Sebastiano Mauri - Disfruta del problema

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Disfruta del problema es un feliz, desesperado y incontenible himno a la libertad de gozar de la vida a pesar de todo, sin dudas y antes que sea demasiado tarde. Una aventura cosmopolita de sexo y sentimiento, de caídas prevenibles en la búsqueda de un tragicómico descubrimiento de sí mismo.
Martino Sepe pasa su niñez en una gran casa en las afueras de Milán que la excéntrica familia Sepe comparte con un número variable de huéspedes de lo más inusuales. Una casa donde, por ejemplo, se come con un mono indonesio que te roba el pollo del plato para frotárselo encima. A los veinte, opta por la huída y se muda a New York con la esperanza de tener éxito en el mundo del cine. Fantásticamente solo, Martino descubre día a día el gusto de la normalidad de sentirse distinto a todo.
Una mañana, despertándose en una cama entre un hombre y una mujer desconocidos, se pregunta sobre sus clamorosos naufragios sentimentales. Los efectos colaterales de las primeras, torpes, noches de amor; la crónica de un fracaso anunciado con la top model más deseada al mundo; la turbulenta relación con el actor Alejo, que lo llevará desde el paraíso directamente al infierno. Como el film que Martino habría querido dirigir, la novela de su vida, cáustica e irreverente, implacable pero comiquísima, es un vórtice en el cual todo derrumba y vuelve a la superficie, aventuras y contradicciones, afectos y impudencias.

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Labios color violeta, párpados metalizados, pestañas postizas y cabellos recogidos en un intricado torbellino de ondas, sostenidas magistralmente con dos palillos de sushi de oro puro, Ere parece estar lista para la entrega de los Óscar.

A su lado, un asiento desocupado. Siento una puntada en el estómago, junto coraje pero al dar el primer paso, la recepcionista me detiene.

“¿En qué puedo ayudarlo?”, silba con su boca a la altura de la parte más alta de mi cráneo.

Levanto la cabeza para mirarla a la cara. Su rostro sin arrugas parece viejísimo, incapaz ya de asombrarse de la vida. Pienso que podría ayudarme de tantos modos.

Por ejemplo, prendiendo fuego el restaurante.

“Vengo a encontrarme con mis amigos”, y señalo la mesa de Ere.

A medida que me acerco, siento que mis rodillas metálicas se derriten. El ácido me ha duplicado el ritmo cardíaco, bajo la mirada para controlar que por debajo de la camisa no se note mi corazón latiendo agitado.

“Hola a todos, disculpen la tardanza.”

Mi hermano me lanza una mirada de reproche: “Pero ¿dónde te habías metido?”.

“¡Martino! ¡Querido! ¡Aquí estás, por fin!” Cada frase que sale de la boca de Karen termina siempre con un signo de exclamación.

“Tenía miedo de que no vinieras”, me dice Ere.

Me siento entre ella y Julie, y hago lo mejor que puedo para no llamar la atención; logro dominar el impulso de llevar los labios hacia adelante, pero muevo las piernas sin parar, haciendo tintinear los vasos.

“¿Por qué te vestiste todo de gris? Pareces un asiento de tren”, me susurra al oído Julie, con toda la elegancia que puede.

Tengo el estómago sellado por el ácido. No puedo tragar nada, salvo grandes cantidades de vodka tonic. El único aspecto positivo del LSD, si pudiera encontrar alguno con una lupa, es que me hace sentir, de algún modo, apartado de la situación. Como un telescopio invertido, todo lo que veo se vuelve minúsculo y remoto.

Me resulta imposible seguir la conversación general, me siento hipnotizado por el vestido de lentejuelas doradas de Ere que brilla como un tesoro.

En cada lentejuela se refleja un detalle del restaurante, de todos nosotros sentados a la mesa. Descubrí una en el pecho en la que me veo reflejado a contraluz, mis rulos revueltos. Parezco un aromo, pienso.

Se oye la erre arrastrada de Marcel: “Carrie Fisher dice que en la universidad George Bush experimentaba formas rudimentarias de armas químicas...”.

“¿El expresidente?”, pregunta Karen asombrada.

“Pero no el presidente, estoy hablando del hijo, es un milagro que haya llegado a ser gobernador de Texas. Era famoso por ser el único en tirarse pedos a pedido, y con olor garantizado. ¡Podemos esperar grandes cosas de ese hombre!”

Todos se ríen y yo me uno a ellos. Si hago lo mismo que los demás todo va a ir bien, me repito. En el fondo, es mi filosofía de vida. Sólo que no logro recordar quién es Carrie Fisher. Sé que la aprecio, pero no recuerdo el motivo. ¿Canta, es actriz, escribe? Me viene a la mente Carrie, pero no creo que tenga nada que ver. Por Dios, cuánta sangre en esa película. Me imagino el vestido de Ere empapado en sangre, habría que lavarlo inmediatamente. ¿Haría falta un cepillo blando, o debería ser lavado a seco? Sería una pena que las lentejuelas ya no reflejaran la luz y todo lo demás. Justo, acabo de encontrar el rostro de mi hermano sobre su seno derecho.

