Ricardo Silva Moreno - Historia de la locura en Colombia

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Historia de la locura en Colombia: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de la locura en Colombia puede leerse como la terapia sicológica que tanto necesita Colombia. Como si el autor hubiera sentado en el diván al país para que este se desahogue de todos sus miedos, temores, pesadillas, traumas, duelos. Porque la vida en Colombia ha sido una marcha fúnebre desde siempre, desde que se tiene consciencia de nación, de territorio.

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El general Rojas Pinilla amnistió a cerca de cinco mil guerrilleros, que dejaron las armas, y condujo a su Asamblea Constituyente de bolsillo a prohibir «la actividad política del comunismo» –se cuenta, además, que los comunistas que no se entregaron fueron atacados con napalm en la provincia de Sumapaz–, pero los Gobiernos del Frente Nacional, que en verdad pacificaron al pueblo bipartidista, encontraron un país en el que empezaban a darse lo que el congresista Gómez Hurtado –el hijo mayor de Gómez Castro– llamó «repúblicas independientes» pues había que pedirles permiso a los guerrilleros para moverse por esos territorios. Y al principio de los sesenta, llenos de pruebas de que los comandantes amnistiados por la dictadura seguían siendo sitiados y asesinados, el contrariado Tirofijo se escondió en un corregimiento del Tolima para fundar las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) e inauguró así esta nueva república de alias.

Era demasiado tarde para la paz. Mientras los liberales y los conservadores libraban su pulso sangriento, y enfrentaban a los campesinos por siempre y para siempre, la población del país había ido de los cuatro millones de colombianos a los diecisiete. La Revolución Cubana no sólo probaba a los paranoicos Gobiernos norteamericanos que el comunismo ya no era el fantasma de sus pesadillas, sino que demostraba a los opositores y a los movimientos estudiantiles y a las guerrillas marxistas de acá –a las Farc se sumaron el Ejercito de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación, el M-19– que la toma del poder no era una locura. Se decía despectivamente que Colombia estaba llenándose de «mamertos» porque el Partido Comunista Colombiano (PCC) estaba repleto de dirigentes terminados en «berto», Gilberto, Filiberto, Alberto, que eran demasiado mesurados, demasiado «mamones», demasiado dados a «mamarse».

Hasta hoy, pues hasta hoy sigue usándose a la izquierda como un coco, como un espantajo, la palabra «mamerto» suele ser un estigma.

Sea como fuere, en los sesenta era claro que la clase política había hecho las paces por su bien y el de sus fieles, que no era poco, pero empezaba a verse que la Violencia tenía vida propia y que la guerra seguía.

El Frente Nacional, dieciséis años de Gobiernos bipartidistas buenos, malos y peligrosos, se mantuvo en el poder a punta de reformas de verdad, de reformas para que todo siguiera igual, de gestos populistas que aplazaron la desazón, de estados de sitio y de toques de queda. Se sostuvo a punta de política y a punta de fuerza. El liberal Lleras Restrepo, que presidió una administración reformista e inteligente que no obstante persiguió a los revolucionarios y a los estudiantes como si fuera una dictadura, resolvió las sospechosísimas elecciones del domingo 19 de abril de 1970 –en las que el general Rojas Pinilla le ganó al frentenacionalista Misael Pastrana hasta que el Gobierno suspendió las transmisiones de los resultados electorales– con una alocución televisada en la que lanzó la célebre advertencia «a las nueve de la noche no debe haber gente en las calles: el toque de queda se hará cumplir de manera rigurosa y quien salga a la calle lo hará por su cuenta y riesgo».

El Frente Nacional se terminó, cansado e iracundo, el día que dijo que terminaría: el miércoles 7 de agosto de 1974. Y, por haberse pasado dos décadas con los ojos puestos en el desarrollo de las ciudades y en las maniobras de inteligencia para tener a raya a los movimientos alternativos, les dejó a los Gobiernos siguientes un país acostumbrado – para bien y para mal– a seguir adelante como si no estuviera en guerra.

