Ricardo Silva Moreno - Historia de la locura en Colombia

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Historia de la locura en Colombia: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de la locura en Colombia puede leerse como la terapia sicológica que tanto necesita Colombia. Como si el autor hubiera sentado en el diván al país para que este se desahogue de todos sus miedos, temores, pesadillas, traumas, duelos. Porque la vida en Colombia ha sido una marcha fúnebre desde siempre, desde que se tiene consciencia de nación, de territorio.

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El señor López Pumarejo, como un personaje trágico que se niega a oír los vaticinios del resto del mundo, se dejó tentar por la reelección en 1942. Y su regreso al poder, luego de un primer mandato valeroso que emparentó al liberalismo con el socialismo, no trajo las reformas de fondo que esperaban los 673 169 que votaron por él, sino el Gobierno lánguido y decadente y escandaloso y resignado al sino de Colombia que vaticinaron propios y extraños desde la campaña presidencial. El Partido Liberal se partió en dos desde esas elecciones: los incapaces de juntarse con el conservatismo hasta permitirse esta violencia hecha en Colombia y los que insistían en que nunca había salido bien un Gobierno colombiano que despreciara la colaboración del partido opuesto.

Esa esquizofrenia liberal, sumada a las acciones domingueras de aquella Iglesia católica repugnada por las veleidades comunistas de los Gobiernos rojos, y a las jugadas del Partido Conservador, liderado por el altavoz inescrupuloso del señor Gómez Castro, de verdad hicieron invivible e irrespirable la república.

Fue invivible e irrespirable, salvo durante un par de treguas breves, en los quince, dieciséis, diecisiete años que siguieron: habrá gente que diga «durante las siete décadas que vinieron» o «por siempre y para siempre». Pero lo que es seguro es que el Partido Liberal perdió las elecciones de 1946 porque el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, de cuarenta y tres años, se negó a apoyar al candidato Gabriel Turbay y se lanzó a encabezar una disidencia que también sirvió para convertirlo en un mito, en un pueblo, en un héroe que quería obligar al «país político» a servirle al «país nacional». Ese domingo 5 de mayo el disidente Gaitán consiguió 358 957 votos, el liberal Turbay logró 441 199, y el conservador Mariano Ospina Pérez, el nieto del dirigente conservador Mariano Ospina Rodríguez que daba mucho menos miedo que Gómez Castro, sacó 565 939.

Y esas eran las cifras de lo que vendría: una embravecida y descontrolada mayoría liberal, a punto de pegar un grito y desatar el fin del mundo, pacificada a sangre y fuego por una policía conservadora.

VI. CORTE DE CORBATA

El sábado 7 de febrero de 1948, Gaitán, que a los cuarenta y cinco se había vuelto el jefe absoluto del liberalismo porque le habían dado la razón tanto las bajezas de los oligarcas de su colectividad como las puñaladas traperas de ciertos conservadores, lideró del Parque Nacional a la Plaza de Bolívar la llamada Marcha del Silencio. Fue en aquella Bogotá de cuatrocientos mil habitantes, ante una multitud de cien mil ciudadanos con crespones negros en las solapas, cuando el caudillo denunció sin vacilaciones las persecuciones de aquella policía política que quería asegurarse de que los conservadores no perdieran el poder que tanto les había costado recuperar. Se estaban azuzando los odios –y las ganas de matarse a machetazos– entre godos y cachiporros. Se querían echar para atrás los avances en la redistribución de tierras. Se empuñaban los crucifijos para armar una guerra santa del diablo en los campos colombianos.

Y Gaitán lo dijo y fue lo único que se escuchó en la disciplinada y estremecedora Marcha del Silencio: «Señor presidente: os pedimos cosa sencilla para la cual están de más los discursos», gritó e hizo una pausa de actor en el centro del escenario en el que suele inaugurarse el desastre en esta tierra. «Os pedimos que cese la persecución de las autoridades y así os lo pide esta inmensa muchedumbre. Os pedimos pequeña y grande cosa: que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad. Os pedimos que no creáis que nuestra tranquilidad, esta impresionante tranquilidad, es cobardía. Nosotros, señor presidente, no somos cobardes: somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este piso sagrado. Pero somos capaces, señor presidente, de sacrificar nuestras vidas para salvar la tranquilidad y la paz y la libertad de Colombia…».