“¡Sólo una pieza, sólo una pieza!”, los oigo gritar.

¿Qué me perdí?

Aturdido, me uno al grupo aplaudiendo, entusiasmado: “¡Sólo una pieza, sólo una pieza!”.

Veo que el vestido de Ere permanece inmóvil, ella es la única que no bate las palmas.

“Bueno, bueno, si es tan bueno bailando, me la juego.” Y se da vuelta y me dice: “Ahora no me hagas hacer un papelón”.

Se alza un coro de grititos de aliento.

Tardo un poco en entender qué es lo que está sucediendo.

Ilia acaba de engancharme para que baile con Ere en el centro de BondST, con un plan elaborado con una diabólica atención a los detalles: apenas nos ponemos de pie, un merengue arranca a todo volumen, alarmando a varios clientes ya acostumbrados a la inocua música electrónica de fondo.

Todos se dan vuelta a mirar a la luminosa Ere y, junto a ella, a un joven aterrorizado y con las pupilas gigantescas que no logra ponerse en movimiento.

Ere se impacienta: “¿Empezamos?”.

Sin esperar mi respuesta me toma la mano y da el primer paso.

A partir de ese momento pierdo el sentido.

No me desmayo, pero todo sucede sin que yo tenga el más mínimo control o conciencia de lo que está pasando. Sigo la música manteniendo el contacto con la mancha de lentejuelas doradas que da vueltas frente a mí y que funciona en ese momento como un ancla.

Me doy cuenta de que el baile acaba cuando veo a Ere que se inclina y agradece. Miro a mi alrededor como si recién hubiera salido de un estado de coma y tratara de saber en qué año estamos.

“Volvamos a la mesa”, me dice, imperativa.

Obedezco y la sigo hasta nuestra mesa, donde Marcel me recibe con una palmada en el hombro, y las mujeres rodean a Ere susurrándole comentarios al oído.

Yo sigo sintiéndome en una cápsula espacial que fluctúa en una galaxia lejana.

Ilia me mira con una expresión triunfal. Con la boca mima las palabras: “Ya la tenemos”.

En lo único que pienso es en vengarme.

Es un momento crucial, el de los saludos a la salida del restaurante, tengo que jugar bien mis cartas.

Para empezar, bostezo lo más fuerte que puedo. Después miro la hora y digo: “Se hizo tardísimo, pobre de mí, que mañana tengo que levantarme a la madrugada”.

Mi hermano no puede creer lo que está oyendo.

No me la deja pasar: “¿Y por qué? ¿Qué tienes que hacer?”.

“Dentista”, le respondo, seco.

“¿Es algo tan grave, que vas de madrugada?”

“No, una visita de rutina.”

“Pero si tu dentista está en Loviate.”

“Sí, pero es urgente.”

“¿No era de rutina?” Lo mataría.

“Una visita de rutina urgente.”

Interviene Ere: “Me encantaría ir a tu casa así tomamos un último trago. Vives por aquí cerca, ¿no?”.

Noto con horror que el signo de pregunta se refiere solamente a la última parte de la frase. No funciona así, ella se tiene que hacer la difícil, y yo tengo que insistir para que venga a mi casa, conozco bien esa escena. ¿No leyó el guion?

“Sí, vivo aquí cerca”, ya sin saliva en la boca. El metal del que está compuesto mi cuerpo se contrae, mis movimientos se vuelven rígidos.

Al quedarnos solos, Ere me toma del brazo como si ya fuésemos una pareja.

Un par de veces consideré tirarme debajo de un auto arrastrándola conmigo. Mis restos mortales entreverados con los de ella, por toda la eternidad, en un único y trágico amasijo.

No pronuncio una palabra, pero ella no deja de hablar. Y cuando se detiene, le pregunto enseguida cualquier otra cosa, al azar, para que arranque de nuevo.

En las pocas cuadras que nos separan de casa, al menos una docena de personas comentan emocionadas la presencia de Ere.

Es por eso que ella nunca se cuestiona si su presencia es bienvenida, la concede como una gracia, como un don precioso que incluye una serie de ventajas colaterales, entre ellas la envidia de amigos, conocidos y desconocidos.

Frente a mi edificio me cruzo con Hiroshi, el único de los mendigos que no se fue después que remodelaron el edificio abandonado vecino al mío, donde tenían su cuartel general. Es idéntico al maestro de Karate Kid sólo que bebe siempre y no habla nunca. Se construye todas las noches un cubículo de cartones delante de la pretenciosa entrada del nuevo condominio, se sienta en posición de loto, con una frazada vieja sobre los hombros con aire ascético y la mirada fija delante de sí. Tiene un aire muy respetable y nadie se anima a decirle nunca nada, ni siquiera la policía.

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