El círculo de los Amigos de Montaigne no era, pues, una asamblea de ateos convencidos y militantes. Se caracterizaba más bien por la libertad de opinión.
A pesar de las apariencias tan libres, a Madeleine no le faltaba la capacidad de una vida interior excepcional para una chica de su edad. Clémentine Laforêt, en su lenguaje algo inseguro, reveló cómo componía los poemas:
Le encantaba escribir y hacer versos. Cuando paseábamos las dos juntas, tenía 16 años… 15 o 16 años… Me decía: «Ahora no hables, estoy trabajando». Así que íbamos sin decir nada. ¡A mí no me parecía una cosa muy alegre! Le decía: «¿Ya has terminado de componer tus versos?». «Espera, yo te avisaré». Y a veces me los recitaba, y luego los escribía cuando volvíamos. Porque muchos poemas de La route 3los hizo siendo muy joven.
Esta actitud la confina a veces en cierto aislamiento sobre sí misma. Permanece escondida, no le gusta que se le hagan demasiadas preguntas, según cuenta Clémentine. Esta a la que llaman la «Guignolette» ha dado paso a una chica reservada, seria, sin el sentido del humor que tendrá más tarde.
Hélène Jüng, una de las amigas de entonces, da testimonio; esta también componía poemas y siguió un itinerario semejante al de Madeleine; después de un período de ateísmo, se convirtió y entró en las dominicas de Béthanie. En esta época la ve como «una adolescente lírica y grave, sin el humor fino que mostrará más adelante» 4.
Madeleine dejó que poco a poco se insinuara en ella una forma de escepticismo decepcionado que se instala con la pérdida de la fe y que culminará en un cierto número de poemas escritos en torno a los años 1920-1921, y en el célebre texto «Dieu est mort, vive la mort». En «L’éternel renouveau» 5, en enero de 1921, meditando sobre los ciclos de la naturaleza, escribe:
Pero, por qué lamentar lo que se amaba ayer,
puesto que mañana volveremos a ver las mismas cosas. […]
Si todo brota y todo crece, es con el fin de morir.
En 1922, a los 17 años, escribe «Dieu est mort, vive la mort» 6. Expresa una confesión de fe atea sin ninguna concesión, con una ironía mordaz en la que las flechas alcanzan a los que pretenden cambiar el mundo y que tendrán que dejarlo, a los enamorados que pronuncian la palabra «siempre» con una ingenuidad desconcertante que Madeleine muestra con una alegría destructiva.
Podría haber llegado al campo del existencialismo, pero quiere permanecer libre, incluso podría haberse pasado al lado de los que pensaban que el suicidio era una solución posible para la desesperación. Amaba demasiado la vida. De hecho, decide divertirse. Para ella, divertirse es salir, bailar, distraerse, como se diría hoy, «pasarlo bien».
Pero, atención, no sale con las chicas de familias conocidas de sus padres o las que conoce en casa del doctor Armaingaud y algunas otras cuidadosamente escogidas. Madeleine no lleva una vida desordenada. Podemos pensar que sus padres estaban al tanto en vistas de un buen matrimonio, como veremos más tarde. Ella «surfea» sobre una juventud desbordante de vida, disfruta de la vida al mismo tiempo que de la educación liberal de sus padres. Le gusta especialmente bailar. Cuando escriba en 1946 el célebre «Bal de l’obéissance», lo hará con las expresiones que muestran que había adquirido una gran experiencia en el baile.
Los testimonios de sus amigas son reveladores. Una de ellas, Lucette Majorelle, cuenta:
Recuerdo que un día habíamos bailado también en casa de Madeleine; no era uno de esos días con una velada especial; así que, cuando Madeleine se estaba yendo, porque ya era tarde, dijo: «Venga, cojamos el tocadiscos bajo el brazo y vayámonos…». Cruzamos un puente, eran las tres de la madrugada, y todos juntos, éramos dieciocho o veinte, continuamos bailando en casa de un chico que conocía Madeleine, que nos había ofrecido su piso. Entonces Madeleine, siempre desenfadada, se dejaba llevar por un entusiasmo loco.
