“Mi madre se llamaba Ere”, pronuncia sorpresivamente estas únicas palabras, con una voz ronca, con acento japonés.
Ere lo mira con dulzura: “Es un honor para mí”.
Hiroshi vuelve a fijar su mirada en el vacío delante de sí.
Yo abro la puerta.
“Hace años que vivo aquí y hasta ahora nunca había oído su voz”, le digo.
“No sería mi primer milagro”, se ríe Ere, orgullosa de sus poderes.
Un milagro, justamente es lo que yo necesitaría, pienso.
A solas con Ere, siento inmediatamente que es insalvable la brecha entre nosotros.
Golpetea con la mano en el sofá, invitándome a su lado, como si yo fuera un perrito faldero.
Con una cierta reticencia, obedezco.
En este punto ya me siento como un robot con los engranajes oxidados.
Ella me mira abriendo y cerrando intermitentemente los ojos, como Norma Desmond en El ocaso de una vida.
Creo que está tratando de seducirme, pero en mi cerebro, en ese momento más bien propenso a las alucinaciones, la veo como un extraterrestre, de esos con los ojos enormes y el cuello fino de Encuentros cercanos del tercer tipo. Su piel adquiere una tonalidad verde ácido.
Me pregunto si está tratando de hipnotizarme.
Ere, que vale veinte mil dólares la hora y no es de las que pierden tiempo, me dice: “Este es el momento justo para que me beses, si es eso lo que te estás preguntando”.
Yo en realidad me preguntaba a mí mismo cómo era posible que este ejemplar de extraterrestre hablara mi idioma. Me limito a asentir por enésima vez. Estoy aquí para eso, ¿no?
Para obedecer a Ere, a mi hermano, a mis amigos que van a la cancha y a Marcel, con su ridícula bufanda. Para obedecer a la Civilización Occidental en bloque y a la vida en general, tengo que satisfacer los deseos de esta mujer.
Es extraño besar a alguien sin querer hacerlo, uno se concentra en los detalles de la acción, esos que habitualmente no se registran. Siento el sabor de la saliva, la consistencia de su lengua, la punzante presencia de los dientes.
Ninguna magia, mecánica solamente.
Quién sabe si los extraterrestres se besan con la lengua. Quién sabe si tienen lengua.
Después de estar besándonos durante un cuarto de hora, Ere me aparta con sus manos.
“No me besaban así, durante tanto rato, desde que tenía catorce años”, me dice, y se toma un trago para asegurarse de que la deje respirar un momento.
Otra vez, acaba de llamarme al orden.
Ya no hay escapatoria. Terminaré en la cama con ella.
No me queda otra opción que Interpretar mi Rol.
Los únicos sentimientos por los cuales preocuparse son los del Personaje.
Hay que terminar enseguida la escena porque la Estrella se está poniendo impaciente.
Siguiendo el guion de mil películas ya vistas, la abrazo por un costado acercándola hacia mí, le beso el cuello apenas detrás de la oreja y acaricio con delicadeza su pecho firme.
Noto que mientras me besa, Ere observa algo detrás de mí. Trato de dar vuelta la cabeza para ver qué es lo que mira, pero no puedo.
Ere se aparta.
“Martino, ¿puede ser que te guste vestirte de mujer?”
Me ruborizo inmediatamente, como si me hubiera sorprendido en falta, aunque la única vez que me vestí de mujer tenía cinco años. Sentirme culpable es siempre mi primera reacción.
“¿Cómo? Por supuesto que no. ¿Por qué? Absolutamente no.”
Ere se pone de pie y señala las pantuflas de conejo rosas apoyadas junto a mi escritorio.
“¿Son de alguna mujer de la que querrías hablarme?”
Miro las caritas huecas de los conejos sobre las pantuflas, parecen divertidas. Es más, juraría que me están tomando el pelo.
“Son solamente un recuerdo”, le digo para tranquilizarla.
Ere me corta en seco: “Quiero ponerme horizontal”.
Horizontal, cierto.
Ni siquiera el Personaje logra controlarla, ella siempre va un paso adelante.
