De todas formas, Madeleine ve el futuro «desde un ángulo demasiado penetrante». Porque si bien no deja el mundo exteriormente, sí lo abandona interiormente. La elección que ha hecho no es solamente entre dos posibilidades, sino que, más profundamente, es la elección de una vida cristiana radical:
Si estoy feliz por quedarme cerca de ti, es porque sé que podré estar también en cualquier otra parte del mundo abrigada por la caridad. Existen prejuicios del egoísmo, una estructura de mentiras en nuestra sociedad a la que no me puedo someter sin negar lo que hay en lo más profundo del alma.
Podríamos decir, jugando con los dos sentidos bíblicos de la palabra «mundo», que Madeleine, al elegir permanecer en el mundo, no eligió el mundo. Asociando a su madre a su profundo deseo escribe:
El padre Sansón diría que Dios es el que se da eternamente, nuestro propósito debe ser llegar a ser uno con él y así entregarnos a través de él a los demás: ¿hay meta más alta en el mundo y no tengo razón para temblar al pensar que habríamos podido perder completamente nuestra vida Jean y yo? Estábamos hechos para otra cosa y el despertar habría podido ser terrible.
Madeleine ya ve ahora más allá del matrimonio. Ha asumido el gran dolor de su juventud y considera su vida como un don total a Dios para todos los demás. Por el momento no conoce el cómo de ese don, pero sabe que será para aquellos con los que se encuentre, a imagen de Dios, que se entrega eternamente. De esta manera, toda la vida de Madeleine está germinando en esta elección sin que sepa todavía la forma que adoptará. En 1955, después de la muerte del padre Jean Maydieu, escribirá a su hermana Paulette: «Mi gratitud por vuestro hermano es doble: la de haber hecho que me encontrara con Dios… y la de haberse marchado» 45.
Se ve la importancia del discernimiento de Pascua de 1927 en el desinterés con el que acoge el rechazo de la editorial Plon 46de su libro sobre el arte y la mística titulado Le temps de Dieu. El 1 de abril escribe a Louise Salonne: «Si un libro no se publica, es porque no iba a hacer bien. El esfuerzo se convertirá en otras cosechas» 47. Meses antes quería ser escritora; y ahora se desprende de la publicación de sus escritos. Hay otras cosechas más importantes.
¿Cómo resumir la vida de Madeleine durante estos años entre 1926-1928? Primero, es una vida que se podría calificar de viajera. A partir de 1926 se instala en Bretaña, en Quiberon, desde donde hace excursiones a Carnac y a Kergonan. No olvida Arcachon, donde pasa también las vacaciones en casa del doctor Armaingaud, haciendo escapadas a Mussidan, Lourdes y las Landas. Le encanta peregrinar a las catedrales, como indican los últimos poemas de La route. La fiel Clémentine la acompaña a Bélgica. En julio de 1927 la encontramos en Thones, cerca de Annecy, con sus padres, para una temporada de descanso. Pero también la vemos en Saint-Baume, desde donde vuelve por Grenoble.
Es difícil seguirla durante todo este período en el que aprovecha las exoneraciones que le ofrece la profesión de su padre así como el dinero del Premio Sully Prudhomme. Pero sus viajes confirman también que pertenece a una familia suficientemente acomodada como para poder estar en una casa de reposo durante las vacaciones o de viaje turístico sin que la cuestión económica sea una dificultad.
Son estos detalles los que muestran la brecha que tuvo que superar hasta que llegó en 1933 a un barrio muy proletario y en condiciones de vida bastante precarias. Mientras tanto, Madeleine vibra con la belleza de los paisajes y de los monumentos, haciendo a sus amigas descripciones admirables. No se limita a la simple admiración de una turista despreocupada; ve la belleza de Dios reflejarse en la naturaleza en la que descansa y se recrea como en un orden del que la humanidad está muy alejada. Cuando se sumerja en las multitudes del metro y las calles de Ivry, habrá abandonado desde hace mucho tiempo este tipo de reflexión. Por el momento, se la ve todavía dividida entre las decisiones radicales que están arraigando en ella y su reflexión de artista.