Lo extraordinario es que su madre no solo la dejaba hacer, sino que más bien la animaba; le ayudaba a buscar vestidos elegantes y originales; porque, como ya hemos visto, a Madeleine le gustaban los vestidos bonitos. ¿Sería alguno de esos vestidos o de esos sombreros que había guardado los que llevaría más tarde cuando iba con la familia sonriendo con amabilidad por su originalidad? ¿No hablará sobre la pobreza a sus compañeras refiriéndose a esos vestidos, que estarían sin duda pasados de moda, pero que todavía se podían llevar, porque seguían siendo bonitos? 7
Lucette Majorelle testimonia:
La seguía viendo en el salón, llevaba un traje de tafetán negro, estaba deslumbrante […] Era muy elegante, mucho […] Ese vestido, hecho por su madre, aunque, sabéis, se podría decir que era de Lanvin 8en tafetán negro, con estilo, tenía una blusa de seda algo desfasada. Era deslumbrante.
¡Qué contraste entre sus pensamientos íntimos sobre la muerte, siempre victoriosa, sobre la ausencia de Dios y la esperanza, y ese amor por la vida, ese baile loco, este remolino caótico sobre los escombros de un mundo perdido! ¿No es un buen contraste? ¿No es más bien un desafío? ¿Una manera de afrontar el absurdo, sin mirarlo, aunque sabiendo que está aquí y que triunfará? Estamos en los «Años locos». ¡Hay que divertirse!
Sin embargo, a veces, ella lo mira de frente. Algunos de sus poemas lo testimonian. Como el que tituló simplemente «Gel» y que deja traslucir cómo la vida superficial que lleva está en realidad congelada:
Y por un día mi corazón tranquilo y superficial
será como el estanque de hielo rígido,
perfectamente blanco y luminoso y frío.
Yo seré el jardín que camufle la helada 9.
Y en «Dieu est mort, vive la mort», insiste:
Mientras Dios vivía, la muerte no era una muerte para siempre.
La muerte de Dios ha hecho la nuestra más segura.
La muerte se ha convertido en la cosa más segura.
Hay que saberlo.
No hay que vivir como esas personas para quienes la vida es lo más grande 10.
Madeleine volverá sobre este texto repetidas veces a lo largo de su vida, signo de lo importante que era para ella, que lo consideraba como un paso importante en su propio itinerario; lo modificará ligeramente; incluso meterá en 1961 en la carpeta donde lo conservaba un artículo del periódico Le Monde que recogía la disertación filosófica de una joven premiada en el concurso general cuyo tema era sobre el sentido de la vida, como si Madeleine, a través de estas hojas yuxtapuestas, hubiera querido decir a los jóvenes: «Esto es lo que he sido, he conocido vuestra angustia, vuestros miedos al absurdo; he experimentado lo que vosotros sentís…».
Del juego macabro al que se entrega en este texto, manifestando un cierto placer amargo, emerge una categoría de personas que escapa, al menos algo, a su ironía. Contrariamente a lo que se podría pensar, estos no son los humanistas, ya que las personas a las que socorren o que buscan salvar serán, a pesar de los esfuerzos de los beneficiados, engullidos por la muerte; Madeleine dirige una mirada benevolente, aunque permanezca distante, a los que son consecuentes, es decir, a los que hacen las cosas para que perduren: «Los albañiles, los carpinteros, los fotógrafos, los artistas. Hacen cosas que perduran, hacen perdurar cualquier cosa de las personas» 11.
La futura artista se afirma ya en su juicio. Al menos será consecuente; buscará hacer durar esta vida que se le escapa. Sus poemas quedarán como el testimonio de alguien que no ha caído en el absurdo de la existencia humana. Es también la época en la que aprende dibujo en casa de una tal señora Francelle con Lucette Majorelle, después de haber abandonado el piano y de una gripe que se le complica en 1918 o 1919.
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