Yurieth Romero - Déjala morir

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Déjala morir es la versión literaria de la miniserie emitida por el canal TeleCaribe bajo el mismo nombre. Esta obra narra la muerte, obra musical y vida de la cantante afrocolombiana de bullerengue Juana Emilia Herrera, conocida como «La niña Emilia». Es un viaje desde el más allá a través de la voz de la protagonista: un periplo lleno de picardía, baile, tristezas, amor, melancolía, pero sobre todo de resistencia. El libro también contiene un acercamiento a la realización y producción de la miniserie, un hito sin duda en la historia del canal regional.

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La cara la tengo igualita… no parezco ni muerta. Lo que no me gusta es que no me pusieron mis lentes, ni mis uñas de oro. Eso sí: el vestido está bonito…

…Otra vez siento eso cerca de mí.

–Yo te estaba esperando, Emilia.

–¡Pero da la cara, carajo!

Esa voz… yo la conozco.

–Debes volver a ver tus pasos pa’ que nos podamos ir…

–Pero es que yo no quiero ir.

–Tienes que dejarte morir.

Bueno, para empezar, la verdad es que la vida para mí siempre ha sido una ilusión. Ahora creo que ninguna de las peleas con mi amiga Irene valieron la pena. Ella, que en aquellos tiempos fue la única persona que no me despreció cuando fui la puta del pueblo. O sí, sí valieron la pena, todo es por algo. Sin embargo, para que entiendan más o menos de lo que les hablo, les voy a contar por partes.

Mi madre se llamaba Juanita. Cantadora también. Su familia había sido una de las primeras que pobló el municipio de Mahates, y más específicamente, Gamero, un pueblo de aquí mismo. Se casó muy joven con mi padre, un dueño de fincas en Evitar.

Fueron los Herrera, familia de mi padre, quienes fundaron el corregimiento de Evitar, después de que en Mahates, un hombre de una familia poderosa del pueblo perjudicara a una quinceañera de la familia (algunos en el pueblo pensaban que la culpable era la muchachita por andar “alborotada”, otros nada más decían que, si fue varón para perjudicarla, lo fuera también para casarse con ella). Los Herrera exigieron al hombre que respondiera casándose con la muchachita, pero la familia del hombre no quería que esto pasara porque no eran del mismo bando político: los Herrera éramos liberales. A raíz de eso, las dos familias se agarraban todos los días a palo, convirtiendo Mahates en un campo de batalla. Al final, determinaron que no podían estar en el mismo pueblo y, así, algunos Herrera decidieron irse a los montes cercanos para evitar problemas. Allí se fueron asentando hasta que conformaron el corregimiento cuyo nombre no podía ser otro que el de “Evitar”.

Después de tanto problema, los de la otra familia sintieron que debían irse también. Lo hicieron de mala gana y se asentaron en otro punto también a las afueras de Mahates, pero que estaba lo suficientemente retirado de los Herrera. Hoy en día, este pueblo se llama “Malagana”.

Mientras mi padre hacía las mejores parrandas del pueblo, mi madre podía estar el día y la noche enteros cantando. Cantando de casa en casa a todo el que se llamara Juan y Pedro, mi madre y su grupo recorrían los pueblos cercanos en el mes de junio, durante las festividades de San Juan y de San Pedro. No se perdían tampoco las Fiestas de la Conquista en Evitar y en Gamero, donde también cantaban y se enfiestaban. Mientras esto sucedía, mi padre se quedaba atendiendo las fincas y haciendo desastres con cuanta mujer había en el pueblo.

La Fiesta de la Conquista es una fiesta de negros, es nuestra manera de decirle al resto del mundo:

¡Nuestra música y nuestros bailes nos hacen libres! ¡La libertad es la única realidad!

En la época de la conquista, cuando los blancos españoles mandaban por todas estas tierras, a los negros se nos permitía tener un día de celebración. Así, los negros vestían de reina a la mujer más bonita de su grupo y la ponían a bailar en toda la mitad del fandango. Por eso, los blancos siempre estaban pendientes cuando los negros hacían sus fiestas: para entrar y robarse a la hermosa muchacha que habían elegido.

Además de ser los esclavos que cortaban el cultivo, que trabajan la tierra, que cuidaban de los niños, tenían que soportar que se llevaran a las mujeres, como si fueran cualquier cosa.

