Sebastiano Mauri - Disfruta del problema

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Disfruta del problema es un feliz, desesperado y incontenible himno a la libertad de gozar de la vida a pesar de todo, sin dudas y antes que sea demasiado tarde. Una aventura cosmopolita de sexo y sentimiento, de caídas prevenibles en la búsqueda de un tragicómico descubrimiento de sí mismo.
Martino Sepe pasa su niñez en una gran casa en las afueras de Milán que la excéntrica familia Sepe comparte con un número variable de huéspedes de lo más inusuales. Una casa donde, por ejemplo, se come con un mono indonesio que te roba el pollo del plato para frotárselo encima. A los veinte, opta por la huída y se muda a New York con la esperanza de tener éxito en el mundo del cine. Fantásticamente solo, Martino descubre día a día el gusto de la normalidad de sentirse distinto a todo.
Una mañana, despertándose en una cama entre un hombre y una mujer desconocidos, se pregunta sobre sus clamorosos naufragios sentimentales. Los efectos colaterales de las primeras, torpes, noches de amor; la crónica de un fracaso anunciado con la top model más deseada al mundo; la turbulenta relación con el actor Alejo, que lo llevará desde el paraíso directamente al infierno. Como el film que Martino habría querido dirigir, la novela de su vida, cáustica e irreverente, implacable pero comiquísima, es un vórtice en el cual todo derrumba y vuelve a la superficie, aventuras y contradicciones, afectos y impudencias.

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“Hasta ahora acerté en todo, me hiciste acabar.”

Esta sí que no me la esperaba.

“¿Qué es lo que te habría hecho pensar eso?”

“Veamos, varias razones. Fuiste muy atento con Asia, tuviste una relación durante diez años, eres un poco gay pero no lo quieres admitir. Todos elementos que podía utilizar a mi favor.”

Detengan todo. Aprieten rewind y permítanme escuchar de nuevo la última frase.

¿Un poco gay?

¿No sabe que es anticonstitucional para cualquiera que sea amigo de un amigo de alguien que me conozca asociarme a mí con la palabra gay? ¿Cómo se permite decirlo así, sin emplear siquiera una metáfora?

“¡Yo no soy gay! ¿Quién te dijo eso? No soy para nada gay.”

“Calma, tranquilo, dije un poco gay, no gay, hay una gran diferencia, si no, ¿a hacer qué te traía a la cama? Olvida que te lo dije. Escucha, esta noche duermo aquí, si no te molesta. Mañana a la mañana tengo que levantarme a las seis y media, tengo un vuelo a San Pablo. Y como lo del dentista era todo un cuento, seguramente no te vas a levantar a la madrugada, viendo el estado en que estás, y cuando despiertes todo te parecerá un sueño.”

La miro sorprendido, me pregunto qué será de nosotros.

“¿Amigos como antes?”

Otra que libro codificado y tapa engañosa. Me lee el pensamiento, ya no tengo dudas.

“Amigos como antes”, le respondo, consciente del hecho de que no éramos amigos antes, y no lo seremos tampoco en el futuro.

La vida es un acertijo y yo no sé la respuesta

Siempre me imaginé la ciudad de Nueva York como un inmenso set cinematográfico donde millones de personas interpretan su papel, dispuestas a vivir grandes dramas y a disfrutar de finales felices. Y siempre tuve la esperanza de que allí, algún día, habrían de asignarme un rol protagónico.

En 1990, poco después de haber cumplido veinte años, partí para inscribirme en la escuela de cine de la Universidad de Nueva York, dejando atrás mi pueblo, Loviate.

Al igual que Michael Fox en El secreto de mi éxito, desembarqué en Nueva York listo para conquistarla.

A medida que me acercaba, desde Brooklyn, podía ver el perfil orgulloso de Manhattan y sentía que mi emoción iba en aumento. Ya había visto ese encuadre un millón de veces, en tantas películas, pero ahora marcaba el inicio de mi historia, de mi personalísimo Sueño Americano.

Dejen que pasen nomás los títulos principales, porque, ¡señoras y señores, una estrella acaba de nacer! No pude resistir la tentación de canturrear para mis adentros “New York, New York”, mientras el taxi bajaba por el puente de Williamsburg.

Start spreading the news

I’m leaving today

I want to be a part of it

New York, New York. (2)

Además de una monstruosa cantidad de ideas equivocadas y expectativas ridículas, llegué con dos grandes valijas que contenían todo lo necesario. No podía faltar el pasamontañas tejido a crochet por Lina, mi niñera, obsesionada con las corrientes de aire: una gruesa masa de lana urticante que apenas dejaba ver los ojos.

