las casas de pique, los sobrevivientes de la guerra bipartidista de los años cincuenta hablaban de modos de matar repugnantes e inimaginables que hacían innecesarios los mitos y las leyendas espeluznantes que se cuentan los jóvenes en la oscuridad. Se hablaba de «corte de franela» cuando se decapitaba y se tajaban los tendones y los músculos, de «corte de florero» cuando se enterraban los brazos y las piernas en los troncos, de «picar para tamal» cuando se descuartizaba y se partían los miembros en pedazos, de «corte de mica» cuando se ponía la cabeza cortada en el pubis: dígame usted si no ha estado ocurriendo aquí una ceremonia de sangre y una pesadilla macabra de la que pocos han conseguido despertar.

Fue en esa larga década que parece un siglo, desde 1946 hasta 1958, cuando Colombia se convirtió en un país urbano y encorbatado porque las bandas conservadoras y las guerrillas liberales despojaron de sus tierras y desplazaron a más de dos millones de ciudadanos del campo: «¡Arriba el Partido Conservador!, ¡arriba!, ¡abajo los cachiporros!, ¡mátenlos!», se oía por ahí, «¡arriba el Partido Liberal!, ¡arriba!, ¡abajo los godos!, ¡destácenlos!». Quizás titulamos esos días así, la Violencia, porque no sólo son un mito sino también un rito. Acaso entonces fue obvio que no éramos liberales ni conservadores, sino violentos. Quizás allí fue más clara que nunca nuestra manía de contar nuestra barbarie antes de que se termine porque no hemos hallado otra manera de acabarla. Tal vez Colombia haya estado contando su historia con el deseo.

El Gobierno de Laureano Gómez, lleno de ideas para el desarrollo, imaginó un nacionalismo católico semejante al del franquismo. Se trató de refundar la patria, por medio, claro, de otra redundante Asamblea Constituyente, pero sólo se logró que se agravara la violencia. Gómez tuvo que dejar la presidencia porque, en un giro típico de esta tragedia repleta de chistes sepulcrales, se enfermó del corazón y se retiró para curarse. Y el sábado 6 de septiembre de 1952, durante el Gobierno transitorio del exministro Urdaneta Arbeláez, la guerra se les vino encima una vez más a los líderes que jugaban con ella: fueron incendiados los diarios y las casas de los caudillos liberales, y los dirigentes conservadores se enfrentaron entre sí de tal modo que su dictadura terminó siendo remplazada por otra.

El sábado 13 de junio de 1953, Gómez, apenas recuperado de sus males cardiacos, trató de deshacerse definitivamente de su desleal y popular comandante del Ejército Nacional –el general Rojas Pinilla–, y le quitó la presidencia de las manos a Urdaneta, su remplazo, antes de que todo se pusiera peor, pero el plan le salió al revés. Con el paso de las horas, los jefes de los dos partidos políticos fueron dejándolo solo y volviéndolo el chivo expiatorio, el protagonista y la encarnación de la Violencia, y fueron sumándose a una conspiración bipartidista que terminó en un sorprendente golpe de Estado y de opinión liderado – ante las negativas de Urdaneta– por el reticente Rojas Pinilla: «No más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido político», dijo en su primera alocución presidencial, «paz, justicia y libertad».

El del general Rojas Pinilla fue un Gobierno conservador con ministros conservadores y fue una tregua y un saqueo hasta que resultó ser otra dictadura en aquella Guerra Fría que la Colombia antisoviética se sentía peleando al lado de los Estados Unidos de América. Hubo amnistías para las guerrillas y hubo desbandadas de las policías políticas. Ciertos exiliados regresaron. Ciertas familias sintieron verdadero alivio. Pero un año después ya era clarísimo que el país estaba en manos de una tiranía. El miércoles 9 de junio de 1954 fueron asesinados, ni más ni menos que por el Batallón Colombia, trece de los cientos de estudiantes que protestaban por el crimen de un compañero que protestaba el día anterior. El Siglo , El Espectador y El Tiempo fueron hostigados desde el principio, censurados el sábado 6 de marzo de 1954 y clausurados el miércoles 3 de agosto de 1955. Se persiguió a los protestantes y a los protestadores. Se persiguió a los comunistas.

Empezó a hablarse de reelección y a ensalzarse «el binomio» del pueblo y las fuerzas militares.

Y en la tarde bogotana del domingo 5 de febrero de aquel 1955, en las gradas de la Plaza de Toros de la Santamaría, un montón de agentes del servicio de inteligencia del Gobierno –disfrazados de taurófilos enruanados y de cachacos de bota– se dedicaron a patear y a desnucar y a dispararles a todos los que se habían atrevido a abuchear y a chiflar a la hija del dictador en la corrida del domingo anterior: era, una vez más, el espectáculo brutal de Colombia.

Diecisiete meses después, Santos Montejo, López Pumarejo, Gómez Castro, Lleras Camargo y Ospina Pérez, estaban plenamente de acuerdo en que Rojas Pinilla tenía que irse por usurpador y por refundador y por déspota. El martes 24 de julio de 1956 firmaron en la España franquista, frente al mar Mediterráneo, un pacto de paz que luego –con el apoyo de los curas, los comerciantes, los banqueros, los estudiantes y los militares– terminó llamándose el Frente Nacional: después de un siglo de dantescas guerras civiles, convertidas la sangre y la tortura en ritos de la Colombia confesional, el Partido Liberal y el Partido Conservador pactaban un Gobierno conjunto y equitativo durante cuatro periodos. Era una buena noticia y era demasiado tarde.

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