La vida de Madeleine en esta época aparece también como una vida de enferma y de enfermera. La salud de su padre le preocupa mucho. Este tuvo un ataque de parálisis durante el invierno de 1925-1926; en septiembre de 1926 tuvo una infección de hígado, «el único órgano que todavía tenía sano». Ella misma tampoco está bien. Por problemas estomacales e intestinales no come lo suficiente. En 1927, las dificultades se suceden. Arrastra las secuelas de la gripe de 1919 y apenas camina. Es operada de apendicitis.
En mayo, su madre, agotada, tiene que ir a Arcachon a descansar. Madeleine se queda con su padre, infectado por un absceso. El 28 de mayo, el médico le diagnostica a ella un quiste en un ovario, del que finalmente no será operada. Toda la familia pasa el mes de julio en Luxeuil, descansando e intentando sanar. Pero en la primavera de 1928, Madeleine tiene una recaída y debe irse de nuevo a descansar a Chevreuse.
Sus cartas a Louise Salonne durante estos meses dan la impresión de que está teniendo un mal sueño. En todo caso, el conjunto es bastante impresionante. Esto será así en muchos episodios de su vida. Arrastrará a menudo al «hermano cuerpo», luchando contra la fatiga, soportando problemas dentales, migrañas que la anulan y otras enfermedades. Sin embargo, a partir de ese momento no se deja abatir. Después del reposo necesario al que al final consiente, continúa con más intensidad. Aprende a acomodarse a su frágil salud.
Su madre, por su parte, se sentirá mejor después de la separación de su marido; no volverá a tener períodos depresivos que la obligaban con mucha frecuencia a descansar. Pero su padre, a partir de estos años de 1927-1928, comienza un largo calvario que será a la vez un viacrucis para los que le rodean, y en particular para Madeleine. Esto durará prácticamente veinticinco años.
Lo que más puede sorprender es la manera en que Madeleine vive el sufrimiento, el suyo y el de sus padres. Siendo todavía muy joven, da muestras de un gran dominio, como en tantos otros momentos, y de una madurez en la fe que sorprenden. Invadida por la alegría de la resurrección desde el primer momento de su conversión, sabe por experiencia que el mundo no puede escapar del sufrimiento y que solo la cruz de Cristo le puede dar sentido.
No se rinde ante el mal; le horrorizaba la resignación y sabía combatirla. Sin embargo, sale herida, como todo ser humano; tuvo que hacerle frente, aceptarlo cuando era inevitable creer que la cruz de Cristo nos permite sobrellevarlo y nos da una alegría misteriosa que no puede conocer quien se resigna abandonando la partida o quien se revuelve y se deja atrapar por la violencia.
«Siempre y en todas partes el sufrimiento, a pesar del dolor de verlo en los nuestros, debemos llamarlo dichoso», escribe a Louise Salonne el 11 de septiembre de 1927, a pesar de sus fuertes problemas personales y familiares. ¿Cómo puede emplear la palabra «dichoso» hablando del dolor? Es que el dolor, dice, da forma a nuestras almas, que, sin él, quedarían hundidas en el fango, «atascadas». El dolor nos obliga a salir de nuestro aislamiento, de nuestro enterramiento, para buscar otra alegría, la verdadera alegría.
«Cuántos enterrados vivos hay que, gracias a él, han vuelto a la luz. Qué alegría para los que sufren saber que pueden ayudar a esta resurrección o a la suya» 48. ¿No es esto lo que hace ella misma por Louise Salonne, ayudada por su propia experiencia del sufrimiento? Madeleine ya ha comprendido que la alegría de la resurrección, la única que es verdadera y plena, solo se encuentra en el interior del consentimiento a la prueba del dolor. Ha comprendido que así puede reflejar sobre su mismo rostro la «santa faz del dolor en los ojos de la alegría», como dirá en el que fue su último poema, escrito en 1928, y sobre el que volveremos.
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