VIII. LA GUERRA PARA LAS DROGAS

No fueron los Gobiernos siguientes los que consiguieron exorcizarles el comunismo a las guerrillas: desde los días del Frente Nacional, acostumbrados al método turbio del estado de sitio, los Gobiernos tuvieron en común que persiguieron y estigmatizaron y criminalizaron y torturaron y aniquilaron a todo aquel que encajara en su amplia definición de «subversivo». Las guerrillas colombianas no se desdibujaron y se envilecieron aún más por culpa de las autodefensas perversas que empezaron a combatirlas, ni por culpa de la perestroika que acabó con la cuarteada Unión Soviética, ni por culpa de la caída del muro que durante veintiocho años pretendió proteger a la Alemania comunista de las garras de la Alemania occidental. El paso del tiempo a sus espaldas y el negocio de la droga: eso fue.

Podría decirse, sin ambages, que la Violencia siguió, que la Violencia sigue. Que, empujada por la Guerra Fría y el bipartidismo ciego y el estado de sitio permanente, la Violencia se convirtió en el «conflicto armado interno» que creció como un infierno en las tres últimas décadas del siglo XX.

El liberal López Michelsen, el hijo del presidente López Pumarejo que les ganó las elecciones de 1974 al hijo de Gómez Castro y a la hija de Rojas Pinilla, terminó su mandato con un paro cívico que acabó en un sangriento toque de queda. El liberal Turbay Ayala, que empezó su carrera política como concejal de Usme en 1936 y desde entonces estuvo presente en cada evento de la Historia del país, enfrentó a las guerrillas por medio de un Estatuto de Seguridad que produjo torturas y desapariciones y exilios y que terminó ensombreciendo su periodo: su lapsus «hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones», que pretendía ser un llamado a la cordura en lo público, sigue usándose como ejemplo del fracaso de la política. El conservador Betancur Cuartas, que consagró su Gobierno a la paz, soportó los primeros embates del narcoterrorismo y el miércoles 6 de noviembre de 1985 fue testigo del peor holocausto colombiano desde el Bogotazo: la toma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en la que, en medio de la desquiciada confrontación entre enajenados guerrilleros del M-19 y delirantes soldados del ejército, hubo 98 asesinados y once desaparecidos.

Dígame usted si para ese entonces no era claro que este era un país salvaje plagado de sociópatas. Dígame si la degradación que vino luego no fue una infame redundancia.

Fue el negocio de las drogas, atizado por la prohibición de acá y promovido por la prohibición de Estados Unidos, lo que acabó de enloquecer a la sociedad colombiana y la sumió en el horror y en la indiferencia ante su conflicto armado interno. A finales de los sesenta se dio, en la costa, la llamada «bonanza marimbera»: los colonialistas Cuerpos de Paz de los norteamericanos, impulsados por la presidencia de Kennedy, estuvieron aquí cuando allá creció la demanda de aquellas «sustancias», cuando los primeros narcos, «los mágicos», empezaron a caer, y fue tomando forma, en la administración de Turbay, la guerra perversa e inútil contra las drogas. A finales de los setenta, en Antioquia, en Armenia, en la costa Atlántica, en Cundinamarca, en el Valle del Cauca, una violenta y demencial generación de mafiosos criollos no sólo se adueñó de la industria subterránea de la cocaína que se les mandaba a los mafiosos gringos, sino que se tomó la sociedad colombiana de los pies a la cabeza.

Entraron a escena narcos megalómanos e implacables, como emperadores romanos parodiados en las calles colombianas, de la calaña del Patrón Escobar, el Mexicano Rodríguez Gacha, el Ajedrecista Rodríguez Orejuela, el Señor Rodríguez Orejuela. Y muy pronto, empeñados en conseguir el reconocimiento de una sociedad jerarquizada hasta los tuétanos, mirados de reojo por los agentes de la guerra contra las drogas, obligados, por la prohibición, a la ilegalidad que era su principal fuente de riqueza, se pusieron en la tarea de quedarse con todo: con el capital, con la política, con la justicia, con el fútbol, con la fama, con la guerrilla, con el paramilitarismo, con el miedo. Y, siempre que les dijeron que no, consiguieron un sí a la fuerza. El narcotráfico empobreció a Colombia, la degradó y la envileció de punta a punta, cuando todo el mundo pensaba que caer más bajo era imposible. Posibilitó, a su perverso modo, la movilidad social tan elusiva y tan negada desde el principio de esta sociedad, pero dejó dicho que para hacerlo había que doblegar a las élites despiadadas de este país y apelar a lo peor de esta cultura.

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