“En cuanto haya un poco de viento, no dejes de ponértelo, que en Niuiork hace un frío de la hostia.”

“Recuerdo unos inviernos neoyorquinos de siete perros”, agrega papá, que mide el frío en animales domésticos, según la cantidad que necesite sobre su cama para calentarse.

Él me dio un ramillete de salvia seca: “Antes de abrir las valijas no dejes de quemarlas para que el humo remueva todos los residuos de energías negativas”.

Mamá, en cambio, me pasó un mapa de Nueva York en el que marcó todos los lugares que yo debía visitar para entender realmente la ciudad. La lista incluía renombradas metas turísticas como el Centro de Voluntarios de Apoyo a las Víctimas de Violencia Sexual, el complejo de casas populares del South Bronx famoso a causa de los niños que roban a los turistas dejándolos en paños menores y, por supuesto, el manicomio criminal.

De chico ya me parecía que Lina tenía razón cuando decía que había algo que no estaba bien en nuestra familia. Y la poca televisión que veía a escondidas en su habitación confirmaba esa tesis: éramos los conejitos de Indias de un modelo educativo cuyos resultados a largo plazo eran inciertos.

Los Bradford, los Jefferson, los Ingalls me parecían todos extraterrestres, sus familias no se parecían en nada a la mía.

Rezaban antes de comer, no permitían que sus perros permanecieran en la casa, consideraban que una mancha de tomate era una buena razón para cambiarse la camisa y, algo increíble, usaban posavasos.

Verlos en televisión era un viaje hacia tierras lejanas.

En casas donde se cenaba a las ocho de la noche, sentados todos alrededor de una mesa bien puesta; no a las diez, en cuclillas sobre almohadones tunecinos y acompañados por un conjunto de bongós.

En playas donde los niños comían sándwiches de jamón y queso, y no moluscos crudos arrancados de las piedras con la mano; y donde las madres prohibían a sus hijos bañarse antes de que hubieran pasado tres horas para poder hacer la digestión, en vez de alentarlos a nadar entre las barracudas.

Muñecas para las nenas, y autitos para los varoncitos.

Yo sabía que esos eran ejemplos de lo que mis padres llamaban Bibí, burgueses biempensantes, enemigos número uno del progreso y del bienestar de la humanidad.

Yo, sin embargo, no podía dejar de preguntarme qué se sentiría al cenar sin que una mona indonesia llamada Clarissa te quite la pechuga de pollo del plato para refregársela por sus genitales.

No es que estuviéramos desprovistos de reglas, es que nuestras reglas eran completamente diferentes de las de los demás.

La Coca-Cola estaba prohibida, y también los Fonzies, las papas fritas Pai, la Fiesta, el Cucciolone, el Calippo, los Baci Perugina, los chicles Big Babol, las Morositas, todos los productos marca Mulino Bianco, Nestlé y Knorr, y cualquier tipo de alimento congelado.

Los bastoncitos de pescado Findus eran mercancía diabólica.

Una vez, en la habitación de Lina me puse a ver una serie televisiva sobre una familia que vivía en una enorme casa antigua. Diferente, y eso se notaba en seguida, de todas las demás.

En primer lugar, por la decoración, ecléctica y llena de personalidad. Los hijos tenían permiso para hacer experimentos de química con sustancias explosivas, mientras que por la casa se paseaban animales de los que era imposible determinar la especie.

El mono arrojaba los volúmenes de la Enciclopedia Británica contra el juego de copas de cristal, y la hija, antes de comerse una aceituna, se aseguraba de que no fuera caca de carpincho, souvenir de algún viaje por el pantanal boliviano.

¡Esa era la vida que yo conocía! ¡Entonces no éramos los únicos!

Tenía una prueba de que existían otras familias como la nuestra, o por lo menos existía una: la familia Addams. Cuando al día siguiente obligué a mi padre a mirar televisión, él no quiso admitir las semejanzas entre nosotros y ellos.

“Pero papá, ¡está preparando un florero sin flores, sólo con hojas, tal como hace mamá!”

“Ahí hay una cabeza de alce en la pared, es como tu corderito embalsamado, que parece que te está mirando cuando vas al baño.”

“¿Y los fetiches para magia negra? Tienen un altar igual al nuestro.”

“Y qué me dices de la mona, salvo que no hace pis en la cama, es tan traviesa como Clarissa, incluso es de la misma especie.”

“No sé qué decirte, Martino, a mí me parecen muy tétricos. Ahora, te pido disculpas, pero tengo que prepararme porque esta noche invocamos el espíritu de Sharon Tate.”

“¿Quién es Sharon Tate?”

“La actriz descuartizada por una secta satánica.”

Nada podía distraer a mi padre de los preparativos para una sesión espiritista.

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