Entonces, un día decidieron que en la siguiente fiesta iban a elegir como “reina” a un hombre, que vestirían de mujer. Y así fue. La noche en que sacaron los tambores para formar su fandango y cuando ya el baile había empezado, todos los negros bailaban al son del tambó. Efectivamente, la mujer más bella estaba en el centro del baile contoneando sus caderas. En ese momento, los soldados españoles se metieron en el baile, como dueños de fiesta, y tomaron por la muñeca a la “hermosa mujer”; sin embargo, lo que sintieron fue el grosor y la fuerza de un brazo de negro. Ahí se formó la palera.

Mi madre no cobraba un solo peso por las presentaciones, pues ella y mi papá conformaban una de las familias con más plata del pueblo (si no era la que más tenía). Como ya les dije, en época de fiestas mi mamá amanecía cantando con su grupo; iban de casa en casa, de pueblo en pueblo, y así vivía con mi padre, más o menos como locos.

Su nombre era Francisco: él era alto, su piel estaba tostada y su sonrisa era amplia… sí, mi padre rompía los horizontes cada vez que se reía. Mi madre sabía eso: que la mirada de papá guardaba al sol. Salía a buscarlo por todas partes y donde veía al “Purrongo” amarrado (el caballo amarillo de papá) ahí lo encontraba. Casi siempre estaba tomando trago con sus amigos y con mujeres. Mi mamá lo sacaba de donde estuviese y, cuando llegaban a la casa, se armaba la pelotera: primero, él decía que se llevaba todo; entonces, mi mamá decía que lo empacara él mismo; papá Francisco, le respondía que no lo iba a hacer y luego se iba para los cultivos. Sin embargo, al cabo de un rato ella se le acercaba como si nada le hubiese molestado y le daba de beber agua de panela.

Mientras ellos vivían en ese ir y venir, yo cogía un caballo y me iba a darle serenatas a cualquier amiga por ahí. Cantando rancheras yo aprendí a vivir despechada; me divertía. Uno de esos días que llegué a Evitar, para que papá no se dieran cuenta que yo andaba por Mahates, me metí por el lado del monte que daba a una de sus fincas. Pero, para mi sorpresa, justo cuando me estaba bajando del caballo vi a mi padre frente a mí.

–Coge ese caballo y llévatelo de aquí –le dijo a un muchacho que estaba al lado de él.

El muchacho reaccionó rápido, pero tranquilo: pasó cerquita, rozando mi brazo con su cuerpo, y agarró el caballo. Antes de que se fuera, mi papá siguió regañándome.

–¿Pensaste que nadie se iba a dar cuenta? ¡Quieres andar como la veleta!

No podía ser posible que papá me estuviera haciendo quedar en vergüenza delante del pela’o ese. Salí corriendo de allí y vi cómo el joven se retiraba tras la mirada autoritaria de mi padre.

Después de haberme hecho pasar pena delante de ese pela’o, cuyo nombre quería averiguar enseguida, papá no me dijo más nada. Yo, que para entonces tenía apenas quince años, solo podía pensar en quién era el dueño de esos brazos. Esperé a que la noche cayera, cogí una arepa para comer en el camino y me fui para la calle sin que nadie me viera. Caminé por la llamada “calle larga” del pueblo y aparecí de pronto en la finca La Ceiba, esa misma donde había sido regañada en la tarde. Recuerdo que escuché las notas de una guitarra. Las seguí y descubrí a mi hermano mayor, Andrés, sentado bajo un árbol. Estaba tocando el instrumento y, realmente, lo hacía como los dioses: a veces, lo tocaba hasta con los dientes. Sin embargo, porque era penoso, se cuidaba mucho de que no lo vieran.

Me senté a su lado; tenía los ojos cerrados y ni siquiera se había dado cuenta de mi presencia. Cada vez que Andrés cambiaba la posición de sus dedos, yo podía ver que las estrellas bailaban. Cuando terminó de tocar, abrió los ojos y las estrellas dejaron de moverse.

–Oh, Emilia, ¿tú qué haces aquí a estas horas? –me preguntó.

–Ya me iba para la casa; venía de donde mi compañera del colegio.

–Bueno, ¡arranca, pues!

Yo tiraba el ojo por todos lados a ver si por ahí veía al muchacho. Andrés no dejaba de seguirme con la mirada; prácticamente me estaba sacando a patadas.

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