Este será el escenario de una evolución personal marcada primero por el paso al ateísmo y después por el cambio radical de su conversión, el 29 de marzo de 1924. Esta la llevará a sufrir cambios profundos en su vida, consecuencias visibles de una experiencia interior que mantendrá en secreto, aunque algunos matices de sus poemas dejen presentir este espacio misterioso.
Pero aún no estamos ahí. De momento, la familia se instala en el número 3 de la plaza Denfert-Rochereau, en el piso oficial de la empresa asignado a Jules Delbrêl. Este tiene 47 años. Al asignarle este puesto, la dirección toma conciencia de la degradación progresiva de su estado de salud. Ya antes de la muerte de su madre, en 1915, había estado de baja médica un mes. En el mes de agosto siguiente tiene que parar de nuevo para tratarse de problemas cardíacos y hacer frente a sus insoportables cefaleas.
Obviamente, apenas está capacitado para asumir responsabilidades de peso. El puesto que le ha sido confiado se presenta ante él como una honrosa salida; se trata de un trabajo de supervisión que no le exige mucho por las limitaciones horarias. Pero el reposo que le ofrece este nombramiento, debido seguramente al buen estado de los servicios, le durará poco.
La enfermedad avanza inexorable, tanto en el plano físico como en el mental. El mal que padece le afecta a la vista e irá quedándose ciego. Su carácter también se degrada; la relación entre Jules y Lucile es cada vez más tensa. Madeleine tiene que afrontar, en el umbral de su adolescencia, el desencuentro de sus padres, que terminará, años más tarde, en su separación definitiva.
¿Cómo, en estas circunstancias tan difíciles, podría guardar su equilibrio emocional, la solidez interior que le caracteriza a pesar de sus problemas de salud personales recurrentes? ¿Cómo ha podido sostener en lo sucesivo la misma atención y el mismo afecto a sus padres sin jamás tomar partido por uno de ellos? Espontáneamente se piensa en el trabajo de la gracia en ella y la invasión de su humanidad por la caridad.
Pero también, ya lo hemos apuntado, fue muy querida por sus padres; sufrió su ruptura, pero nunca padeció ningún abandono o descuido de ellos. Con su madre experimentó una ternura y delicadeza de sentimientos que más tarde se expresarán en su relación de adultas de una forma muy bella; en su padre encontró un amor que la empujaba a desarrollar sus talentos artísticos.
Hay que subrayar también que recibió una educación muy libre. Sus padres depositaban en ella una confianza merecida de la que nunca abusó. Aunque era hija única y la habrían podido proteger, sus padres la dejaban salir con sus amigos desde que cumplió 15 o 16 años; amaba la vida, bailaba y no dudaba en fumar.
Hay que añadir que Madeleine entraba en la vida sin presión. En esta época, las hijas de familias burguesas, como era su caso, no hacían estudios universitarios, salvo raras excepciones. Incluso el bachillerato estaba reservado solo para los chicos. Accedían al matrimonio las chicas que podían, y para ello se preparaban ejercitando labores domésticas y aprendiendo junto a sus madres a llevar una casa.
Asimismo, Madeleine podía dar curso libre a perfeccionar sus aptitudes artísticas. Recibe clases de dibujo. Se permite incluso el lujo de seguir en la Sorbona cursos de filosofía durante dos años; volveremos sobre esto.
Algunas de sus amigas se sorprendieron de que no se hubiera convertido en una persona egoísta. Pues no solo sus padres le daban una gran libertad, no solo ambos la querían profundamente, sino que se puede decir que adulaban a su hija, que tenía tanto talento, contaba con variados y prometedores dones, y estaba muy abierta a la vida. Aunque la vanidad fuera para ella una tentación real 1, crecerá sana.
Generosa, atenta con los demás, con carácter de líder, exprimía la vida al máximo sin acapararla para sí misma. Sabía hacer amigas por todas partes por donde pasaba y, a pesar de ser reservada en lo que le afectaba, entablaba amistades profundas y duraderas. En Mussidan, no obstante, se la llamaba «la parisina»; pero ¿no era acaso su ropa demasiado a la moda la que impresionaba desfavorablemente?