Sin decir nada más la llevo al dormitorio.
Ere, con un único movimiento, deja caer su vestido al suelo y se queda en bombacha y tacos altos. Tiene dos piernas larguísimas y unos pechos que parecen dibujados con aerógrafo. Quizás sea el ácido, pero juraría que su piel brilla. Es más, me parece que es fosforescente. Tendría que apagar la luz para saberlo.
Ere se recuesta en la cama y se quita los zapatos lanzándolos por el aire.
Con un aire estudiadamente malicioso se quita los bastoncitos dorados que sujetan sus cabellos y sacude la cabeza para liberarlos. Juraría que logra hacerlo en slow motion.
Estoy a punto de vivir el que resulta, al menos según las últimas encuestas, el Sueño de Todo Hombre.
Me quiero morir.
Me preparo para seguir el guion, me desvisto parcialmente y la alcanzo en la cama para dedicarme a su cuerpo, paso mi lengua por sus axilas, le mordisqueo los pezones, acaricio sus glúteos talle cero.
Su piel es suavísima, tersa y elástica, hidratada con cremas de mil dólares cada pote. Los pezones carnosos tienen gusto a frutilla. Creo que se pasó ahí una crema con aroma a frutos del bosque.
Mi verga es una purista del método Stanislavski: o logra compenetrarse en su rol, o se niega a entrar en escena.
La odio por su integridad profesional.
Afortunadamente, Ere ni siquiera nota ese camaroncito blando acovachado entre mis muslos: está tan acostumbrada a ofrecerse como un paquete de regalo que ni intenta tocarme.
Arranco quemando etapas con tal de cubrir la escena muda que hace mi compañero. Le quito la bombacha y hundo mi rostro entre sus piernas.
Hago todo lo posible para ahuyentar el convencimiento de que es un extraterrestre, pero tengo terror de que por algún lado asome un tentáculo.
Para mi gran asombro, en pocos minutos, Ere tiene un orgasmo como el de Sally en el restaurante en Cuando Harry conoció a Sally: largo, ruidoso y liberador.
Me abraza y apoya su cabeza sobre mi hombro, sollozando como una niña desconsolada.
Y ahora ¿por qué llora?
“Estuve con una docena de hombres desde que nació Asia, pero nunca había logrado tener un orgasmo.”
¿Qué?
No puedo ni siquiera imaginarme con quién se habrá topado antes de encontrarme a mí.
De pronto, me da mucha pena.
Se la ve tan vulnerable, a años luz de la Ere de la publicidad, “la mujer que obtiene siempre lo que quiere”.
Se seca la nariz con el brazo y me dice: “Fuiste muy generoso conmigo, gracias, eso es raro en un hombre”.
Está claro que malinterpretó la situación, tomando mi jugada de emergencia como un acto de generosidad sexual.
“Ni siquiera hicimos el amor”, le aclaro.
“Son muchas más las veces que los hombres no logran tener una erección que aquellas en las que sale todo bien. Es normal, lo dice Walter Benjamin.”
¿Qué tiene que ver Walter Benjamin ahora?
“No entiendo.”
“Es culpa de los pósteres gigantes y de las tapas de las revistas.”
“¿Ah, de verdad?”
“Tengo demasiada aura. Como la Mona Lisa. Soy el original de una excesiva cantidad de reproducciones. Es lógico que yo provoque ansiedad de rendimiento.”
Ere está sinceramente afligida por esta constatación.
“Lo lamento, por la cuestión del exceso de aura, quiero decir.”
“Yo te pido disculpas por haberme invitado sola a tu casa.”
“Pero no hay problema, lo pasé muy bien contigo.”
“Realmente estabas muy nervioso, y ni hablar de tus pupilas, ¿con qué te diste?”
“Con nada, mis pupilas son así. Cambian con la luz.”
Ere se ríe a carcajadas.
“Pero por favor.”
“Tomé un poco de ácido antes de la cena, me parece que no fue una buena idea.”
“Daría la impresiónde que no. Pero eres un libro abierto, y me gusta.”
“Te equivocas, soy un libro codificado y la tapa es engañosa.”
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