En la Semana Santa de ese año bisiesto una multitud se lanzó a la arena sangrante de la Plaza de la Santamaría de Bogotá a despedazar con sus propias manos y sus propios dientes a un toro cansado y sudoroso que se negaba a seguir dando la batalla: «¡Carajo!», exclamó el poeta Gómez Valderrama con el índice alzado. Quince días después el grito que se fue tomando la capital fue «¡Mataron a Gaitán!». Sucedió al mediodía del viernes 9 de abril de ese 1948. Un gaitanista frustrado le pegó cuatro tiros en la carrera Séptima con la Avenida Jiménez. Y, ya que el caudillo en verdad encarnaba a su pueblo y era obvio que el conservatismo se estaba tomando en serio esa «guerra civil no declarada», los dolidos liberales saltaron a las calles para –este fue el orden del día– protestar, hacer la revolución, vengarse, emborracharse, matar, hacerse matar, incendiar, saquear la ciudad.

Se le llamó el Bogotazo a ese estallido de ira colectiva, a ese trastorno psicótico compartido, a esa psicopatía de las masas, a esa locura de manada, a ese amago de revolución que terminó en borrachera y en vergüenza. La embajada alemana reportó quinientos muertos al final de la larga jornada de desquite, pero se dice que, luego de los destrozos y las balaceras y las quemas y los linchamientos y las violaciones de aquellas horas, quedaron en el piso unos tres mil. Y es seguro que 142 edificios incendiados se vinieron abajo con todo lo que alguna vez pasó allá adentro. Que horas después del holocausto el humo era el cielo de la ciudad y –hay fotografías espeluznantes que lo prueban– parecía como si hubiera pasado un bombardero nazi por encima. Y que el pavor y la crueldad no terminaron sino diez años después.

El día del Bogotazo, que el novelista Osorio Lizarazo llamó «el día del odio», es el día al que va a dar y el día del que viene la Historia de Colombia. Fue el primero de una época que se ha llamado la época de la Violencia, con V mayúscula, como si no hubieran sido los colombianos los que se degollaron, sino un monstruo engendrado por la nada –ese trastorno, esa plaga, ese demonio– lo que se tomó sus cuerpos. En la década de la Violencia, que fue otra guerra civil a voces entre liberales y conservadores, entre rojos y azules de nacimiento, se ensayaron las más crueles maneras de matar, fueron asesinadas unas trescientas mil personas sin ninguna clase de piedad, y fue despojada y desplazada una quinta parte de la población: dígame usted si no hay algo extraño en esta sangre.

Pasó que el Partido Liberal recobró las mayorías en las elecciones parlamentarias del domingo 5 de junio de 1949, 69 de los 132 representantes a la Cámara, en nombre del caudillo inmolado. Fue a pesar de la propaganda goda que se regodeaba en la barbarie roja del Bogotazo. Y a pesar de los sermones virulentos de los curas del país: en su constante afán por demostrar que el liberalismo era el gran enemigo del catolicismo porque ya era indistinguible del comunismo, el incendiario monseñor Builes, de Santa Rosa de Osos, gritó en su pastoral de cuaresma «¡la revolución del 9 de abril de 1948 dejó los campos políticos colombianos perfectamente alineados con nuevos y definitivos mojones: el comunismo y el orden cristiano!».

El Partido Liberal obtuvo el 53,5 por ciento de los votos contra el 46,1 del Partido Conservador en aquellas elecciones parlamentarias: apenas 132 056 votos de más, pero una mayoría a fin de cuentas en ese país supuestamente cortado en dos. El Congreso de la República fue entonces el punto de partida y el escenario de la guerra. El severo Laureano Gómez, jefe del conservatismo y aspirante presidencial, la declaró hasta el punto de acusar al liberalismo –un basilisco «con un inmenso estómago oligárquico, con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña cabeza comunista», dijo– de haber expedido 1 800 000 cédulas falsas para ganar elecciones. Los legisladores liberales consiguieron que las votaciones presidenciales se adelantaran para noviembre de 1949, pero, cuando quisieron y se dispusieron a hacerle un juicio político por traidor, el presidente Ospina cerró el Congreso e implantó el estado de sitio como cualquier dictador acorralado: el extrañado Darío Echandía, candidato del liberalismo, se retiró de la campaña porque el asesinato de su propio hermano –y el del representante Jiménez en una balacera en pleno capitolio– le probó que la Violencia se lo había tomado todo y que la democracia colombiana era una farsa.

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