Las circunstancias, sin embargo, no eran las ideales a su llegada a París en 1916. Primero, la guerra está en su apogeo; aunque el frente se ha estabilizado y París sigue protegida de los bombardeos alemanes, que no llegarán hasta 1918, momento en que se notarán las restricciones.
Precisamente en el transcurso de este último año de guerra sucede un grave acontecimiento, al que ya hemos aludido, que va a afectar a la familia Delbrêl. El 28 de mayo, Daniel Mocquet, esposo de Alice Junière, tío de Madeleine, desaparece en el frente. Jules Delbrêl se esforzará enormemente por encontrar, sin éxito, el rastro del desaparecido y para ayudar a su cuñada en los trámites administrativos.
Su responsabilidad en los ferrocarriles le permitirá facilitar a la cerería Junière la distribución de sus productos, dificultada por la guerra. Pero, en 1921, muere el abuelo materno de Madeleine, dejando a su hija Alice sola para dirigir la empresa.
Estas preocupaciones agravan la salud, ya muy frágil, de Jules Delbrêl. Durante el invierno de 1918-1919 se ve obligado de nuevo a estar de baja cuatro meses por una fatiga cardíaca. ¿Somatizaba Madeleine, por su parte, estas preocupaciones, que no podían sino dañar a una adolescente de 14 años? ¿O bien la gripe que coge hacia finales de 1918 es portadora de un tropismo particular, como a veces sucede? El hecho es que se ve afectada por una parálisis de piernas de la que no se librará hasta el verano siguiente, después de una temporada en Mussidan, en la que, según el consejo del médico, cambia las muletas por la bicicleta, lo que la restituirá. Sin embargo, de esta enfermedad un tanto misteriosa conservará la fatiga, pero también una fuerte voluntad para afrontarla y curarse.
Estos años están, pues, marcados por la inquietud, la tristeza de las separaciones, el sufrimiento de los seres queridos. Pero también en este momento se abren nuevas perspectivas con la asistencia asidua al salón del doctor Armaingaud. Este apasionado de Montaigne acoge cada domingo por la noche a sus amigos, de los que forman parte la familia Delbrêl. Lucile no acude más que de vez en cuando, pero Jules y su hija son fieles a la cita.
El doctor se interesa por esta adolescente que compone poemas y parece ávida de aprender y de entender. Él es positivista, ateo sin agresividad; poco a poco, esta atmósfera impregna a Madeleine, que dirá más tarde que la inteligencia contaba mucho para ella, y que se dejaba llevar por los atractivos de la razón, que rápidamente barrían la formación cristiana que había recibido en la catequesis.
Ella, que siempre se vestía con estilo, como su madre, empieza a dejarse ganar por el lado superficial de la vida, y las afirmaciones de la fe le parecían pasadas de moda en relación con el pensamiento racional, que parece dar respuesta a todo.
Las personas que iba conociendo en el salón del doctor Armaingaud eran muy diferentes. Desgraciadamente, nos falta información más amplia para poder esbozar un panorama general de aquella asamblea. Sin embargo, el testimonio de Françoise Mathieu, nieta del doctor Guichard, amigo de Armaingaud, nos permite desvelarlo un poco.
Guichard era dentista cirujano y profesor de ortodoncia en la escuela dental de la Tour d’Auvergne. Este salvará a Madeleine, más tarde, de una septicemia sacándole once dientes en la misma intervención. En aquel momento participaba en la Asociación Amigos de Montaigne, de la que será secretario general. Iba a las reuniones con su hija Denyse, que simpatizó mucho con Madeleine. Ambas serán amigas hasta el punto de que Madeleine será madrina de Françoise, la hija de Denyse: «Mi madre era cristiana, como las de las demás chicas del círculo. […] No solo había ateos, sino también cristianos. Su punto en común era ser personas muy originales, ávidas de ideas libres» 2.
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