Sebastiano Mauri - Disfruta del problema

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Disfruta del problema es un feliz, desesperado y incontenible himno a la libertad de gozar de la vida a pesar de todo, sin dudas y antes que sea demasiado tarde. Una aventura cosmopolita de sexo y sentimiento, de caídas prevenibles en la búsqueda de un tragicómico descubrimiento de sí mismo.
Martino Sepe pasa su niñez en una gran casa en las afueras de Milán que la excéntrica familia Sepe comparte con un número variable de huéspedes de lo más inusuales. Una casa donde, por ejemplo, se come con un mono indonesio que te roba el pollo del plato para frotárselo encima. A los veinte, opta por la huída y se muda a New York con la esperanza de tener éxito en el mundo del cine. Fantásticamente solo, Martino descubre día a día el gusto de la normalidad de sentirse distinto a todo.
Una mañana, despertándose en una cama entre un hombre y una mujer desconocidos, se pregunta sobre sus clamorosos naufragios sentimentales. Los efectos colaterales de las primeras, torpes, noches de amor; la crónica de un fracaso anunciado con la top model más deseada al mundo; la turbulenta relación con el actor Alejo, que lo llevará desde el paraíso directamente al infierno. Como el film que Martino habría querido dirigir, la novela de su vida, cáustica e irreverente, implacable pero comiquísima, es un vórtice en el cual todo derrumba y vuelve a la superficie, aventuras y contradicciones, afectos y impudencias.

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Noto que los invitados pertenecen a dos tipologías bien definidas: unos, jóvenes y bellos como en una propaganda de Ralph Lauren; los otros, viejos y feos, como en un cuadro de Otto Dix. Sin excepciones.

Las chicas llevan vestidos ligeros con amplios escotes; los varones, pantalones ajustados y camisas entalladas.

Los viejos, en cambio, están todos de punta en blanco, con adornos de piedras preciosas y trajes dignos de un magnate del petróleo.

Cuanto más miro a mi alrededor más me doy cuenta de que no hay excepciones y que la brecha entre las dos categorías es muy marcada. Nunca vi un grupo de personas seleccionadas con tanto cuidado.

Otra french maid irresistible me ofrece una copa de champagne, me lo tomo de un solo trago.

Me siento observado con insistencia, tanto por los jóvenes como por los viejos. Yo no correspondo a ninguna de esas dos categorías porque tengo unos diez años más que los jóvenes y mínimo unos treinta menos que los viejos.

Es evidente que los jóvenes me consideran una de las opciones más atractivas, y los viejos la más fácil.

¿Vine a parar a la fiesta correcta? ¿Por qué habré sido invitado? ¿Y por qué todos tienen un aire malicioso, como si la situación fuera abiertamente sexy? ¿Y William, dónde está?

Me siento en desventaja con respecto a los demás porque no conozco las reglas de juego. Y estoy seguro de que se trata de un juego, o una secta, o peor todavía, de un club de Internet.

Una tercera french maid con unos dientes de blancura deslumbrante me ofrece otro champagne. Le pregunto dónde está William, pero ella sacude la cabeza, incómoda, como si le hubiese dicho una grosería.

Nervioso, empiezo a buscar a William. Llego a una puerta negra alta hasta el techo, la abro y me asomo.

Una viejita esmirriada está dándole chirlos en el culo a un joven elegante que gime, poco convencido, mientras un señor de aspecto milenario los observa sorbeteando un cocktail. Se vuelven hacia mí sin interrumpir su routine.

“Oh, pardon”, digo, retirándome.

Lo sabía, debe ser un encuentro de swingers, y la mitad de los invitados son gerontófilos. O, mucho más probable, les han pagado para que estén aquí.

De repente bajan las luces e irrumpe a altísimo volumen la voz de Édith Piaf que canta “La vie en rose”. Todos aplauden mientras una docena de french maids entra en la sala en fila india llevando bandejas con pastillas de todos colores. Las chicas se detienen frente a cada invitado, se ponen una pastilla en la boca y se la pasan, con un beso.

Esperan que cada uno trague la suya antes de ocuparse del invitado siguiente. Reparten pastillas amarillas, azules y negras como la brea, que parecen ser las más temibles.

El orden de entrega del surtido está claramente calculado, pero antes de que logre descifrar su posible significado me ofrecen una negra, que degluto obediente, para gran satisfacción de mi maid.

El sabor dulce de su lápiz labial es lo último que recuerdo.

Y ahora me encuentro aquí, desnudo, entre dos personas extrañas, y además hostiles.

No quiero ni imaginarme qué pasó entre estas sábanas, sólo tengo que lograr salir sin despertarlos.

Roncan. Junto coraje para deslizarme hasta los pies de la cama y levantarme.

Busco mi ropa pero en la habitación no la veo. Salgo en puntas de pie.

El pasillo está decorado con una enorme cantidad de lúgubres naturalezas muertas colgadas en las paredes, que se superponen a las flores del empapelado produciendo un efecto nauseabundo. En el living, desde una chimenea estilo Notre Dame me bendice una foto en formato póster de Juan Pablo II, enmarcada como si fuera un Holbein original.

Por suerte, en el sillón encuentro mi saco; la billetera y las llaves están en su lugar, suspiro aliviado; ahora tengo que salir lo más rápido posible de esta casa del horror, pero estoy vestido sólo por la mitad, y es la mitad equivocada.

Entro en el comedor, que es de un liberty desenfrenado: adornos por todas partes, pero de mi ropa ni noticias. No encuentro ninguna otra cosa con qué cubrirme. Descarto de plano el mantel con bordados de orquídeas.

Vuelvo a entrar en el dormitorio. Los dos están en la misma posición en la que los había dejado. Abro con cautela el armario y saco el primer par de pantalones que encuentro. Zapatos no veo. Pruebo en los cajones. Pero, ay, hacen ruido, ella deja de roncar.

Contengo la respiración.

Apenas empieza a roncar de nuevo corro hacia la puerta. Veo sus chinelas de pelo de conejo rosa y las agarro. En el living trato de vestirme, frenético, querría salir catapultado de este lugar, pero los pantalones son enormes, podría usarlos como cortinas. Me meto en la cocina, encuentro dos trapos, los anudo en las puntas, los enrollo y los uso como cinturón. Me da la impresión de tener puesta una pollera-pantalón. Apenas logro introducir mis pies en esas dos cabecitas de conejo, con unas hermosas orejas peludas y ojitos de vidrio, los dedos estrangulados, las uñas como dientes deformados.

Me miro en el espejo de la entrada, en precario equilibrio sobre los tacos de las pantuflas: un pordiosero que no puede resistirse a un toque de glamour transexual.

Se asoma mi anfitrión, todavía desnudo, su rostro tiene una expresión de desconcierto. Observa mi atuendo. Pasa del asombro a la euforia, y luego estalla en una incontenible risotada.

Es el momento de irse.

Con las manos temblorosas abro la puerta de entrada, y me encuentro en el set de Terciopelo azul: el patio blanco lechoso de una pretenciosa casa de familia da a un jardín rectangular rodeado de tulipanes amarillos. Inmediatamente después, la salvación. Me precipito a la calle.

“¿A dónde mierda vas con las pantuflas de mi mujer?”

Yo me alejo chancleteando a toda velocidad.

La tranquila avenida arbolada, los jardines bien mantenidos y delimitados con cercas blancas, banderas norteamericanas en las puertas. Esto no es Manhattan, ni siquiera Nueva York.

¿Dónde diablos estoy?

La situación es mucho peor de lo que pensaba: me parece que vine a parar a uno de esos suburbios ignotos de los que no podría ni siquiera pronunciar el nombre. El dolor de cabeza, que hasta ese momento no había registrado, me perfora el cráneo, tengo la vista nublada, ganas de vomitar, no sé qué dirección tomar.

Cuando llego a la esquina, veo una parada de ómnibus. Lo siento como una bendición del cielo. Busco en el cartel alguna indicación que pueda ayudarme a entender dónde estoy pero no encuentro escrito ni el nombre de una ciudad o localidad, ni el de un distrito. Sin embargo, parece que cada veinte minutos pasa un ómnibus que se dirige a la estación de trenes. Por miedo a que mis raptores sigan persiguiéndome, me escondo entre los arbustos que están junto a la parada.

No pasa un minuto que escucho la voz de una mujer:

“¡Arthur, Arthur!”

¿Serán ellos?

Luego la mujer silba y repite varias veces: “Good boy!, good boy!”.

Permanezco inmóvil, espero que no pase nada malo. La mujer y el perro pasan cerca de mí sin notar mi presencia. Emito un suspiro de alivio, un hilo de voz, pero antes de tiempo. El perro se da vuelta de golpe y viene derecho hacia mí, olfateando la vereda. Mira fijamente el pelo rosado de las pantuflas y ladra rabioso.

“¡Arthur! ¡Ven aquí!”

“¡Shht! ¡Shht!”, susurro al perro, y él ladra más fuerte todavía.

La mujer vuelve sobre sus pasos, mira entre los arbustos buscando un gato y en cambio encuentra ahí un par de pies encerrados dentro de dos conejitos. Lanza un grito, toma al perro en brazos y escapa a toda velocidad.

Me da terror pensar que pueda llegar un auto de policía a buscarme con las sirenas a toda marcha. Ir a la cárcel con un par de pantuflas de piel rosa en los pies sería el fin para mí.

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